En la primavera de 1942, mientras el mundo ardía en llamas bajo

el fuego de la Segunda Guerra Mundial, México observaba con cautela desde la

distancia. El presidente Manuel Ávila Camacho mantenía una política de

neutralidad que parecía prudente para una nación que apenas había comenzado a

sanar sus propias heridas revolucionarias. Los ecos de los combates en Europa y el

Pacífico llegaban a nuestras costas como rumores lejanos, como historias de otra

realidad, pero el destino tenía otros planes para nuestra patria. El 13 de

mayo, las aguas del Golfo de México se tiñieron de sangre cuando un submarino

alemán torpedea el buque petrolero mexicano potrero del Llano. Los

marineros, sorprendidos en la noche por el ataque, apenas tuvieron tiempo de

reaccionar. El mar engulló las vidas de 14 mexicanos, cuyo único crimen había

sido transportar petróleo a los Estados Unidos. Días después, el 20 de mayo, el

faja de Oro corre la misma suerte. Ocho marineros más se sumaron a la lista de

víctimas. La sangre mexicana había sido derramada y el país entero clamaba justicia. La

indignación recorrió el país como una onda expansiva. En las calles de la

capital, en los pueblos de la costa, en cada rincón de la República, los

mexicanos exigían una respuesta. El 22 de mayo, el gobierno alemán recibe un

ultimátum, explicaciones y compensaciones inmediatas, o habría consecuencias.

La respuesta fue el silencio. Y el silencio en tiempos de guerra equivale a

desafío. El 28 de mayo, bajo un cielo nublado que parecía presagiar los

tiempos oscuros porvenir, el Congreso Mexicano aprueba la declaración de

guerra a las potencias del eje, Alemania, Italia y Japón. En su discurso

ante la nación, el presidente Ávila Camacho pronunció palabras que

resonarían por décadas. El estado de guerra es la guerra. Sí, la

guerra con todas sus consecuencias. La guerra que México hubiera querido proscribir para siempre de los métodos

de convivencia civilizada, pero que en casos como en el presente y actual

desorden del mundo constituye el único medio de afirmar nuestra independencia y

de conservar intacta la dignidad de la República.

Por segunda vez en menos de un siglo nuestra nación entraba en un conflicto global.

Pero esta vez la batalla no se libraría únicamente en nuestro territorio. La

participación de México en la guerra tomaría tres formas distintas, cada una

con su propia historia de sacrificio y valor. Primero, el envío masivo de

materias primas y recursos naturales para apoyar el esfuerzo bélico aliado.

El petróleo mexicano, recién nacionalizado, fluyó hacia las fábricas

estadounidenses como sangre en las venas de la maquinaria de guerra aliada.

Minerales, maderas, alimentos. La tierra mexicana entregó sus riquezas para la

causa. Segundo, el programa brasero, un acuerdo laboral firmado el 4 de agosto

de 1942 entre México y Estados Unidos, que

permitió que cientos de miles de trabajadores mexicanos cruzaran la frontera para cultivar los campos

abandonados por los soldados americanos que marchaban a Europa y Asia. Estos

hombres, con sus manos callosas y su espíritu inquebrantable fueron soldados

sin uniforme en una guerra económica. Sus remesas ayudaron a sostener familias

enteras en México mientras sus cuerpos se doblaban bajo el sol californiano. Se

les prometió trato digno, alojamiento adecuado, alimentación suficiente y un

salario justo de 30 centavos por hora. La realidad, como suele suceder, distaba

mucho de lo prometido en el papel. Y tercero, la creación del Escuadrón 2011

de la Fuerza Aérea Expedicionaria Mexicana. Las águilas aztecas, como

pronto serían conocidos, representarían la participación militar directa de

México en el conflicto. Tras meses de entrenamiento riguroso en bases

estadounidenses, estos 300 valientes fueron enviados a Filipinas para combatir a las fuerzas

japonesas que ocupaban el archipiélago. Entre junio y agosto de 1945

completaron 96 misiones de combate, 785 salidas ofensivas y seis defensivas.

acumularon 2,842 horas de vuelo, de las cuales 1966

fueron en combate. Sus P47 Thunderbolts, con la insignia mexicana pintada en el fuselaje, sembraron el pánico entre las

tropas japonesas en las operaciones de Luzón y Formosa. Cinco pilotos mexicanos

quedaron enterrados en tierra extranjera, uno derribado en combate,

otro estrellado durante una misión y tres perdidos cuando sus aviones se

quedaron sin combustible sobre el vasto océano Pacífico.

Pero hay una cuarta historia, mucho menos conocida, que permaneció enterrada en los archivos por décadas. La de

aquellos mexicanos que por azares del destino terminaron prisioneros del

régimen nazi y vivieron para contar una experiencia extraordinaria que desafía

nuestra comprensión de la guerra y del valor humano. Francia, 1943.

La Europa ocupada por los nazis es un laberinto mortal para cualquier

extranjero. La Gestapo, la temible policía secreta alemana, mantiene un

férreo control sobre los territorios conquistados. Las redadas son frecuentes, las detenciones arbitrarias,

las deportaciones masivas. En las calles de París, de Marsella, de Lón, el miedo

se respira como el humo de los cigarrillos. En este escenario, algunos mexicanos quedaron atrapados en la