Los Fantasmas de Petrópolis: La Caída del Instituto Beltrão

Cuando Marta Cavalcante forzó la ventana lateral del pabellón condenado, diecisiete años después de haber huido de allí con las muñecas marcadas por contenciones de cuero, lo primero que sintió no fue miedo. Fue una certeza visceral, fría y afilada: el Dr. Augusto Beltrão jamás imaginó que ella volvería para desenterrar lo que él creyó haber sepultado para siempre en aquellos sótanos fétidos.

El Instituto de Reposo Mental Beltrão, erguido en 1954 sobre las colinas sombrías de Petrópolis, había sido clausurado por vigilancia sanitaria en 1979. Sin embargo, nadie investigó jamás lo que ocurría realmente en los pasillos del tercer piso, donde los niños —internados por familias desesperadas o simplemente porque resultaban “inconvenientes”— desaparecían en tratamientos que no figuraban en ningún registro oficial.

Marta tenía apenas nueve años cuando fue abandonada allí por una tía que no soportaba criar a una sobrina huérfana. Lo que vivió en aquellos 412 días, antes de escapar por un ducto de ventilación, la transformó en algo que oscilaba entre una sobreviviente y una bomba de tiempo humana. Ahora, a los 26 años, cargaba en su mochila una linterna, una palanca de acero y una copia clandestina de los planos del sanatorio que había robado del archivo municipal.

Sus dedos temblaban, no por nerviosismo, sino por una furia contenida que martilleaba en sus sienes como un segundo corazón. Sabía exactamente dónde buscar: la Sala 304. El archivo muerto que Beltrão mantenía bajo siete llaves, el lugar donde guardaba los expedientes reales de los niños sometidos a sus experimentos brutales: electrochoques no regulados, aislamiento sensorial y drogas psiquiátricas administradas en dosis que derretían la personalidad como cera al sol.

El doctor continuaba libre, respetado en su consultorio particular, atendiendo a la élite carioca que lo veía como un pionero de la psiquiatría moderna, sin imaginar que sus manos pulidas habían sostenido electrodos contra las sienes de decenas de niños que gritaban hasta sangrar por la garganta. Marta avanzó por el pasillo, donde el papel tapiz se descascaraba en tiras que parecían piel muerta y el olor a moho se mezclaba con el hedor dulzón del miedo cristalizado en las paredes.

Cada paso sobre la madera podrida resonaba como una acusación. Ella no estaba allí solo por sí misma. Estaba allí por Renato, por Júlia, por Cláudio, por todas las criaturas cuyos nombres había memorizado en los susurros nocturnos compartidos entre las rejas de las celdas disfrazadas de cuartos terapéuticos. Algunos nunca salieron vivos. La venganza que Marta planeaba no implicaba violencia física; sería algo infinitamente más devastador. Iba a exponer cada página, cada nota clínica sádica, cada firma que probaba la complicidad de una red entera de médicos, enfermeros y administradores.

Cuando terminara, el nombre Beltrão no sería sinónimo de ciencia, sino de horror.

Marta empujó la puerta de la sala 304 con la base de la palanca. La madera cedió con un estallido seco que reverberó por el pasillo fantasma como el disparo de salida en una carrera contra el tiempo. El cuarto estaba tal como lo había imaginado en sus noches de insomnio: archivos de metal oxidado, un escritorio volcado y una capa espesa de polvo que transformaba cada respiración en un acto de profanación.

La linterna cortó la oscuridad revelando estantes repletos de carpetas amarillentas. Algunas tenían nombres escritos a mano; otras, solo números que reducían vidas enteras a cifras frías. Sintió que las piernas le flaqueaban, no por miedo, sino por el peso aplastante de la verdad documentada. No era un delirio. Los horrores no eran invenciones de una mente traumatizada, sino registros meticulosos de una crueldad sistemática.

Sus dedos recorrieron los lomos de los archivos con una reverencia enferma. Silva, Andrade, Fonseca, Rodrigues, Mendes. Marta sacó su propia carpeta: Cavalcante, Marta Regina, expediente 847. La abrió con manos temblorosas. Allí estaba la anamnesis falsificada por su tía y, luego, las notas de Beltrão en su caligrafía elegante: “Paciente resistente. Aplicados 22 ciclos de terapia electroconvulsiva sin anestesia. Resultado: docilidad temporal. Se recomienda aislamiento sensorial prolongado para quebrar resistencia psicológica”.

Marta sintió la bilis subir por su garganta, pero la tragó. Comenzó a fotografiar cada página, el flash estallando como pequeñas explosiones de justicia diferida. Llevaría todo a Regina Furtado, la periodista de investigación del Jornal do Brasil. Pero sabía que Beltrão no caería solo; los expedientes mencionaban políticos, laboratorios y desvío de fondos públicos.

De repente, un ruido la paralizó. Pasos. Alguien subía las escaleras.

Marta apagó la linterna y se agazapó tras los archivos, empuñando la palanca. Los pasos se detuvieron cerca de la sala 304. Una voz masculina, ronca y cargada de emoción, rompió el silencio: —Sé que hay alguien ahí. Vi la luz desde la calle. Me llamo Fernando Andrade. Estuve internado aquí en 1976. Si buscas los archivos de Beltrão, puedo ayudar, porque yo también vine a buscar el mío.

Fernando Andrade. Marta recordaba ese nombre. Un niño delgado que lloraba por las noches y que desapareció tras una “transferencia”. Ella bajó la guardia, pero lo puso a prueba preguntando por la enfermera Conceição. Cuando él respondió correctamente, confirmando que la mujer fue despedida por dar analgésicos a un niño torturado, Marta abrió la puerta.

Fernando, ahora un hombre de treinta años con ojos de náufrago, entró. Juntos, pasaron la noche documentando el horror. Fernando no solo traía una cámara, sino años de investigación: nombres, direcciones y una red de sobrevivientes. Ya no era una misión suicida de una sola mujer; era el inicio de una guerra.

Al amanecer, huyeron en la vieja furgoneta de Fernando hacia Río de Janeiro. En el apartamento de él en Madureira, convertido en un cuartel general, Marta vio la magnitud del enemigo. Fotos de Beltrão con senadores, empresarios y farmacéuticas. Comprendieron que un simple artículo de periódico no bastaría; necesitaban una tormenta legal perfecta.

Tres días después, se reunieron con Júlia Fonseca en un café discreto de Tijuca. Júlia, marcada por años de traumas y diagnósticos falsos para encubrir los abusos de su padrastro, temblaba al contar su historia. —Necesito saber si esto servirá de algo —dijo Júlia, con la voz rota, mirando a Marta y a Fernando—. Si exponerme solo servirá para que él se proteja más, prefiero volver a mi silencio.

Marta se inclinó sobre la mesa y tomó la mano de Júlia. Su agarre era firme. —No será en vano, Júlia. No vamos a pedirles que admitan la culpa. Vamos a obligar al mundo a ver lo que hicieron. Tenemos los documentos. Tenemos sus firmas. Y ahora, nos tenemos los unos a los otros. Beltrão te quitó tu infancia, pero no dejaremos que se quede con tu futuro.

Júlia asintió, secándose las lágrimas. Fue el tercer pilar que necesitaban.

La ofensiva comenzó dos semanas después. No fue un solo golpe, sino una avalancha. El domingo por la mañana, el Jornal do Brasil publicó un reportaje especial de doce páginas firmado por Regina Furtado, titulado: “La Casa de los Gritos: El Holocausto Privado del Dr. Beltrão”. Las fotos de los expedientes, con la inconfundible caligrafía del médico prescribiendo torturas a niños de siete años, estaban en primera plana.

Simultáneamente, un prestigioso bufete de abogados de derechos humanos, contactado por Fernando, presentó una demanda colectiva ante el Ministerio Público Federal, respaldada por las pruebas documentales y los testimonios grabados de diecisiete sobrevivientes.

La reacción de la sociedad carioca fue un terremoto. El consultorio de Beltrão en Ipanema amaneció cubierto de pintura roja y grafitis que decían “Asesino”. Los políticos que aparecían en las fotos intentaron distanciarse, pero la documentación era demasiado precisa; las facturas de los laboratorios farmacéuticos y los registros de sobornos arrastraron a figuras poderosas al fango.

El Dr. Augusto Beltrão fue arrestado un martes lluvioso de noviembre. Las cámaras de televisión capturaron el momento en que el anciano, siempre impecable, era sacado de su mansión esposado, tratando de cubrirse el rostro con un abrigo de lana. Ya no parecía el gigante intocable de la psiquiatría; era solo un hombre viejo y cobarde enfrentando la ira de sus víctimas.

El juicio duró dos años. Marta, Fernando y Júlia testificaron. Fue doloroso, brutal y agotador, revivir cada descarga eléctrica, cada noche de aislamiento ante un jurado. Pero cada vez que flaqueaban, se miraban entre ellos y encontraban la fuerza para continuar.

Beltrão fue condenado a 48 años de prisión por tortura, fraude, secuestro y práctica ilegal de la medicina. Murió tres años después en la enfermería de una penitenciaría común, solo y olvidado por la élite que una vez lo aplaudió.

Un mes después de la muerte de Beltrão, Marta volvió a Petrópolis. El edificio del instituto estaba siendo demolido para dar paso a un parque memorial. Fernando estaba allí, junto a Júlia y otros sobrevivientes. Observaron cómo las máquinas derribaban las paredes de la Sala 304, viendo cómo el polvo de los ladrillos se elevaba hacia el cielo.

Marta sintió que el peso que llevaba en el pecho desde los nueve años finalmente se disolvía. No había borrado el pasado; las cicatrices seguían allí, invisibles bajo la piel. Pero los fantasmas ya no gritaban. Por primera vez en su vida, el silencio en su cabeza no era de miedo, sino de paz.

—Se acabó —dijo Fernando, pasando un brazo por los hombros de Marta.

Marta sonrió, y esta vez, el gesto llegó a sus ojos. —Sí —respondió ella, mirando las ruinas—. Se acabó. Ahora podemos empezar a vivir.