En el año 25 d.C., en una Roma de poder y decadencia, nació Valeria Mesalina. Aunque por sus venas corría la sangre imperial de Augusto, su familia estaba en la ruina, con una fortuna dilapidada por su madre. Mesalina, sin embargo, poseía un arma más valiosa que el oro: una belleza peligrosa, un rostro angelical que escondía los instintos de una depredadora.

A los catorce años, su familia la usó como moneda de cambio, casándola con Claudio, un hombre de cincuenta años considerado el hazmerreír de Roma. Débil, tartamudo y cojo, la aristocracia lo trataba como a un idiota. Pero el destino es impredecible. Cuando el emperador Calígula fue brutalmente asesinado, el caos se apoderó de Roma. En medio de la confusión, los guardias pretorianos encontraron a Claudio escondido tras una cortina, temblando de miedo. En una decisión absurda que cambiaría la historia, lo proclamaron emperador.

De la noche a la mañana, Mesalina, con solo dieciséis años, se convirtió en la emperatriz del imperio más poderoso del mundo. La joven pobre que nada tenía, de repente lo tuvo todo, y demostraría tener un hambre insaciable.

Mientras Claudio intentaba gobernar el imperio, Mesalina se dedicó a gobernar los dormitorios. Su primer movimiento fue eliminar a sus rivales. Su cuñada, Julia Livila, fue exiliada simplemente por ser demasiado hermosa. Luego vinieron los amantes. Empezó forzando al cónsul Junio Silano, pero uno nunca era suficiente. Su apetito era tan voraz que necesitaba nuevas conquistas cada noche.

El palacio imperial se transformó en su burdel personal, donde senadores y nobles eran obligados a satisfacerla bajo amenaza. Los banquetes oficiales se convertían en orgías dionisíacas. Pero incluso el palacio se le quedó pequeño.

Su vicio necesitaba más emoción. Mesalina comenzó a drogar a su esposo, el emperador, para que durmiera profundamente y no sospechara de sus noches de perdición. Se disfrazaba de prostituta, adoptando el nombre de “Lisisca”, y se escabullía a los lupanares del Subura, el barrio más bajo y peligroso de Roma. Allí, entre esclavos y gladiadores, la emperatriz aceptaba clientes por unas pocas monedas.

Su hazaña más escandalosa quedó registrada por los historiadores: desafió a la prostituta más experta de la ciudad a una competencia para ver quién podía aguantar a más hombres en una sola noche. Mesalina ganó, tras atender a veinticinco hombres consecutivos.

Su lujuria era igualada por su crueldad. Cualquier hombre que la rechazaba, firmaba su sentencia de muerte. El famoso filósofo Séneca fue exiliado por negarse a ser uno de sus amantes. El noble Apio Silano osó rechazarla y, pocos días después, fue acusado falsamente de traición y ejecutado. El palacio se convirtió en un campo de batalla sexual donde decir “no” a la emperatriz era un suicidio.

Mientras Roma tenía dos gobernantes —Claudio de día y Mesalina de noche—, la emperatriz encontró su obsesión final: Cayo Silio, considerado el hombre más guapo de Roma. Él no solo se convirtió en su amante, sino en su cómplice.

Cegados por la ambición y el deseo, planearon lo impensable: derrocar a Claudio y gobernar Roma juntos. En un acto de locura absoluta, mientras Claudio estaba fuera de la ciudad, Mesalina, aún casada con el emperador, celebró una boda pública con Cayo Silio. En el banquete nupcial, comenzaron a repartir cargos del nuevo gobierno.

La traición finalmente llegó a oídos del emperador a través de su liberto Narciso, quien, temiendo por su propia vida si la conspiración triunfaba, le reveló toda la verdad a un Claudio aterrorizado.

El despertar de Claudio fue brutal. Por primera vez, actuó con decisión. Los conspiradores fueron rodeados y arrestados. Cayo Silio y la mayoría de los amantes de Mesalina fueron ejecutados de inmediato.

A Mesalina se le dio la oportunidad de quitarse la vida, pero el coraje que tuvo para su vida de excesos la abandonó frente a la muerte. Fue encontrada por un centurión en los Jardines de Lúculo. Allí, temblando, ya no por el placer sino por el miedo, la emperatriz de 24 años que había convertido Roma en su burdel personal, fue ejecutada por la espada.

Tras su muerte, el emperador Claudio ordenó la Damnatio Memoriae: todo rastro de su existencia debía ser borrado, sus estatuas destruidas y su nombre eliminado de los registros. Sin embargo, paradójicamente, el intento de borrarla de la historia aseguró que su leyenda de vicio y poder sobreviviera para siempre.