Santa Eulalia o El Proyecto 93
En lo alto de las colinas secas de Andalucía, donde el viento soplaba con una voz antigua, se alzaba el orfanato de Santa Eulalia. Fundado en 1791 por una rama extinta de la Orden del Silencio, el edificio de piedra caliza, agrietado como un rostro anciano, había desaparecido de todo registro municipal en 1830. Sin embargo, seguía funcionando.
Su cruz de hierro oxidada vigilaba el valle, y su campana sonaba puntualmente a las 3 de la madrugada, aunque nadie se atreviera a tocarla.
El padre Agustín, un sacerdote de mirada ausente y hábito impecable, era la única autoridad visible sobre los 93 niños del orfanato. Pero Santa Eulalia no era un refugio común. En sus corredores no se oían pasos infantiles, sino el eco de alguien que los imitaba. Las camas de hierro tenían manchas que ni el jabón ni las oraciones podían borrar. Y aunque los 93 niños no estaban abandonados —cada uno poseía un objeto, como un medallón o una caja de música, de una familia que nunca existió—, ninguno envejecía. Fotos antiguas mostraban los mismos rostros desde hacía más de treinta años. No mudaban dientes, no enfermaban, no cambiaban de ropa.
Los aldeanos murmuraban sobre una mujer de blanco vista peinando a los niños en noches de tormenta, aunque allí no vivía ninguna mujer. Los niños compartían los mismos sueños: pasillos sin fin, escaleras inmóviles y ojos en las paredes que lloraban cera caliente. Cuando un nuevo ingresado preguntaba cuándo podría irse, el padre Agustín respondía sin pestañear: “Cuando estés completo”. Nadie sabía qué significaba, pero tras esa respuesta, el niño desaparecía, y una nueva placa con un nombre en latín aparecía en la capilla.
El misterio se profundizó en 1849, cuando un inspector enviado desde Sevilla desapareció dentro de sus muros. Sus apuntes, hallados junto a una cruz invertida tallada en una celda vacía y rodeada de marcas de uñas diminutas, hablaban de “experimentos morales”, de la “pureza del sufrimiento infantil” y de un “Proyecto 93”, que buscaba devolver a la vida a los inocentes a través del dolor repetido y el canto litúrgico.
Poco después de la desaparición del inspector, en marzo de 1849, un hombre llamado Tomás Behar llegó a la aldea. Vestía un uniforme descolorido y hablaba con un acento libresco. No buscó comida ni refugio, solo preguntó: “¿Sigue en pie el orfanato?”.
El portón de hierro se abrió para él con una respiración profunda. Dentro, los 93 niños lo esperaban en silencio. El padre Agustín apareció entre las sombras. “Ha vuelto el ojo”, dijo el sacerdote.
Behar asintió. “Traigo la última fórmula. El salmo final.”
Los niños se colocaron alrededor del altar y comenzaron a cantar. No era latín ni griego, sino un lenguaje de lamento y esperanza torcida. Mientras Behar anotaba fríamente en su cuaderno (“Activación del protocolo de recogida. Olor: Incienso mezclado con sangre.”), los niños, uno por uno, se desplomaron. No cayeron; se deshicieron, como si el aire les robara la estructura, dejando solo sus libros y sus objetos.
Cuando solo quedaron cinco, el canto cesó. “La carne ha hablado. El número es suficiente”, susurró el padre Agustín. Uno de los niños restantes entregó a Behar un sobre sellado con cera negra. “Debe llevar esto a Córdoba”.
Behar se marchó sin mirar atrás. Al día siguiente, el orfanato había desaparecido. En su lugar, solo quedó un terreno vacío, cubierto de piedras negras ajenas a la geología del lugar y un árbol seco del que colgaban 93 tiras de tela blanca, cada una con un nombre. El cuaderno de Behar no fue encontrado hasta 1924, en Salamanca, clasificado bajo “Liturgias Incompletas”.
Pero el ritual no había traído paz. En el invierno de 1850, Lorenzo Gálvez, un funcionario eclesiástico en Sevilla, recibió una carta anónima: “El rebaño ha sido reducido, pero no redimido. El pastor aún espera”. Lorenzo reconoció la caligrafía: pertenecía a “El testamento de los nombres silenciosos”, un tratado herético sobre almas suspendidas. En el tratado, encontró un dibujo del orfanato y una lista de nombres. Uno lo dejó helado: “Efraín Bejar, 7 años, intacto”. Efraín era el hijo de Tomás Behar, declarado muerto décadas antes, pero cuyo entierro nunca se registró.
Atormentado por los sueños compartidos de los niños, Lorenzo viajó a las ruinas. En lugar del edificio, encontró un claro con una piedra circular en el centro, cubierta por 93 marcas en espiral. Al tocarla, Lorenzo cayó de rodillas, sus ojos se volvieron blancos y murmuró una oración invertida. Cuando sus asustados acompañantes pudieron mirar de nuevo, Lorenzo ya no estaba. Sobre la piedra, había una pequeña figura de madera tallada, idéntica a las que dejaron los niños al desvanecerse.
El horror de Santa Eulalia tenía raíces más profundas. Una carta de 1851 culpaba a una tal Hermana Basilia por “intentar replicar la promesa”. En 1852, el archivero Joaquín del Real encontró la confesión de Basilia: ella había hecho una promesa mariana, ofreciendo 93 almas puras para que la Virgen se manifestara. Pero la entidad que respondió no trajo consuelo. “Los niños no lloran por hambre”, escribió Basilia, “lloran cuando les acercamos los espejos. No pueden soportar lo que ven”.
En 1853, un intento de exorcismo fracasó estrepitosamente. El agua bendita se evaporaba y los sacerdotes oían una voz infantil en sus mentes repitiendo: “93, 93, 93”.

El Vaticano hizo un último intento en el invierno de 1854, enviando a siete monjas de la Orden de la Visitación para purificar el lugar. Lideradas por la Hermana Marcela, descendieron a la cripta circular. No hallaron huesos, sino 93 figuras de cera con proporciones sutilmente incorrectas, como esculpidas por alguien que solo había imaginado a un niño. Una a una, las monjas perdieron el habla, y de sus gargantas comenzaron a salir las voces de los 93 niños. Días después, solo encontraron sus hábitos doblados en círculo. En el centro, había una nueva figura de cera, más grande, con los ojos abiertos y el rostro real de la Hermana Marcela.
El Vaticano selló el terreno con una verja de hierro y una inscripción: NON NUMERABIS. No contarás.
A finales de ese año, el escéptico Leandro Pascual fue enviado a redactar el informe final. En la cripta, numeró las figuras de cera. Había 93, más la de Marcela, y una más: una figura sin rostro, sin forma definida, aún tibia. Leandro fue encontrado a la mañana siguiente, inmóvil frente a la verja, con una frase escrita en carbón sobre su camisa: “Vuelta no es regreso, es repetición”.
Su cuaderno, encontrado en 1923, reveló la verdad más aterradora: contenía un mapa de España con 12 cruces. Santa Eulalia era solo una. Un historiador que revisó el caso envió una sola carta antes de desaparecer: “No eran niños. Eran los pecados no nacidos, las confesiones sin arrepentimiento que tomaron forma. Fueron llamados con fervor”.
La historia se convirtió en un eco, hasta 1872, con el nacimiento de Isandro. Nacido con los ojos cerrados y el corazón latiendo al revés, su padre analfabeto susurró al verlo: “Él recuerda”.
A los cinco años, Isandro hablaba latín y dibujaba obsesivamente una estructura circular: 93 habitaciones, una cripta, una figura sin rostro. Los frailes lo devolvieron, aterrados; el niño caminaba de espaldas por la noche, murmurando nombres de monjas muertas. “La figura 93 aún no ha sido terminada”, decía.
En 1884, a los 12 años, Isandro desapareció. Fue visto por última vez siguiendo una hilera de ramas dispuestas en espiral.
El proyecto no había muerto; se había concentrado. En los archivos eclesiásticos, una única entrada sin fecha fue encontrada, refiriéndose a un registro bautismal sin templo: “Figura reservada para el que recuerda. La figura número X13” (o 93).
Los ecos continuaron: en 1891, niños sordomudos dibujaban la figura sin rostro; una restauradora de arte, Isabel Luque, encontró la misma figura pintada bajo un retablo, justo antes de que su taller ardiera hasta los cimientos.
Finalmente, una niña en Salamanca, analfabeta, comenzó a escribir compulsivamente en una lengua litúrgica muerta. Los académicos solo pudieron traducir una frase recurrente, la misma que cerraba el ciclo y confirmaba el destino de Isandro y la naturaleza de Santa Eulalia. La niña escribió: “Las puertas de la figura solo se abren hacia adentro”.
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