A Severina le dijeron que era especial. Que su sangre era pura, que nadie fuera de los muros de la hacienda podría entender el don que corría por sus venas. Pero lo que no sabía, lo que no podía saber, era que aquello que llamaban bendición era la maldición que la familia Batista venía arrastrando de generación en generación.

Tenía 13 años cuando le dijeron quién sería su marido. Él tenía 15. Y él era Damião, su hermano.

Esto no es una ficción antigua ni una monarquía europea olvidada. Es el sertão de Paraíba, escondido en los pliegues del Cariri, en caminos de tierra que no aparecen en ningún mapa. Familias que aún practican lo que el resto del mundo finge que nunca existió. No solo consanguinidad, sino algo mucho más antiguo: un sistema de creencias arraigado en el aislamiento, el orgullo y un Dios moldeado a su propia imagen.

La propiedad no tenía nombre en los registros oficiales de São João do Cariri. Algunos la llamaban “Hacienda Pedra Seca”; otros, simplemente “las tierras de los Batista”. Queda a casi 60 km de la ciudad, por un camino que desaparece cuando llueve. No hay cercas visibles, solo piedras blancas clavadas en la tierra roja marcando el límite.

Lo primero que se notaba al llegar era el silencio. No el silencio común del sertão, sino uno pesado, denso, como si la tierra hubiera aprendido a guardar secretos. Las casas eran bajas, de adobe, pintadas de un blanco sucio. Las ventanas, pequeñas y siempre cerradas, incluso bajo el calor de 40 grados.

Severina nunca cuestionó nada. Todos los adultos que conocía hablaban el mismo idioma. Cada fotografía en la casa mostraba los mismos rostros: piel demasiado clara para el sol, ojos hundidos y distantes. Los nombres se repetían como un eco: José Batista, Maria Batista, Firmino Batista, Custódia Batista. Siempre Batista. No había extraños, solo parentesco.

La ciudad más próxima había aprendido a no hacer preguntas. Los rumores eran demasiado extraños: niños con aflicciones, dedos pegados, labios partidos desde el nacimiento. Mujeres que desaparecían después del parto y volvían meses después, con la mirada vacía.

La verdad nunca se perseguía. Era más seguro así. La gente aún recordaba lo que le pasó al inspector de salud en 1979. Su nombre era Antônio Freitas. Insistió en entrar para un censo de vacunación. Fue visto por última vez cruzando el portón de madera. Su auto fue encontrado tres días después, abandonado. Antônio Freitas nunca más fue visto. El caso se archivó como desaparición.

La Matriarca y el Libro

 

Para entender a Severina, hay que entender a Firmina Batista.

Firmina nació en 1891 y llegó al Cariri en 1918, viuda, con tres hijos y una obsesión: la pureza. No pureza racial, sino de linaje. “Dios me mostró”, decía, “que la sangre elegida no puede mezclarse, que la salvación está en mantener la línea cerrada”.

Compró 300 hectáreas de tierra dura y aislada, el lugar perfecto para construir su “reino de sangre pura”. Cuando su hijo mayor, José, cumplió 18 años, lo casó con su propia hermana, Maria, de 16. Los encerró tres días en un cuarto sin comida hasta que aceptaron. Maria dio a luz cinco veces. Dos bebés nacieron muertos. Otro vivió tres días. Una niña nació con el rostro deformado y murió al año. Maria, destruida, murió en el quinto parto a los 24 años.

En 1932, Firmina ordenó construir la capilla. Allí no había crucifijo. En su lugar, colgó su propio retrato, pintado en 1954, dos años antes de su muerte. En él, Firmina mira dura, solemne, eterna. Debajo del retrato, sobre un mueble tosco, descansaba el libro.

El “Testamento de Sangre” era su obra maestra. 340 páginas escritas a mano, encuadernadas en cuero. En él estaban las reglas, los mandamientos y los registros. Cada nacimiento, cada matrimonio, cada muerte, anotados con detalle. Firmina planeaba las uniones con décadas de antelación, como si criara ganado.

En la página 287 escribió: “La sangre no yerra. Cuando el hermano conoce a la hermana, no hay pecado, hay retorno. Cuando el padre conoce a la hija, no hay abominación, hay continuidad”.

Firmina murió en 1956, pero su doctrina, su retrato y su libro siguieron gobernando.

 

El Precio de la Pureza

 

Fue bajo esa doctrina que Severina fue criada. La vida era un ritual silencioso. Las niñas aprendían que sus cuerpos no eran suyos, sino de la familia. “Ustedes son vasijas”, decía la abuela Custódia. “Y una vasija no elige lo que carga, solo carga”.

Severina había visto el precio. A los 8 años, escuchó el grito de su prima Josefa, de 16, casada con su tío. No fue un grito de parto, fue algo animal. Luego, silencio. Por la rendija de la puerta, Severina vio el bulto morado en una palangana. Vio a Josefa temblando, con los ojos vacíos. Josefa dejó de hablar. Seis meses después estaba embarazada de nuevo. Murió en el parto a los 17 años.

El bebé sobrevivió, pero nació sordo y mudo. Fue criado por otra tía y a los 12 años, también fue prometido a una prima.

Detrás de la capilla, Severina había contado las piedras. Eran 47 piedras blancas, pequeñas, clavadas en la tierra dura. 47 niños que no vivieron, 47 secretos enterrados. Y aun así, los matrimonios continuaban.

 

La Promesa y la Fuga

 

El calor de marzo de 1998 era seco como un hueso cuando le dieron la noticia. Severina, de 13 años, estaba en cuclillas en el suelo de tierra de la cocina, pelando yuca.

Su abuela, Doña Custódia, entró. Tenía 64 años, pero parecía de 80. “Te casas en junio”, dijo la vieja, sin mirarla. “Con Damião”.

Damião. Su hermano. El que dormía en el cuarto de al lado, separado solo por una pared fina.

Severina dejó de pelar, pero no soltó el cuchillo. Su cerebro intentó entender lo que ya sabía desde siempre. “Sí, abuela”, respondió. Porque eso era lo que se hacía: obedecer.

Esa noche, Severina miró el techo y sintió algo que no tenía nombre. Oyó a Damião respirar al otro lado de la pared. Y por primera vez sintió asco. No de él, sino de sí misma, de la sangre que la aprisionaba.

Junio se acercaba como un buitre, lento, pesado, inevitable. Severina supo que si no hacía algo, se convertiría en otro fantasma, en otra piedra blanca detrás de la capilla.

Unas semanas después del anuncio, Severina supo la verdad: estaba embarazada. Tenía tres meses. El embarazo no trajo aceptación, sino terror. Vio el destino de Josefa esperándola.

Una noche, dos semanas antes de la boda programada, Severina tomó una decisión. Mientras la casa dormía bajo el pesado silencio del sertão, ella hizo lo impensable. Cogió un trozo de pan seco, se deslizó por la pequeña ventana de su cuarto y corrió.

Corrió descalza sobre la tierra roja bajo la luna, sin saber el camino, guiada solo por el miedo y la necesidad de escapar de las piedras blancas. Le tomó casi dos días, hambrienta y cubierta de polvo, llegar a São João do Cariri.

Entró en la pequeña estación de policía. El oficial de servicio, acostumbrado a disputas por cabras, levantó la mirada.

Entonces Severina, de 13 años, embarazada de su propio hermano, hizo lo que ninguna mujer Batista había hecho en casi un siglo.

Ella habló.

Habló de Firmina, del libro de cuero, de los matrimonios, de las 47 piedras, del inspector Antônio Freitas. Habló hasta que su voz se quebró.

Esta vez, las autoridades no pudieron ignorarlo. El caso explotó. La “Hacienda Pedra Seca” fue allanada. El mundo exterior, ese que Firmina tanto despreciaba, finalmente forzó la entrada.

El reino de sangre pura se derrumbó. Los ancianos fueron arrestados. Los niños, muchos con severos problemas genéticos, fueron puestos bajo la custodia del estado. El libro de Firmina se convirtió en evidencia.

Severina perdió al bebé, un último precio que la sangre le cobró. Pero sobrevivió. Se convirtió en la mujer que rompió el ciclo, la única que finalmente escapó de la mirada penetrante del retrato de Firmina Batista.