El invierno de 1877 descendió sobre los campos de Salamanca con una furia bíblica, una ferocidad que los ancianos de la región no recordaban haber visto en décadas. Las calles empedradas de la ciudad universitaria brillaban bajo una capa perpetua de escarcha, mientras el viento del norte aullaba entre las torres de la catedral como un lamento ancestral, advirtiendo de tragedias por venir. A las afueras, donde los campos de trigo dormían bajo la nieve y el horizonte se desdibujaba en una bruma blanca, se alzaba la Hacienda Valdemoreno.

Era una construcción imponente de piedra y madera, un monumento a la soledad que había visto pasar tres generaciones de la familia Ortega. La casa, con sus muros de un metro de grosor y sus ventanas estrechas como saeteras, parecía diseñada no para vivir, sino para guardar secretos. Las tejas de barro se apilaban sobre vigas oscurecidas por más de un siglo de humo de chimeneas, y en su interior, los pasillos largos y sombríos conducían a habitaciones que olían a humedad, a cera de vela antigua y a algo más difícil de definir: el aroma metálico del miedo acumulado en las paredes.

Isidora Méndez tenía veinticuatro años, aunque su mirada cargaba con el cansancio de una mujer que ha vivido el doble. Había servido en la hacienda desde los quince, y su rostro, que alguna vez tuvo la frescura de una joven campesina llena de esperanzas, ahora mostraba líneas prematuras alrededor de los ojos y la boca. Sus manos, enrojecidas y ásperas por años de fregar suelos de piedra y lavar ropa en el agua helada del pozo, temblaban ligeramente, un reflejo condicionado cada vez que escuchaba los pasos pesados de don Laureano Ortega en el piso superior.

Su hermana menor, Amalia, de apenas veinte años, había llegado a la hacienda tres años atrás. Tras la muerte de su padre, un jornalero que trabajaba las tierras de los Ortega y que falleció de una neumonía mal curada, las hermanas quedaron solas en el mundo. Sin dote, sin educación y sin más familia, Amalia no tuvo más opción que aceptar el puesto de criada que su hermana le consiguió. Era una criatura frágil, más delgada que Isidora, con ojos grandes y oscuros que parecían demasiado viejos para su rostro joven; unos ojos que rara vez sonreían y que siempre vigilaban las puertas.

El dueño de todo aquello, Don Laureano Ortega y Salazar, era conocido en toda la región como un hombre de negocios implacable. A sus cincuenta y dos años, había heredado no solo tierras extensas que abarcaban leguas, sino también una reputación de severidad que bordeaba la crueldad sádica. Vestía siempre de negro riguroso, como correspondía a un viudo desde hacía quince años, y portaba un bastón de ébano con empuñadura de plata. Aquel bastón no era una necesidad física, sino un cetro; lo usaba tanto para caminar como para marcar su autoridad, golpeando el suelo con un ritmo que las criadas habían aprendido a temer. Su bigote gris, cuidadosamente recortado, enmarcaba una boca que pronunciaba órdenes con la frialdad de quien nunca había conocido la contradicción.

En el cercano pueblo de Santa Marta de Tormes, los campesinos hablaban de Ortega con una mezcla de respeto forzado y temor supersticioso. Se decía que había arruinado a familias enteras por disputas de linderos, que cobraba intereses usurarios sobre préstamos de semillas y que había despedido a trabajadores dejándolos sin nada en pleno invierno. Pero nadie se atrevía a enfrentarlo. Don Laureano tenía amigos poderosos en Salamanca: notarios, jueces, incluso un canónigo de la catedral cenaba en su mesa. Su poder era absoluto e intocable.

Aquella tarde de enero, mientras la nieve comenzaba a caer nuevamente sobre los campos, sellando la hacienda del resto del mundo, Isidora preparaba la cena en la cocina. El fuego de la chimenea llenaba la estancia de un calor denso que contrastaba con el frío mortal del exterior. Amalia pelaba patatas junto a la ventana, con la vista perdida en el granero donde los últimos trabajadores del día recogían sus herramientas para huir del frío.

—Isidora —susurró Amalia, rompiendo un silencio que duraba horas. Su voz era apenas un hilo—. Ayer volvió a llamarme a su despacho.

Las manos de Isidora se detuvieron en seco sobre el cuchillo con el que cortaba cebolla. El aire en la cocina pareció volverse sólido. No necesitaba que su hermana explicara más; el tono de su voz lo decía todo. Durante años, Isidora había soportado el mismo infierno. Al principio había intentado resistirse y había recibido bofetadas que le aflojaron los dientes. Había sido encerrada en el sótano sin comida durante dos días. Había sido amenazada con ser enviada a un convento de clausura para “corregir su insolencia”. Eventualmente, había aprendido a desconectarse, a dejar que su mente vagara lejos, hacia un prado verde imaginario, mientras su cuerpo sufría en silencio en aquel despacho. Pero saber que el ciclo se repetía con Amalia, su pequeña hermana, era un dolor que ya no podía tragar.

—¿Te hizo daño? —preguntó Isidora, girándose lentamente.

Amalia asintió apenas y una lágrima solitaria rodó por su mejilla. Se subió la manga del vestido gastado para revelar un moretón violáceo en el brazo izquierdo, la marca inconfundible de unos dedos fuertes apretando con furia.

—Dijo que si me quejaba nos echaría a las dos —sollozó Amalia—. Dijo que nadie nos creería, que somos solo criadas, basura que él alimenta por caridad.

Isidora sintió cómo la rabia familiar, esa brasa que había aprendido a enterrar bajo capas de sumisión, comenzaba a hervir nuevamente, esta vez con una intensidad volcánica. Dejó el cuchillo sobre la mesa con un golpe seco y se acercó a su hermana, tomándola de las manos heladas.

—Algún día —dijo en voz baja, pero con una firmeza que sorprendió incluso a ella misma—, algún día esto terminará.

No sabía entonces que ese día estaba mucho más cerca de lo que imaginaba. La desesperación es una arquitecta eficiente, y esa misma noche, una idea terrible e imposible comenzó a echar raíces en su mente.

Tres días después, aprovechando que Don Laureano inspeccionaba los establos bajo la nevada, Isidora bajó al sótano. Era un lugar que evitaba a toda costa, un antro de piedra que resumaba humedad y olía a tierra y moho. Entre toneles de vino rancio y cajas de herramientas oxidadas, encontró lo que su memoria le había gritado que buscase: unas cadenas gruesas y oxidadas que alguna vez habían servido para atar animales de tiro. Las tomó, sintiendo su peso frío y cruel en las manos, y las escondió bajo un montón de sacos de arpillera. Cuando subió, Amalia la vio y, por primera vez en años, vio en los ojos de su hermana mayor no miedo, sino una determinación absoluta y letal.

—¿Qué hacías ahí abajo? —preguntó Amalia. —Preparando nuestra libertad —respondió Isidora.

El plan era tan simple que resultaba aterrador por su audacia. Don Laureano era un hombre de rutinas inquebrantables. Cada noche, después de cenar, se retiraba a su despacho con una botella de brandy francés. Bebía hasta la medianoche revisando sus libros de contabilidad y luego subía a su habitación, tambaleándose por el alcohol. La hacienda estaba aislada; con la nieve bloqueando los caminos, nadie visitaría la propiedad en días. Era el momento perfecto.

La noche elegida, Isidora sirvió la cena con una calma sobrenatural. Cuando Don Laureano, con voz pastosa, pidió su segunda botella de brandy, Isidora obedeció. Pero antes de llevársela, bajó a la despensa y vertió en el licor una dosis generosa de láudano, un opiáceo que usaban para los dolores de muelas. La mezcla era potente; lo suficiente para tumbar a un caballo.

Una hora después, un golpe sordo resonó desde el despacho. Las hermanas se miraron, asintieron en silencio y entraron. Encontraron a su verdugo desplomado sobre el escritorio, roncando con un hilo de saliva escapando de su boca. Entre las dos, con un esfuerzo titánico nacido de la adrenalina, arrastraron el cuerpo inerte hasta el sótano. Lo encadenaron a las argollas de hierro empotradas en la pared más lejana, en la oscuridad más profunda.

Cuando Don Laureano despertó al amanecer, sus gritos de furia y confusión retumbaron bajo el suelo, pero los gruesos muros de piedra y la nieve exterior se tragaron el sonido. Durante días, las tornas cambiaron. El hombre que había controlado cada aspecto de sus vidas ahora dependía de ellas para un trozo de pan o un vaso de agua. Sus amenazas iniciales se convirtieron en súplicas patéticas, pero Isidora se mantenía impasible.

Sin embargo, el miedo persistía. ¿Qué pasaría cuando alguien viniera a buscarlo? Necesitaban una justificación, algo que asegurara que, si eran descubiertas, el mundo supiera quién era realmente ese hombre.

Fue en la búsqueda de esa seguridad donde la historia dio un giro macabro. Revisando el despacho, encontraron un compartimento oculto tras un panel de madera. Dentro había un diario encuadernado en piel y un cofre con mechones de cabello y daguerrotipos de mujeres jóvenes. Al leer el diario, el horror las paralizó. Laureano había documentado sus “conquistas” durante veinte años: Rosa, Dolores, Teresa… Nombres de criadas que habían “desaparecido” o sido “despedidas”.

Pero fue el descubrimiento de una llave antigua escondida en un libro hueco lo que selló el destino de todos. La llave abría una puerta disimulada en el fondo del sótano, una puerta que Isidora nunca había notado. Al abrirla, el olor a muerte las golpeó. Era una cámara secreta, una mazmorra excavada en la roca. Allí encontraron más cadenas, ropa hecha jirones y, en una esquina, montículos de tierra removida.

Amalia colapsó, hiperventilando. No solo era un abusador; era un monstruo. Esos montículos eran tumbas. Las chicas que habían desaparecido no se habían ido; nunca habían salido de Valdemoreno.

Esa noche, Isidora bajó al sótano por última vez. Don Laureano, demacrado y sucio, la miró con ojos vidriosos.

—¿Por qué? —preguntó ella, mostrando el diario—. ¿Por qué las mataste?

Laureano, viéndose acorralado y quizás creyendo que su confesión no importaba ya, sonrió con una mueca rota.

—Porque podía —susurró con voz rasposa—. Porque eran mías. Porque nadie me detendría.

Isidora asintió lentamente. Una calma fría, más gélida que el invierno exterior, se asentó en su pecho.

—Tenías razón. Nadie te detuvo antes. Pero eso termina ahora.

Subió las escaleras sin mirar atrás. Cerró la pesada puerta de roble del sótano y echó la llave. Luego, con ayuda de Amalia, clavaron tablas de madera sobre la puerta y apilaron viejos muebles, cajas y barriles hasta que la entrada quedó completamente oculta, convertida en una pared más de trastos viejos.

No lo mataron con sus propias manos. Hicieron algo peor: lo dejaron con sus fantasmas, en la oscuridad eterna que él mismo había creado para otras.

A la mañana siguiente, las hermanas Méndez salieron de la hacienda al alba, llevando solo dos maletas pequeñas. Caminaron sobre la nieve crujiente hasta el pueblo vecino y tomaron el primer carruaje hacia Salamanca, y de ahí, un tren hacia Barcelona. Dejaron la casa impecable, como si hubieran salido a hacer un recado.

Semanas después, cuando el notario forzó la entrada de la hacienda preocupado por la ausencia de noticias, encontró una casa vacía y silenciosa. No había rastro de violencia, ni de robo, ni de lucha. Don Laureano y sus criadas simplemente se habían desvanecido. Se organizaron búsquedas, se tejieron teorías, pero nadie pensó en mover las viejas cajas del sótano.

Nadie escuchó los últimos rasguños desesperados detrás de la pared, hasta que el silencio volvió a reinar en Valdemoreno, guardando para siempre el secreto de la justicia que llegó, lenta y terrible, en medio del invierno más frío que nadie pudiera recordar.