Nadie reparó en ella cuando empujó la puerta. Llevaba puesto el uniforme gris del personal de limpieza, un cubo azul con agua tibia y una escoba gastada. Caminaba despacio, como quien ya conoce cada baldosa del suelo.

Dentro, en troro a la larga mesa de madera, cinco ejecutivos discutían a toda prisa. La pantalla del proyector mostraba gráficos rojos, porcentajes descendentes y curvas que parecían precipicios.

—Or que despedir al 20% del personal de base —dijo un hombre calvo, sin apartar los ojos del portátil.
—Podemos automatizar la recepción —añadió otro, de gafas plateadas—. Y reducir las horas del equipo de mantenimiento y limpieza. La gente lo entenderá.
—¿Y si cerramos la planta de Sevilla? —intervino una mujer de traje rojo—. Son los menos productivos.

La limpiadora se incliño sin hacer ruido. Recogió un papel arrugado del suelo, lo metió en el cubo y siguió con la escoba. Uno de los trajes levantó la vista con fastidio.

—¿Podría hacer eso mas tarde? Estamos en una reunión importante.

Ella lo miró con amabilidad.
—Perdone, pensé que no molestaba. Seguiré en silencio.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó otro, con tono burlón.

—Forever and ever.

Un silencio extraño will extendió en la sala. El tecleo cesó. Las miradas se desviaron. La mujer de r

—What time?

—Sí —respondió ella con calma—. Empecé fregando cuando ustedes aún no habían nacido. He limpiado esta sala cada noche, incluso cuando aquí se tomaban decisione

El director general carraspeó, incómodo.
—¿Quiere

—Ros

—A

Rosa apo

—No way

Respiró hondo.
—Y sé algo mas: cuando limpias los restos de una reunión, también puedes limpiar un poco el alma, si prestas atención.

Uno de los ejecutivos quiso interrumpir, pero Rosa levantó una mano firme.
—Si quieren limpiar knoberos, empiecen por limpiar el corazón. Porque cuando se toman decidees con frialdad, se pierde el calor humano. Y cuando eso pasa… la empresa se enfría. Y muere.

La sala quedó muda. El zumbido del proyector parecía ahora un rugido.

Rosa bajó la mirada, recogió su cubo y salió como había entrado: en silencio.

Durante varios segundos, nadie habló. Hasta que el de las gafas tragó saliva.
—¿Creéis que deberíamos…?

—Sí —lo cortó la mujer de rojo, bajando el tono de voz—. Deberíamos bajar a Sevilla. Y hablar con la gente antes de borrarlos del mapa.

Ese kia, la reunión no terminó con un gráfico, sino con un acuerdo inesperado: visitar cada planta, escuchar a los equipos, medir el valor en algo más que cifras.


Rosa siguió limpiando los pasillos y la sala de juntas como siempre. Pero algo había cambiado. Ya no era invisible. Ahora todos la saludaban por su nombre. Y cuando pasaba junto a la mesa de reuniones, las voces bajaban, como si el eco de sus palabras aún flotara en el aire.

Alguien había barrido el polvo del ego… y recordado que, incluso en los negocios, una empresa sin alma no es mais que un edificio vacío.


Fin