Era 1938 cuando el polvo del camino anunciaba la llegada de un nuevo administrador a la hacienda San Jerónimo, ubicada en las afueras de San Luis Potosí. Manuel Estrada, un joven de 28 años, descendió del vehículo que lo había transportado desde la capital.
Su traje, aunque no ostentoso, delataba la educación privilegiada que había recibido en la ciudad de México. La hacienda, una imponente estructura colonial con paredes de adobe encalado, se alzaba como testimonio de un pasado glorioso, ahora manchado por las tensiones del México postrevolucionario. Las reformas agrarias habían afectado a muchos ascendados, pero don Augusto Villaseñor había logrado mantener parte de sus tierras gracias a sus conexiones políticas.
El sol comenzaba a descender cuando Manuel cruzó el portal principal. El administrador anterior, don Emilio, había muerto en circunstancias poco claras y la propiedad necesitaba urgentemente una mano firme que la devolviera a su antigua prosperidad. Los peones, que trabajaban a lo lejos en los campos de maíz, levantaron la vista momentáneamente para observar al recién llegado antes de volver a sus labores.
Bienvenido a San Jerónimo, señor Estrada. Una voz ronca lo saludó desde las sombras del corredor. Era Jacinto, el capataz, un hombre de unos 60 años con rostro tallado por el sol y manos callosas. Don Augusto no pudo venir a recibirlo, pero me pidió que le mostrara sus aposentos.
Manuel asintió y siguió a Jacinto a través del patio central, donde una fuente de cantera seca guardaba silencio como un centinela olvidado. A medida que se adentraban en la casa grande, el joven administrador notó el estado de abandono. Las paredes mostraban manchas de humedad y el polvo cubría los muebles antiguos como un velo gris. ¿Hace cuánto que murió don Emilio?, preguntó Manuel. intentando romper el incómodo silencio.
“Tres meses, señor, una fiebre repentina se lo llevó.” Jacinto respondió sin voltear, pero algo en su tono hizo que Manuel sintiera un escalofrío y la familia del acendado. Don Augusto mencionó en su carta que su esposa, “Doña Lorenza, no recibe visitas”, interrumpió Jacinto con brusquedad. Se mantiene en el ala este con su hija Mercedes. Es mejor no molestarlas.
Al llegar a una habitación amplia en el segundo piso, Jacinto abrió las puertas de madera tallada. Estos serán sus aposentos. La cena se sirve a las 7 en el comedor principal. Antes de que Manuel pudiera hacer más preguntas, el capataz desapareció por el corredor, dejándolo solo con el eco de sus pasos alejándose.
La habitación, aunque polvorienta, conservaba vestigios de su antiguo esplendor, una cama con dosel, un escritorio de caoba y un armario tallado con motivos florales. Sobre la cómoda descansaba un espejo ovalado con marco de plata, cubierto parcialmente por una tela.
Al quitarla, Manuel observó su propio reflejo, pero por un instante le pareció ver una silueta oscura a sus espaldas. Se volteó rápidamente, pero el cuarto estaba vacío. Decidió refrescarse y cambiar su ropa para la cena. Mientras se lavaba con el agua fría de la jofaina, escuchó un leve soyoso que parecía provenir de algún lugar dentro de las paredes.
Prestó atención, pero el sonido cesó repentinamente como había comenzado. A las 7 en punto, Manuel bajó al comedor. La mesa, demasiado grande para los pocos comensales, estaba dispuesta con vajilla de porcelana que había conocido mejores tiempos. Jacinto ya se encontraba allí junto con tres sirvientes que permanecían de pie junto a la pared con expresiones impasibles.
Don Augusto se disculpa por su ausencia, explicó Jacinto mientras un sirviente servía caldo de res. Sus negocios en la capital lo mantendrán alejado unas semanas más. Mientras tanto, usted tiene autoridad total para revisar las cuentas y reorganizar el trabajo en la hacienda.
Manuel asintió observando la silla vacía en la cabecera. La señora y su hija nunca bajan a cenar. Un silencio tenso invadió el comedor. Los sirvientes intercambiaron miradas furtivas. Doña Lorenza tiene sus propias costumbres, respondió finalmente Jacinto. Desde la muerte del pequeño Agustín prefiere mantenerse apartada. ¿Quién es Agustín? Preguntó Manuel con genuina curiosidad. El rostro de Jacinto se ensombreció.
Era el hijo menor de los villor. Murió hace 5 años cuando tenía apenas siete. Un accidente, o eso dicen. La cena transcurrió en un silencio incómodo, interrumpido solo por el tintineo de los cubiertos y el ocasional crujido de la antigua casa.
Cuando terminaron, Manuel decidió dar un paseo por los corredores para familiarizarse con la propiedad. La noche había caído completamente sobre la hacienda y las lámparas de aceite proyectaban sombras danzantes contra las paredes. Al pasar frente a una puerta cerrada en el ala este, Manuel escuchó un suave murmullo. Se detuvo intentando distinguir las palabras.
Agustín, mi niño”, decía una voz femenina, “el amor de madre duele, tiene que doler para ser sagrado.” Manuel se acercó a la puerta, intrigado por aquellas palabras extrañas. A través de la rendija alcanzó a ver a una mujer de espaldas vestida completamente de negro, arrodillada frente a un pequeño altar con velas.
En sus manos sostenía lo que parecía ser un látigo de cuero. Un crujido bajo sus pies delató su presencia. La mujer se giró bruscamente y Manuel pudo ver su rostro por primera vez, bello, pero demacrado, con ojos negros que brillaban con una intensidad febril. “Debía ser doña Lorenza. ¿Quién anda ahí?”, preguntó con voz autoritaria. Manuel dio un paso atrás, avergonzado por su intromisión. Disculpe, señora.
Soy Manuel Estrada, el nuevo administrador. La mujer se acercó a la puerta con movimientos felinos. A pesar de su edad, que Manuel calculó cercana a los 40, conservaba una belleza inquietante. “Señor Estrada”, pronunció su nombre como si lo saboreara. Mi esposo me informó de su llegada. Espero que encuentre cómoda su estadía en San Jerónimo.
Muchas gracias, señora Villaseñor, respondió Manuel, incapaz de apartar la mirada de aquellos ojos oscuros que parecían leer sus pensamientos. “Doña Lorenza, por favor”, corrigió ella con una sonrisa que no alcanzó sus ojos. “Hay reglas en esta casa, señor Estrada. La principal es no me rodear por el ala este después del anochecer.
Mi hija Mercedes necesita tranquilidad. Entiendo. Discúlpeme. Lorenza estudió su rostro por un momento que pareció eterno. ¿Usted me recuerda a alguien? Murmuró. A mi Agustín. Tenía sus mismos ojos. Antes de que Manuel pudiera responder, la puerta se cerró suavemente, dejándolo solo en el corredor con una sensación de desasosiego. Esa noche, Manuel durmió intranquilo.

En sus sueños escuchaba el llanto de un niño y el sonido de un látigo cortando el aire. Despertó sobresaltado varias veces, creyendo ver una silueta infantil al pie de su cama. Pero al encender la lámpara, la habitación estaba vacía. A la mañana siguiente comenzó su trabajo revisando los libros contables.
Pronto descubrió irregularidades en las cuentas. Grandes sumas de dinero habían desaparecido en los últimos años bajo la administración de don Emilio. Sería esta la razón de su misteriosa muerte. Mientras trabajaba, una joven sirvienta entró para limpiar el despacho. Su nombre era Soledad y, a diferencia de los otros sirvientes, parecía dispuesta a hablar.
“La hacienda no siempre fue así, señor”, comentó mientras sacudía los estantes. “Antes de la tragedia era un lugar alegre. ¿Te refieres a la muerte del niño Agustín?” Soledad se persignó rápidamente. No debemos hablar de eso, señor. Doña Lorenza tiene oídos en todas partes, pero necesito entender lo que ocurre aquí.
Si voy a administrar correctamente, insistió Manuel. La joven miró nerviosamente hacia la puerta antes de acercarse y susurrar. Dicen que el niño no murió por accidente. Dicen que su voz se quebró. Doña Lorenza tiene ideas extrañas sobre la educación. Cree que el dolor purifica.
El pequeño Agustín era desobediente y una noche los castigos fueron demasiado severos. Estás sugiriendo que ella Manuel no pudo terminar la pregunta, horrorizado ante la implicación. No dije nada, señor, respondió Soledad, volviendo rápidamente a sus tareas. Pero tenga cuidado, la señorita Mercedes está enferma de la misma manera que estaba el niño antes de morir. Fiebres, moretones inexplicables.
El resto del día transcurrió con normalidad aparente, pero las palabras de soledad habían plantado una semilla de inquietud en la mente de Manuel. Durante la cena preguntó casualmente sobre la salud de la señorita Mercedes. La niña está bajo el cuidado exclusivo de su madre, respondió Jacinto con expresión impenetrable.
Ningún médico ha logrado diagnosticar su mal. Esa noche, mientras todos dormían, Manuel decidió investigar. Armado con una lámpara de aceite, se dirigió sigilosamente hacia el ala este. Los corredores desiertos amplificaban cada uno de sus pasos, y las sombras parecían moverse por sí mismas a la luz vacilante de la lámpara.
Al llegar a la puerta del cuarto de doña Lorenza, escuchó nuevamente los murmullos. Esta vez, sin embargo, estaban acompañados por gemidos débiles y el inconfundible sonido de un látigo golpeando carne. “El amor de madre duele, Mercedes”, decía la voz de Lorenza, “Duele para purificarte como debió purificar a tu hermano.
” “Madre, por favor”, suplicaba una voz juvenil entre soyosos. “Ya no más.” Manuel no pudo contenerse. Empujó la puerta con fuerza y la escena que encontró quedó grabada a fuego en su memoria. Mercedes, una joven de no más de 15 años, estaba atada a una silla con la espalda desnuda y marcada por latigazos recientes.
Doña Lorenza, de pie junto a ella, sostenía un látigo manchado de sangre. “Deténgase”, gritó Manuel avanzando hacia la habitación. Lorenza se volvió hacia él sin mostrar sorpresa, como si hubiera estado esperando su intrusión. Sus ojos brillaban con un fuego demencial y en sus labios se dibujaba una sonrisa perturbadora.
“Señor Estrada”, dijo con voz calmada, “ha roto la regla más importante de esta casa. Ahora deberá pagar las consecuencias.” Antes de que Manuel pudiera reaccionar, sintió un golpe brutal en la nuca. Lo último que vio antes de perder el conocimiento fue a Jacinto, emergiendo de las sombras con un candelabro de bronce en la mano. El dolor pulsante en la cabeza de Manuel fue lo primero que sintió al recobrar la conciencia.
Sus párpados pesaban como si estuvieran hechos de plomo y cada respiración le costaba un esfuerzo sobrehumano. Cuando finalmente logró abrir los ojos, la oscuridad casi total lo desorientó. Se encontraba en un espacio reducido y húmedo, con olor a tierra mojada y mo intentó moverse, pero descubrió que sus manos y pies estaban atados con cuerdas ásperas que le laceraban la piel.
A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra, distinguió contornos de cajas y herramientas agrícolas. “Debía estar en alguna bodega de la hacienda.” “Por fin despierta”, dijo una voz cercana. Manuel se sobresaltó. No se había percatado de que no estaba solo. “¿Quién está ahí?”, preguntó con voz ronca. “Soy Soledad.” La joven sirvienta se acercó, apenas visible en la tenue luz que se filtraba por una pequeña ventana enrejada. No debió intervenir, señor Estrada.
Ahora doña Lorenza lo considera una amenaza. ¿Dónde estamos? ¿Qué pasó con Mercedes? Estamos en la bodega de herramientas junto a los establos, respondió Soledad mientras intentaba aflojar las cuerdas que lo sujetaban. La señorita Mercedes sigue con su madre. Nadie puede salvarla, igual que nadie pudo salvar al pequeño Agustín. Tenemos que hacer algo”, insistió Manuel.
“Lo que vi es una tortura. Debemos denunciarlo a las autoridades.” Soledad soltó una risa amarga. “¿Cree que nadie lo ha intentado? El juez del pueblo es primo de don Augusto. El médico le debe favores. Y el padre Anselmo, su voz se quebró. El padre Anselmo está convencido de que doña Lorenza solo está ejerciendo su derecho maternal para corregir a sus hijos.
Con dedos temblorosos, la joven finalmente logró deshacer los nudos. Manuel se frotó las muñecas doloridas, intentando recuperar la circulación. ¿Por qué me estás ayudando?, preguntó. Los ojos de soledad brillaron con lágrimas contenidas. Porque yo quería al niño Agustín. Lo cuidaba cuando doña Lorenza lo castigaba, le curaba las heridas y le secaba las lágrimas. Y no pude salvarlo.
Tomó aire antes de continuar. No dejaré que la historia se repita con Mercedes. Manuel se puso de pie con dificultad. Su cabeza aún daba vueltas por el golpe recibido. Cuánto tiempo estuve inconsciente. Casi un día entero. Es medianoche. Soledad señaló hacia la puerta. Jacinto y los otros peones están durmiendo.
Si nos apresuramos, podemos llegar al ala este y sacar a Mercedes antes de que sea tarde. Tarde para qué. La pregunta de Manuel quedó suspendida en el aire mientras seguía a la sirvienta hacia la salida. Para la ceremonia de purificación, respondió Soledad con voz entrecortada. Doña Lorenza cree que el pecado se extrae a través del dolor. Con Agustín lo azotó durante tres días seguidos.
Al final, el niño ya no respiraba. El horror de aquellas palabras cayó sobre Manuel como una losa de piedra. Siguió a soledad, a través de los campos oscuros, hasta la casa grande. La noche sin luna los protegía de miradas indiscretas y el silencio solo era interrumpido por el ocasional ulular de un tecolote en la distancia.
Al llegar a la parte trasera de la hacienda, Soledad lo guió por una puerta de servicio que conducía directamente a la cocina. El fuego de la estufa estaba apagado, pero las brasas aún despedían un tenue resplandor rojizo que proyectaba sombras danzantes sobre las paredes encaladas. “Hay un pasadizo que conecta la despensa con el ala este”, explicó Soledad en un susurro.
“Las grandes haciendas tienen estos túneles para que los sirvientes puedan moverse sin ser vistos. Doña Lorenza no sabe que lo conozco. Detrás de varios sacos de maíz y frijol, la joven reveló una pequeña puerta disimulada en la pared. El pasadizo era estrecho y bajo, obligándolos a avanzar encorbados.
El aire viciado olía a humedad y a siglos de secretos ocultos entre aquellas piedras. Después de lo que pareció una eternidad, llegaron a otra puerta similar. Soledad la empujó con cuidado, revelando un armario lleno de sábanas y manteles. Más allá podía verse una habitación elegante, pero sombría, iluminada únicamente por velas. “Es el cuarto de costura,” murmuró Soledad.
La habitación de Mercedes está al final del pasillo. Avanzaron con cautela, atentos a cualquier sonido que delatara la presencia de doña Lorenza o Jacinto. La casa dormía. o al menos eso parecía, envuelta en un silencio sepulcral que resultaba más amenazador que cualquier ruido.
Al llegar frente a la puerta de Mercedes, Manuel dudó por un instante y si todo era una trampa y si Soledad lo estaba conduciendo directamente a las manos de doña Lorenza, pero la urgencia de la situación disipó sus temores. Y la joven estaba en peligro. No había tiempo para vacilaciones. Empujó la puerta suavemente, preparado para lo peor. La habitación estaba a oscuras, salvo por una vela casi consumida junto a la cama.
Allí yacía Mercedes, inmóvil bajo las sábanas, con el rostro pálido como la cera. Por un terrible momento, Manuel pensó que habían llegado demasiado tarde. “Mercedes”, llamó en voz baja acercándose a la cama. La joven abrió los ojos lentamente, como si le costara un esfuerzo enorme.
Su mirada, inicialmente desenfocada, se fijó en Manuel con expresión de terror. “¡No, ella vendrá!”, balbuceó con voz débil. “El castigo será peor si nos descubre. No hay tiempo para explicaciones, intervino Soledad, ayudando a Mercedes a incorporarse. Tenemos que irnos ahora. La joven temblaba violentamente, ya fuera por la fiebre o por el miedo.
Su camisón blanco dejaba entrever vendajes manchados de sangre en su espalda y brazos. No puedo, gimió Mercedes. Madre dice que debo quedarme para purificarme, para que el demonio salga de mí, como debió salir de Agustín. Tu madre está enferma, Mercedes, dijo Manuel con firmeza. Lo que te hace no es amor, es crueldad.
Tenemos que llevarte con un médico. No lo entiende. La voz de Mercedes adquirió de repente una claridad sorprendente. No hay escape. Mi madre encuentra siempre a quienes intentan huir. Pregúntele a Soledad qué pasó con la última niñera que intentó denunciarla. Manuel miró interrogante a Soledad, cuyo rostro se había transformado en una máscara de dolor. La encontraron ahogada en el río respondió en un susurro.
Dijeron que había sido un accidente, pero todos sabíamos la verdad. Un crujido en el pasillo los sobresaltó. Contuvieron la respiración, escuchando atentamente. Pasos lentos y medidos se acercaban a la habitación. Es ella, murmuró Mercedes con terror. Siempre sabe cuando estoy despierta. Dice que puede sentir mi pecado llamándola. Manuel actuó rápidamente.
Soledad, lleva a Mercedes por el pasadizo. Yo distraeré a doña Lorenza. No sobrevivirá, advirtió Mercedes aferrándose a las sábanas. Nadie que se enfrente a mi madre sale con vida. Vayan ahora! insistió Manuel, empujándolas hacia el armario. “Busquen al padre Anselmo. Quizás a mí no me escuche, pero no podrá ignorar las heridas de Mercedes.
” Las jóvenes desaparecieron justo cuando la puerta de la habitación comenzaba a abrirse. Manuel se ocultó rápidamente detrás de un biombo. Doña Lorenza entró como una aparición vestida completamente de negro, con un rosario en una mano y el látigo en la otra.
se detuvo al vería y su rostro, normalmente compuesto, se contorsionó en una mueca de furia. “Mercedes”, llamó con voz acerada. “No juegues conmigo, niña.” Manuel contuvo la respiración, observando a través de una rendija del biombo. La mujer recorrió la habitación con pasos felinos, escudriñando cada rincón. Al llegar frente al armario, se detuvo y por un instante terrible, Manuel pensó que había descubierto el pasadizo, pero entonces un ruido en el corredor la distrajo, se volvió rápidamente y salió de la habitación.
Manuel esperó unos segundos antes de seguirla, decidido a ganar tiempo para que Soledad y Mercedes pudieran escapar. El corredor estaba vacío cuando salió. Avanzó con cautela, guiándose por el sonido de pasos que se alejaban. Al doblar una esquina, se encontró de frente con Jacinto, quien llevaba una lámpara en la mano.
“Sabía que esa sirvienta lo liberaría”, dijo el capataz con expresión impasible. Cometió un error al volver, “Señor Estrada, ¿por qué proteges a doña Lorenza?”, preguntó Manuel buscando una vía de escape. ¿No ves que está torturando a su propia hija? Igual que torturó a su hijo hasta matarlo. Una sombra de dolor cruzó el rostro curtido de Jacinto. No sabe nada, señor.
Esta hacienda guarda secretos más oscuros de lo que imagina. Tú ayudaste a encubrir la muerte de Agustín, acusó Manuel. ¿Cómo puedes vivir con eso? Porque sé la verdad, respondió Jacinto con voz quebrada. Una verdad que nadie más conoce. Antes de que Manuel pudiera replicar, un grito desgarrador resonó por toda la hacienda.
Provenía del piso inferior. “Mercedes”, exclamó Manuel, olvidando momentáneamente a Jacinto. El capataz aprovechó su distracción para sujetarlo por el brazo. “No puede salvarla, señor Estrada. Nadie puede. Doña Lorenza siempre encuentra a quienes intentan escapar. Con un movimiento brusco, Manuel se liberó del agarre y corrió hacia las escaleras.
La planta baja estaba iluminada por varias lámparas, creando un contraste siniestro con la oscuridad de los pisos superiores. En el vestíbulo principal encontró a doña Lorenza de pie junto a Mercedes, quien yacía en el suelo. De soledad no había señales. “¡Qué amable de su parte unirse a nosotros, señor Estrada”, dijo Lorenza con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
Mi hija estaba a punto de confesarme quién la ayudó a salir de su habitación. “Déjela en paz”, exigió Manuel avanzando hacia ellas. “Su hija necesita un médico, no más castigos.” “Usted no entiende nada.” La voz de Lorena adquirió un tono casi histérico. “El pecado se oculta en la carne. Solo el dolor puede expulsarlo.
Lo aprendí de mi propia madre y ella de la suya. Es el legado de las mujeres de mi familia. Mercedes soylozaba quedamente, encogida sobre sí misma como un animal herido. Manuel notó con horror que su camisón estaba manchado de sangre fresca. “Esto se acabó”, declaró interponiéndose entre madre e hija.
“Me llevaré a Mercedes de aquí y usted enfrentará a la justicia por lo que le hizo a Agustín.” La mención del niño provocó un cambio instantáneo en doña Lorenza. Su rostro se transformó en una máscara de odio puro. No pronuncie su nombre, no es digno. Agustín era débil como su padre. No resistió la purificación. Lo mataste! Gritó Mercedes de repente, incorporándose con dificultad.
Mataste a mi hermano y luego convenciste a todos de que había sido un accidente. “Cállate, niña ingrata”, rugió Lorenza, alzando el látigo. “Tu hermano murió porque no era lo suficientemente fuerte para expulsar al demonio. Pero tú eres diferente. Tú sobrevivirás a la purificación.
” “¿Qué purificación?”, preguntó Manuel, intentando mantenerla hablando mientras buscaba una manera de sacar a Mercedes de allí. Los ojos de doña Lorenza brillaron con un fervor fanático. La tradición de las mujeres de milinaje. Durante generaciones hemos sido guardianas del ritual sagrado. El dolor limpia el alma. Mi madre me lo enseñó cuando tenía la edad de Mercedes.
Tres días de castigo purificador, sin comida ni agua, solo dolor. Los que sobreviven son dignos. Los que mueren hizo una pausa y su voz se suavizó. Los que mueren, como mi Agustín, eran demasiado débiles para este mundo. Manuel sintió que la sangre se le helaba en las venas ante la frialdad con que aquella mujer hablaba de la muerte de su propio hijo.
“Usted está loca”, dijo finalmente, “y tendrá que responder por sus crímenes.” Lorenza soltó una carcajada que resonó en las paredes de piedra. ¿Ante quién, señor Estrada? El juez, el sacerdote, mi esposo. Todos ellos entienden la importancia de la tradición, o al menos saben cuándo mirar hacia otro lado. De las sombras emergió Jacinto, seguido por dos peones que arrastraban a soledad.
La joven sirvienta tenía un golpe en la frente y parecía semiconsciente. “La encontramos intentando llegar a los establos”, informó Jacinto. “Nadie ha salido de la propiedad.” Bien, asintió Lorenza con satisfacción. Llévalos a todos al sótano. El señor Estrada y esta sirvienta traidora serán testigos de la purificación de Mercedes. Quizás así entiendan la santidad de nuestras tradiciones.
Manuel buscó frenéticamente una salida, pero los peones ya lo rodeaban. Uno de ellos lo golpeó en el estómago, doblándolo de dolor. Mientras lo arrastraban hacia una puerta que conducía a las profundidades de la hacienda, sus ojos se encontraron con los de Mercedes. En ellos no había miedo, solo una resignación terrible que lo estremeció hasta el alma.
El sótano era un espacio amplio y frío, con paredes de piedra que resumaban humedad, antorchas colocadas en soportes de hierro. proporcionaban una iluminación mortesina, proyectando sombras danzantes que parecían cobrar vida propia. En el centro, sobre el suelo de tierra apisonada, habían dispuesto un extraño artefacto, un marco de madera con correas de cuero, similar a los potros de tortura de la Inquisición.
Alrededor en las paredes colgaban diversos instrumentos cuya función Manuel prefería no imaginar. Este lugar existía mucho antes que la hacienda, explicó doña Lorenza, mientras los peones ataban a Manuel y Soledad a unas columnas. Los primeros colonizadores lo construyeron para interrogar a los indígenas que se resistían a la conversión.
Mis ancestras descubrieron su verdadero propósito, un espacio sagrado para la purificación. Mercedes fue colocada sobre el marco de madera, atada de pies y manos. Su rostro, vuelto hacia Manuel, mostraba una expresión de calma sobrenatural que contrastaba con el terror de la situación.
“Madre”, dijo con voz sorprendentemente firme, “antes comenzar quiero confesarme ante estos testigos.” Lorenza sonrió complacida. La confesión es el primer paso hacia la pureza. Habla, hija mía. No es mi confesión, continuó Mercedes, sino la tuya. Quiero que ellos sepan la verdad sobre Agustín. El rostro de doña Lorenza se tensó. Cuidado, niña, no tientes a la ira divina.
Agustín no murió por ser débil. Prosiguió Mercedes ignorando la advertencia. murió porque descubrió tu secreto, el secreto de la familia. Silencio ordenó Lorenza, pero su voz traicionaba una inquietud creciente. Mi hermano encontró las cartas, insistió Mercedes.
Las cartas que demostraban que don Augusto no era su padre, que habías traicionado tus votos matrimoniales con basta. El látigo cortó el aire y se estrelló contra el suelo a centímetros del rostro de Mercedes. No permitiré que manches el ritual con mentiras. Jacinto es su verdadero padre, ¿no es cierto? La revelación de Mercedes cayó como un rayo en la habitación.
Por eso él siempre te protege. Por eso encubrió la muerte de su propio hijo. Manuel miró atónito al capataz, cuyo rostro se había transformado en una máscara de dolor y vergüenza. De repente, muchas cosas cobraban sentido. La autoridad de Jacinto en la hacienda, su lealtad inquebrantable hacia doña Lorenza, su complicidad en los horrores que allí se cometían.
Agustín amenazó con decírselo a don Augusto. Continuó Mercedes implacable. Y tú no podías permitirlo. Así que lo purificaste hasta que su corazón dejó de latir y luego convenciste a todos de que había sido un accidente. El látigo volvió a cortar el aire, pero esta vez encontró carne. Mercedes gritó cuando el cuero mordió su piel ya lastimada. El amor de madre duele, rugió Lorenza.
fuera de sí, duele para purificar, para salvar almas. No es amor, respondió Mercedes entre jadeos. Es tu locura, la misma que heredaste de tu madre y ella de la suya. Generaciones de mujeres torturando a sus hijos en nombre de una falsa santidad. Otro latigazo y otro.
Lorenza había perdido todo control, golpeando a su hija con una furia ciega mientras lágrimas corrían por su rostro contorsionado. “Deténgase”, gritó Manuel luchando contra sus ataduras. “La va a matar, Jacinto”, suplicó Soledad. “Haz algo, es tu hija también.” El capataz permanecía inmóvil, como petrificado por la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
en su rostro curtido por el sol y los años se libraba una batalla silenciosa. “Doña Lorenza,” dijo finalmente dando un paso adelante. “Es suficiente, la niña ha aprendido su lección. No te atrevas a decirme cuándo es suficiente”, bramó Lorena sin dejar de golpear. “Yo soy la guardiana de la tradición.
Solo yo sé cuando el demonio ha sido expulsado. Los gemidos de Mercedes se habían convertido en un débil quejido. Su cuerpo, antes tenso por el dolor, comenzaba a aflojarse de manera alarmante. “La estás matando”, dijo Jacinto, esta vez con más firmeza. “¿Cómo mataste a Agustín?” Lorenza se detuvo jadeante y se volvió hacia el capataz.
“¿Cómo te atreves? Tú que nunca has entendido la santidad del ritual, tú que te acobardaste cuando era el momento de ser fuerte. Lo entendí demasiado tarde”, respondió Jacinto. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Dejé que mataras a nuestro hijo sin intervenir. No cometeré el mismo error con Mercedes.
Con un movimiento rápido, sacó un cuchillo de su cinturón y cortó las ataduras de la joven. Mercedes se desplomó en sus brazos como una muñeca de trapo. “Traidor”, chilló Lorenza, abalanzándose sobre él con el látigo en alto. “pagarás por esta blasfemia.” Pero algo había cambiado en Jacinto. Ya no era el sirviente sumiso que acataba cada orden sin cuestionar.
Con Mercedes en brazos, encaró a la mujer que durante años había dominado su voluntad. Se acabó, Lorena, declaró con voz firme. No más rituales, no más purificaciones, no más muertes. La expresión de doña Lorenza se transformó ante sus ojos. La máscara de dignidad aristocrática se resquebrajó, revelando el rostro deformado por la locura que se ocultaba detrás.
¿Crees que puedes desafiarme? Su voz era apenas un susurro, pero cargado de una amenaza helada. Nadie sale con vida de esta habitación sin mi permiso. Nadie. De entre los pliegues de su vestido negro extrajo algo que brilló a la luz de las antorchas. Un pequeño revólver plateado. Lo apuntó directamente hacia Jacinto y Mercedes.
“Si no puedo purificarla”, dijo con escalofriante calma. Entonces debe reunirse con su hermano. Ambos eran demasiado débiles para este mundo. El disparo resonó como un trueno en la cámara subterránea. Manuel cerró los ojos instintivamente, esperando ver a Jacinto y Mercedes caer, pero cuando volvió a abrirlos, la escena ante él era completamente diferente.
Doña Lorenza yacía en el suelo con una expresión de sorpresa congelada en su rostro. A su lado, uno de los peones sostenía aún su escopeta humeante. “Mi hijo murió por culpa de sus rituales, señora”, dijo el hombre con voz quebrada. “No dejaré que mate a nadie más”.
El eco del disparo reverberaba aún en las paredes del sótano, cuando un silencio sepulcral se apoderó del lugar. Manuel, todavía atado a la columna, observaba atónito el cuerpo inmóvil de doña Lorenza. La sangre se extendía lentamente bajo ella, formando un charco oscuro que reflejaba el parpadeo de las antorchas.
“Dios mío, Tomás, ¿qué has hecho?”, murmuró Jacinto, sosteniendo aún a Mercedes en sus brazos. El peón Tomás dejó caer la escopeta como si de repente el metal le quemara las manos. Su rostro, curtido por el sol mostraba una mezcla de horror y determinación. lo que debimos hacer hace años”, respondió con voz ronca, “Cuando mi Danielito murió después de una semana en este infierno.
La señora dijo que era fiebre, pero yo vi las marcas en su cuerpo.” Manuel comprendió entonces que el horror de doña Lorenza no se había limitado a sus propios hijos. Como señora de la hacienda, había extendido sus purificaciones a los hijos de los peones, amparada por su posición y el silencio cómplice de quienes la rodeaban.
Soledad, que había permanecido en shock desde el disparo, fue la primera en reaccionar con sentido práctico. “Tenemos que salir de aquí”, dijo mientras el otro peón la liberaba de sus ataduras. “Don Augusto regresará pronto de la capital. Si descubre lo que ha pasado, no hay tiempo para huir. Intervino Jacinto, recostando cuidadosamente a Mercedes sobre una mesa de madera. La joven respiraba con dificultad, pero estaba consciente.
La bala alertará a todos en la hacienda. En minutos este lugar estará lleno de gente. Manuel, ya libre, se acercó a examinar a Mercedes. Su espalda era un mapa de cicatrices antiguas y heridas recientes, algunas de las cuales habían comenzado a infectarse. Necesitaba atención médica urgente. Hay que llevarla a un hospital, dijo con firmeza.
El hospital más cercano está a 4 horas de camino respondió Jacinto. Y nadie nos ayudará. Como dijo la señora, el médico, el juez, el sacerdote, todos están bajo la influencia de los villasñor. Entonces tendremos que ocuparnos nosotros mismos decidió Manuel. Se volvió hacia Tomás, que parecía haber envejecido 10 años en los últimos minutos.
Lo que has hecho no puedo juzgarlo, pero ahora debemos pensar con claridad. El peón asintió lentamente. ¿Qué sugiere, señor Estrada? Manuel evaluó rápidamente la situación. Si denunciaban lo ocurrido, probablemente terminarían todos en la cárcel o peor. La influencia de don Augusto era demasiado poderosa y la versión de un administrador recién llegado, una sirvienta, un capataz y un peón, difícilmente prevalecería sobre la de un hacendado respetado.
“Nadie debe saber lo que pasó aquí esta noche”, declaró finalmente Tomás. Tú y señaló al otro peón, Rufino, Señor, tú y Rufino debéis limpiar este lugar sin rastros. El cuerpo dudó un momento, pero la situación no permitía vacilaciones. El cuerpo debe desaparecer. ¿Hay algún lugar en la hacienda donde nadie buscaría? Jacinto y los peones intercambiaron miradas.
Fue Soledad quien rompió el silencio. Las catacumbas, dijo en voz baja, debajo de este sótano hay un nivel más profundo. Dúneles que datan de la época colonial. Los usaban para almacenar mercancías y a veces para ocultar cosas que no querían que nadie encontrara. ¿Cómo sabes de eso?, preguntó Jacinto con sorpresa.
Mi abuela trabajó en esta hacienda toda su vida, respondió Soledad. me contaba historias, historias sobre las purificaciones que doña Lorenza sufrió a manos de su propia madre y sobre los cuerpos que nunca fueron hallados. Un escalofrío recorrió la espalda de Manuel ante la implicación de que la locura de Lorenza era parte de un ciclo perverso que se remontaba generaciones atrás.
“Muéstranos esas catacumbas”, ordenó. Soledad los condujo hacia una esquina del sótano, donde una gran tinaja de barro parecía incrustada en el suelo. Con la ayuda de Rufino la movieron, revelando una trampilla de madera carcomida. “Necesitaremos luz”, dijo la joven.
Tomás descolgó una de las antorchas y se la entregó a Manuel, quien descendió primero por la estrecha escalera de piedra. El aire abajo era denso y viciado, como si no hubiera circulado en décadas. El resplandor de la antorcha apenas penetraba la oscuridad absoluta, revelando un túnel abobedado que se extendía más allá del alcance de la luz.
Cuando todos hubieron bajado, Jacinto con Mercedes en brazos, Manuel examinó el lugar con más detenimiento. Las paredes excavadas en la roca viva mostraban nichos a intervalos regulares. Algunos contenían barriles antiguos y cajas podridas. Otros estaban vacíos, o eso parecía a primera vista. Al acercar la antorcha a uno de los nichos aparentemente vacíos, Manuel retrocedió horrorizado.
Allí, en posición fetal, yacían los restos momificados de lo que parecía ser un niño pequeño. “Dios mío”, murmuró persignándose instintivamente. Soledad se acercó y sus ojos se llenaron de lágrimas al ver lo que había descubierto Manuel. Mi abuela me habló de ellos”, dijo con voz temblorosa, “los impuros, los que no sobrevivían a la purificación, generaciones de niños, villaseñor, que desaparecían misteriosamente, víctimas de madres enloquecidas por una tradición perversa.” “¿Cuántos hay?”, preguntó Manuel sintiendo náuseas.
“Nadie lo sabe con certeza. La tradición se remonta a los primeros días de la hacienda, cuando la esposa del fundador trajo consigo creencias oscuras de su tierra natal. A medida que avanzaban por el túnel, la antorcha revelaba más nichos, más restos. Algunos parecían tener décadas, otros siglos, pequeños cuerpos arrancados prematuramente de la vida por una crueldad disfrazada de devoción.
Aquí, dijo finalmente Soledad, señalando un nicho vacío, “Podemos poner a la señora aquí.” Rufino y Tomás bajaron nuevamente al sótano y regresaron arrastrando el cuerpo de doña Lorenza. con gestos mecánicos desprovistos de emoción, lo colocaron en el hueco de la pared. “Esto no está bien”, murmuró Jacinto. “Debería haber un entierro apropiado, un sacerdote.
” “¿Y qué le diremos al sacerdote?”, preguntó Tomás con amargura, que la maté porque estaba torturando a su hija, que descubrimos generaciones de niños asesinados bajo esta hacienda, nos colgarán a todos antes del amanecer. Tomás tiene razón, intervino Manuel, por horrible que sea, este es el único camino. Doña Lorenza desapareció.
Nadie sabe qué le ocurrió. Y mientras tanto, podemos ayudar a Mercedes y decidir qué hacer a continuación. La decisión tomada, el sombrío grupo regresó al sótano y de allí a la planta principal de la hacienda. Manuel se sorprendió al notar que apenas habían pasado unas horas desde que encontró a doña Lorenza torturando a Mercedes.
Parecía que hubiera transcurrido una vida entera. Llevaron a la joven a su habitación, donde Soledad se encargó de limpiar y vendar sus heridas. Mercedes drifteaba entre la conciencia y la inconsciencia, murmurando ocasionalmente palabras incoherentes sobre su hermano Agustín.
Tiene fiebre alta”, informó Soledad con preocupación. “Algunas heridas están infectadas, necesita medicina.” “Iré al pueblo al amanecer”, se ofreció Manuel. Diré que es para mí para evitar sospechas. Jacinto, que había permanecido en silencio junto a la cama de Mercedes, asintió distraídamente. Su rostro reflejaba el tormento de un hombre que acababa de perder a la mujer que amaba a manos de otro, pero que no podía llorar su muerte porque reconocía la justicia brutal de lo ocurrido.
“Todos ustedes deberían descansar”, dijo Manuel. “Ha sido una noche imposible. Mañana decidiremos qué hacer. Pero el descanso no llegó para ninguno de ellos. Manuel pasó las horas restantes hasta el amanecer en el despacho elaborando un plan. Cuando los primeros rayos del sol se filtraron por las ventanas, ya había tomado una decisión.
Reunió a Jacinto, Soledad, Tomás y Rufino en la cocina, donde nadie podría escucharlos. Lo que voy a proponer comenzó es tan irregular como lo que ocurrió anoche, pero creo que es la única manera de protegernos a todos, especialmente a Mercedes. Los cuatro lo escuchaban con atención, sus rostros marcados por la fatiga y la tensión. “Doña Lorenza, desapareció”, continuó Manuel.
“Esa es nuestra historia y debemos mantenerla a toda costa. Nadie más que nosotros sabe lo que ocurrió en el sótano y nadie más debe saberlo jamás. ¿Y don Augusto? Preguntó Jacinto. No es un hombre que acepte un no sé como respuesta. Don Augusto rara vez visitaba la hacienda, respondió Manuel. Por lo que he podido averiguar en los libros de cuentas, prefería quedarse en la capital lejos de su esposa y sus métodos. No creo que lamente verdaderamente su desaparición.
Lo que le preocupará será el escándalo, la pérdida de reputación. Y Mercedes intervino Soledad. Ella sabe la verdad. Mercedes ha sido traumatizada toda su vida por su madre, dijo Manuel con gravedad. Lo que recuerde o crea recordar de anoche puede ser confuso incluso para ella misma. Nuestra prioridad debe ser su recuperación física y mental.
Todos asintieron, reconociendo la sensatez de sus palabras. “Hay algo más”, añadió Manuel vacilante, “Algo que encontré en los libros contables y que ahora cobra un nuevo significado. Durante años, grandes sumas de dinero han estado desapareciendo de las arcas de la hacienda. El administrador anterior, don Emilio, lo registraba como gastos diversos, pero no hay facturas ni recibos que lo justifiquen. ¿Y eso qué tiene que ver con lo de anoche?, preguntó Tomás.
Creo que doña Lorenza estaba desviando ese dinero, explicó Manuel. Quizás para sobornar a quienes podían haber descubierto sus purificaciones o tal vez simplemente lo estaba acumulando, preparándose para una eventual huida. Huida de qué? Inquirió Rufino. De don Augusto, intervino Jacinto. La relación entre ellos no era buena, especialmente después de la muerte de Agustín.
Don Augusto sospechaba, aunque nunca pudo probar nada. Manuel asintió. Mi teoría es que doña Lorenza temía que su esposo finalmente descubriera la verdad sobre Agustín, sobre Jacinto, sobre todo. Por eso estaba escondiendo dinero y ahora ese dinero podría ser nuestra salvación. ¿Qué propone exactamente, señor Estrada?, preguntó Soledad, entrecerrando los ojos.
Propongo que busquemos ese dinero, respondió Manuel. Debe estar oculto en algún lugar de la hacienda. Con él podríamos enviar a Mercedes lejos, a un lugar donde pueda recuperarse y comenzar una nueva vida, lejos de estos horrores. Y el resto podría repartirse entre ustedes, especialmente entre aquellos que perdieron hijos a manos de doña Lorenza.
Un silencio pesado siguió a sus palabras. Lo que sugería era técnicamente un robo. Pero después de lo que habían descubierto en las catacumbas, ¿no merecían esas familias alguna compensación por sus sufrimientos? ¿Dónde cree que escondía el dinero?, preguntó finalmente Jacinto. Si yo fuera doña Lorenza, reflexionó Manuel, lo ocultaría donde nadie se atrevería a buscar, en el lugar que todos en la hacienda evitan.
El sótano, murmuró Soledad, o las catacumbas. Con esta nueva misión en mente, el grupo decidió dividirse. Manuel iría al pueblo a buscar medicinas para Mercedes. Jacinto y Soledad se quedarían cuidando de la joven. Tomás y Rufino comenzarían discretamente la búsqueda del dinero oculto. El pueblo de San Luis de la Cruz era pequeño pero próspero, situado a unos 10 km de la hacienda.
Manuel llegó a media mañana cuando la plaza principal bullía de actividad. El mercado estaba en pleno apogeo con vendedores pregonando frutas, verduras y artesanías. La botica se encontraba en una esquina de la plaza, un establecimiento modesto, pero bien surtido. El farmacéutico, un hombre de mediana edad con gafas redondas, lo saludó con cautela cuando entró.
“Buenos días”, dijo Manuel intentando proyectar normalidad. Necesito algunos medicamentos, antibióticos y algo para la fiebre. Receta médica, preguntó el boticario. Me temo que no es para mí. Me caí del caballo y tengo algunas heridas que empiezan a infectarse. El hombre lo estudió con desconfianza. ¿Usted no parece herido, señor Estrada? Manuel Estrada, el nuevo administrador de la Hacienda San Jerónimo.
Al mencionar la hacienda, el rostro del boticario cambió notablemente. Una mezcla de respeto y temor reemplazó a la desconfianza. Ah, San Jerónimo dijo en tono más diferente. ¿Cómo está, doña Lorenza? Hace tiempo que no la vemos en el pueblo. Manuel sintió que su corazón se aceleraba, pero mantuvo la compostura. La señora está indispuesta.
De hecho, estos medicamentos también podrían servirle a ella. Entiendo, asintió el farmacéutico, aunque algo en su expresión sugería que realmente entendía mucho más de lo que Manuel hubiera deseado. Le prepararé lo que necesita. Mientras el Boticario seleccionaba diversos frascos y polvos de los estantes, Manuel observó el local. En una pared había fotografías enmarcadas, algunas bastante antiguas.
Una de ellas llamó su atención. Mostraba al boticario, considerablemente más joven, junto a una mujer deporte aristocrático que sostenía a un niño pequeño. ¿Es usted?, preguntó Manuel señalando la fotografía. El hombre levantó la vista y sonrió con nostalgia. Sí, cuando recién había abierto la botica. Esa es doña Lorenza con el pequeño Agustín.
Dios lo tenga en su gloria. Parece que la conocía bien, comentó Manuel con cautela. Todo el pueblo conoce a los Villaseñor, respondió evasivamente. Son la familia más importante de la región desde hace generaciones. Y el niño, tengo entendido que murió en un accidente. El Boticario dejó lo que estaba haciendo y miró directamente a Manuel.
Señor Estrada, en pueblos pequeños como este, las paredes tienen oídos y algunas preguntas es mejor no hacerlas, especialmente cuando uno es nuevo en la región. Entiendo, dijo Manuel, aunque la respuesta solo había avivado sus sospechas. Solo intento conocer la historia de la familia para quien trabajo. Mi consejo dijo el boticario mientras envolvía los medicamentos, es que se limite a administrar la hacienda y no indague demasiado en los asuntos de los Villaseñor. Por su propio bien. Manuel pagó los medicamentos y salió de la
botica con una sensación incómoda. El pueblo entero parecía encubrir los crímenes de doña Lorenza, ya fuera por miedo o por una lealtad malentendida hacia la familia más poderosa de la región. Estaba a punto de regresar a su caballo cuando notó que alguien lo observaba desde el atrio de la iglesia.
Era un anciano de aspecto frágil, vestido con ropas gastadas, pero limpias. Cuando sus miradas se cruzaron, el hombre le hizo una señal discreta para que se acercara. Intrigado, Manuel cruzó la plaza hacia la iglesia. El anciano lo esperaba en un rincón sombreado del atrio. “Usted viene de San Jerónimo”, dijo sin preámbulos. No era una pregunta. “Así es, confirmó Manuel.
Nos conocemos.” “No, pero conozco bien esa hacienda. Trabajé allí durante 50 años hasta que mis huesos se volvieron demasiado viejos para ser útiles. El anciano miró a su alrededor antes de continuar. Lo vi salir de la botica. Está comprando medicinas, pero no para usted. Manuel se tensó.
No sé a qué se refiere. La niña dijo el anciano en voz baja. La señorita Mercedes está enferma, ¿verdad? Como todos los que pasan por las manos de doña Lorenza. ¿Quién es usted?, preguntó Manuel abandonando toda pretensión. Me llaman tío Chepe. Fui capataz en San Jerónimo antes que Jacinto. Vi cosas, cosas que me persiguen en sueños hasta hoy.
Manuel miró intensamente al anciano. ¿Por qué me dice esto? Porque vi en sus ojos lo mismo que vi en los míos hace muchos años. Horror, incredulidad y la determinación de hacer algo al respecto. Tío Chepe sacó de su bolsillo un objeto pequeño y se lo entregó a Manuel. Tome. Esto le servirá más que cualquier medicina del Boticario.
Era una llave antigua de hierro forjado, pesada y ornamentada. ¿Qué abre?, preguntó Manuel. Una puerta en las catacumbas, la única puerta que permanece cerrada. Detrás de ella encontrará lo que busca y mucho más. Manuel sintió un escalofrío. ¿Cómo sabe que estamos buscando algo en las catacumbas? El anciano sonrió tristemente, porque yo también busqué hace muchos años cuando mi nieta desapareció después de que doña Lorenza la llevara para educarla. Nunca encontré a mi nieta, pero encontré esa puerta.
No tuve el valor de abrirla. Entonces, espero que usted lo tenga ahora. Antes de que Manuel pudiera hacer más preguntas, el anciano se alejó con pasos sorprendentemente ágiles para su edad, perdiéndose entre la multitud de la plaza. Con la llave oculta en su bolsillo y los medicamentos en su alforja, Manuel regresó a la hacienda, su mente bullendo de preguntas y teorías.
Al llegar, encontró a Jacinto esperándolo en el portal principal. Su expresión era grave. “¿Qué ocurre?”, preguntó Manuel desmontando. “Es Mercedes, respondió el capataz. La fiebre ha empeorado. Está delirando, hablando de cosas, cosas que pasaron en el sótano, cosas que su madre le hizo. Tengo los medicamentos”, dijo Manuel entregándole el paquete de la botica. Y algo más.
mostró la llave que le había dado tío Chepe. Un antiguo capataz de la hacienda me la dio en el pueblo. Dice que abre una puerta en las catacumbas. Jacinto examinó la llave con expresión de reconocimiento. La puerta del tesoro, murmuró. Creí que era solo una leyenda. ¿Qué leyenda? Se dice que el primer villaseñor escondió su fortuna en los túneles bajo la hacienda cuando temía que los insurgentes la saquearan durante la guerra de independencia.
Nadie la encontró jamás. Jacinto devolvió la llave a Manuel. Pero eso fue hace más de 100 años. ¿Por qué el viejo Chepe te daría esta llave ahora? Dijo que encontraríamos lo que buscamos y mucho más. Dais. Manuel guardó nuevamente la llave. Primero ocupémonos de Mercedes, luego exploraremos los túneles.
Subieron juntos a la habitación de la joven, donde Soledad aplicaba compresas frías sobre su frente. Mercedes se agitaba en sueños murmurando palabras incoherentes. Ha estado así desde que se fue, explicó Soledad. La fiebre sube y baja. A veces parece reconocernos. Otras veces habla con personas que no están aquí, con su madre, con Agustín.
Manuel entregó los medicamentos a Soledad, quien preparó rápidamente una solución que administró a la joven con una cuchara. Mercedes la tragó automáticamente, sin despertar del todo. “Necesitará tiempo”, dijo la sirvienta. “Las heridas son profundas y no solo las físicas. Tiempo es lo que menos tenemos, intervino Jacinto.
Don Augusto podría regresar cualquier día y cuando lo haga querrá saber dónde está su esposa. ¿Han encontrado algo en las catacumbas? Preguntó Manuel dirigiéndose a Tomás y Rufino, que acababan de entrar en la habitación. “Nada útil, señor”, respondió Rufino. “Solo más restos, más nichos con pequeños cuerpos.
Es como si generaciones enteras de niños hubieran sido enterradas allí abajo. Y algo más, añadió Tomás con voz tensa, encontramos esto. De su bolsillo sacó un pequeño libro encuadernado en cuero negro. Estaba oculto en uno de los nichos vacíos. Manuel tomó el libro y lo abrió con cuidado.
Las páginas amarillentas estaban llenas de una escritura delicada pero firme. En la primera página, un nombre, Diario de Carmela Montejo de Villaseñor, 1842. La bisabuela de don Augusto, explicó Jacinto, la mujer que inició la tradición de las purificaciones según las historias. Manuel pasó las páginas leyendo fragmentos al azar, lo que encontró le heló la sangre, descripciones detalladas de rituales de castigo, justificaciones religiosas pervertidas y una obsesión enfermiza con la pureza y el pecado.
Carmela Montejo había sistematizado el abuso, convirtiéndolo en una tradición familiar que se transmitiría de madre a hija durante generaciones. Esto es Manuel no encontraba palabras. Es una locura documentada, una locura que se heredó como si fuera una reliquia familiar y que ahora ha terminado dijo Jacinto con firmeza. Con la muerte de Lorenza, el ciclo se rompe.
Mercedes nunca continuará esta tradición Si sobrevive, añadió Soledad en voz baja, mirando a la joven que seguía ardiendo de fiebre. Manuel guardó el diario en su chaqueta. Creo que es hora de usar la llave que me dio tío Chepe. Si hay algo en esas catacumbas que pueda ayudarnos, debemos encontrarlo.
Dejando a Soledad al cuidado de Mercedes, los hombres descendieron nuevamente al sótano y de allí a los túneles subterráneos. Esta vez, además de antorchas, llevaban picos y palas. Tío Chepe mencionó una puerta”, dijo Manuel mientras avanzaban por el túnel principal. “Alguno de ustedes la ha visto?” Los peones negaron con la cabeza, pero Jacinto pareció dudar. “Hay un túnel lateral que nunca exploramos”, dijo finalmente Jacinto.
Siempre estaba inundado, hasta que una sequía hace unos 10 años bajó el nivel del agua. Recuerdo haber visto algo como una puerta al fondo, pero doña Lorenza me prohibió acercarme. Dijo que era peligroso, que el túnel podía derrumbarse. “Llévanos allí”, ordenó Manuel.
Jacinto los guió a través del laberinto subterráneo hasta una abertura estrecha en la pared del túnel principal. El espacio era tan angosto que tuvieron que avanzar de lado rozando la piedra húmeda con sus hombros. El túnel descendía en una pendiente pronunciada. El aire se volvía más frío y denso a medida que avanzaban, cargado de un olor a humedad y algo más, un aroma dulzón y enfermizo que Manuel no lograba identificar.
Después de unos 20 met, el pasadizo se ensanchaba en una pequeña cámara circular. En la pared opuesta, parcialmente oculta por sedimentos y telarañas, se distinguía el contorno de una puerta de madera reforzada. con errajes oxidados. Ahí está, señaló Jacinto. Manuel se adelantó iluminando la puerta con su antorcha. Un gran candado de hierro aseguraba la entrada.
Sin dudar sacó la llave que le había entregado tío Chepe y la introdujo en la cerradura. El mecanismo, aunque oxidado, se dio con un chirrido metálico después de varios intentos. El candado se abrió y Manuel lo retiró con cuidado. Preparaos para cualquier cosa advirtió a sus acompañantes mientras empujaba la pesada puerta. Los goznes protestaron después de décadas de inmovilidad, pero la puerta finalmente se dió, revelando un espacio que ninguno de ellos habría imaginado bajo la hacienda.
Era una cámara amplia, sorprendentemente bien conservada, con paredes revestidas de piedra tallada. Antorchas montadas en soportes de hierro flanqueaban la entrada. Manuel acercó su fuego a una de ellas y, para su asombro, la antorcha se encendió inmediatamente, iluminando el resto de la sala con un resplandor dorado.
“Dios mío”, murmuró Tomás persignándose. En el centro de la cámara había un altar de piedra manchado de oscuro, con canales tallados que convergían en un recipiente en su base. alrededor del altar, dispuestos en círculo. Había siete nichos excavados en la pared, cada uno conteniendo una figura momificada sentada en posición ceremonial.
“Esto es mucho más antiguo que la hacienda”, observó Manuel examinando los símbolos tallados en las paredes. “Parece un templo prehispánico.” “No exactamente”, corrigió Jacinto, que se había acercado a examinar uno de los nichos. Mire las ropas de estos ancestros. Son coloniales españolas, pero mezcladas con elementos indígenas. Manuel se acercó y comprobó que Jacinto tenía razón.
Las figuras momificadas vestían trajes españoles del siglo X, pero adornados con símbolos y joyas claramente indígenas. Es como si hubieran mezclado dos tradiciones, murmuró. Sincretismo”, dijo Rufino inesperadamente. Ante la mirada sorprendida de los demás, se encogió de hombros. Mi abuelo era curandero. Me enseñó sobre estas cosas.
Cuando los españoles llegaron, no pudieron eliminar completamente las creencias antiguas. Se mezclaron con el catolicismo, creando algo nuevo y a veces oscuro. “¿Y qué tiene que ver esto con doña Lorenza y sus purificaciones?” preguntó Tomás, visiblemente incómodo en aquel lugar.
Manuel continuó explorando la cámara hasta que encontró un cofre de madera tallada bajo el altar. A diferencia del resto de la sala, el cofre parecía relativamente nuevo, quizás de principios del siglo XX. Con manos temblorosas lo abrió. En su interior encontró varios fajos de billetes, joyas antiguas y otro libro encuadernado en cuero, similar al diario que había encontrado antes, pero más reciente. El diario de Lorenza, dijo ojeándolo rápidamente.
Y parece que por fin hemos encontrado el dinero desaparecido. Pero había algo más en el cofre, un sobre amarillento dirigido a mi hija Mercedes. Manuel lo tomó con cuidado y lo guardó en su bolsillo. “Se lo entregaré cuando esté recuperada”, decidió. Mientras Tomás y Rufino recogían el dinero y las joyas, Manuel continuó leyendo fragmentos del diario de Lorenza.
Lo que descubrió confirmó sus peores sospechas. La mujer había continuado la tradición familiar de purificación con una convicción fanática, pero había añadido sus propios elementos rituales inspirados por aquel templo subterráneo. “Aquí dice que descubrió este lugar poco después de casarse con don Augusto”, leyó Manuel en voz alta.
Según ella, fue una señal divina que confirmaba la santidad de la tradición familiar. Comenzó a realizar sus rituales de purificación aquí abajo, conectando el dolor que infligía con algún tipo de sacrificio ancestral. Esa mujer estaba completamente loca, murmuró Tomás. No solo ella, respondió Manuel cerrando el diario. Generaciones de mujeres villaseñor, todas transmitiendo esta locura como si fuera un deber sagrado.
Y mientras tanto, generaciones de niños sufriendo y muriendo bajo este techo. Un crujido repentino lo sobresaltó. Pequeñas piedras comenzaban a desprenderse del techo de la cámara. El lugar es inestable, advirtió Jacinto. Tomemos lo que necesitamos y salgamos de aquí. Recogieron el dinero, las joyas y los diarios, dejando atrás el macabro altar y sus ocupantes momificados.
Apenas habían salido de la cámara cuando un estruendo ensordecedor sacudió los túneles. La puerta antigua se desplomó y con ella parte del techo del pasadizo. “Corran!”, gritó Jacinto mientras el polvo y las piedras caían a su alrededor. Avanzaron a toda prisa por el estrecho túnel, que parecía derrumbarse tras ellos, como si la tierra misma quisiera sepultar para siempre los horrores que habían descubierto.
Cuando finalmente emergieron al túnel principal, jadeantes y cubiertos de polvo, el estruendo cesó. El pasadizo que conducía a la cámara ritual había desaparecido, sellado por toneladas de roca y tierra. Es como si el lugar nunca hubiera existido, murmuró Rufino, mirando la pared derrumbada. Tal vez sea mejor así, respondió Manuel.
Algunos secretos deberían permanecer enterrados. Subieron al sótano y de allí a la planta principal de la hacienda, donde encontraron a Soledad, esperándolos con expresión angustiada. “Gracias a Dios que están bien”, exclamó. Escuché un estruendo terrible y pensé, “Estamos bien, la tranquilizó Manuel.
¿Cómo está Mercedes?” “Mejor”, respondió Soledad con una sonrisa aliviada. La fiebre ha bajado. Ha estado preguntando por ustedes y por su madre. ¿Qué le has dicho? Preguntó Jacinto preocupado. Nada aún. Pensé que deberíamos decidirlo juntos. Manuel asintió satisfecho con la prudencia de la joven. Es mejor que sea yo quien hable con ella.
Tengo algo que entregarle. tocó el bolsillo donde guardaba la carta de Lorenza, subió a la habitación de Mercedes mientras los demás se ocupaban de esconder el dinero y las joyas recuperadas. La joven estaba sentada en la cama, apoyada en almohadas. Su rostro, aunque pálido, había recuperado algo de color y sus ojos ya no mostraban el brillo febril de la noche anterior.
“Señor Estrada”, lo saludó con voz débil, “Soledad me dijo que fue usted quien trajo las medicinas del pueblo.” “Gracias.” “No tiene que agradecerme”, respondió Manuel sentándose junto a la cama. “¿Cómo se siente?” como si hubiera despertado de una pesadilla muy larga”, dijo Mercedes, sus ojos recorriendo la habitación. “¿Dónde está mi madre?” Manuel inspiró profundamente. “Mercedes, hay algo que debo decirle.
Su madre desapareció anoche después de lo que ocurrió en el sótano. Nadie sabe dónde está.” La joven lo miró fijamente durante unos segundos, como evaluando la verdad en sus palabras. Finalmente asintió levemente. “Entiendo”, murmuró. “Es mejor así. Encontramos algo en las catacumbas”, continuó Manuel sacando el sobre de su bolsillo. Iba dirigido a usted.
Mercedes tomó el sobre con manos temblorosas. “La letra de mi madre”, reconoció. Con cuidado lo abrió y extrajo una hoja de papel amarillento cubierta con la misma escritura elegante que Manuel había visto en el diario. Mientras la joven leía, su rostro pasó por una sucesión de emociones, sorpresa, dolor y, finalmente, una extraña serenidad.
¿Qué dice?, preguntó Manuel cuando Mercedes dobló nuevamente la carta. Dice que me ama, respondió ella con voz neutra. A su manera retorcida dice que las purificaciones eran necesarias para salvar mi alma. Y dice, su voz se quebró ligeramente. Dice que espera que algún día continúe la tradición con mis propios hijos.
Mercedes comenzó Manuel, pero la joven lo interrumpió. Nunca lo haré, declaró con firmeza. El ciclo se rompe conmigo. No tendré hijos a los que atormentar en nombre de una falsa pureza. La locura de las mujeres. Villaseñor, muere con mi madre. Manuel sintió un profundo respeto por la determinación de aquella joven que había sobrevivido a un infierno inimaginable.
“¿Qué quiere hacer ahora?”, preguntó. Cuando se recupere completamente, quiero decir, Mercedes miró por la ventana hacia los campos de la hacienda que se extendían hasta el horizonte. “Quiero irme”, respondió simplemente. “Lejos de esta casa, de estos recuerdos, quiero estudiar, aprender, vivir una vida que no esté definida por el dolor.
Eso puede arreglarse”, dijo Manuel con una sonrisa. Encontramos suficiente dinero en las catacumbas para asegurar su futuro y el de muchos otros que sufrieron bajo el régimen de su madre. Una lágrima solitaria rodó por la mejilla de Mercedes. ¿De verdad puedo escapar de todo esto? No solo escapar, respondió Manuel tomando su mano con gentileza.
puede transformar este legado de dolor en algo completamente diferente, algo que sane en lugar de herir. Por primera vez desde que la conocía, Manuel vio una sonrisa genuina iluminar el rostro de Mercedes Villaseñor. Un año había pasado desde aquella noche fatídica en el sótano de la hacienda San Jerónimo. Manuel Estrada caminaba por las calles empedradas de la Ciudad de México, lejos de los campos de San Luis Potosí.
y los oscuros secretos que habían quedado enterrados bajo la antigua propiedad colonial. El sobre que sostenía en su mano contenía el último informe trimestral de la escuela para niños huérfanos que Mercedes había fundado con parte del dinero encontrado en las catacumbas. Hogar nuevo amanecer la había bautizado, un nombre que simbolizaba el renacimiento después de la oscuridad.
Mientras se dirigía hacia el café donde había acordado encontrarse con ella, Manuel reflexionaba sobre los acontecimientos que siguieron a la desaparición de doña Lorenza. Tal como habían previsto, don Augusto no mostró excesiva preocupación cuando fue informado de que su esposa había desaparecido misteriosamente.
Tras una búsqueda superficial y algunos trámites legales para guardar las apariencias, el ascendado había regresado a la capital, dejando la administración de San Jerónimo enteramente en manos de Manuel. Mercedes, una vez recuperada, había solicitado a su padre permiso para trasladarse a la Ciudad de México y continuar allí sus estudios.
Don Augusto, quizás movido por la culpabilidad de haber ignorado durante años el sufrimiento de su hija, accedió sin demasiadas preguntas. El cafeta Cuba bullía de actividad cuando Manuel entró. En una mesa al fondo, junto a un ventanal que daba a la catedral, lo esperaba Mercedes. El cambio en ella era sorprendente.
El año transcurrido había transformado a la joven, asustada y maltratada en una mujer segura de sí misma. Sus ojos, antes constantemente velados por el miedo, ahora brillaban con determinación e inteligencia. Manuel lo saludó con una sonrisa, levantándose para abrazarlo. ¿Cómo estuvo el viaje? Largo pero sin contratiempos respondió él tomando asiento frente a ella.
¿Cómo van tus estudios? Excelente. El profesor Morales dice que tengo aptitud natural para la medicina. Quiero especializarme en pediatría. Su mirada se volvió momentáneamente seria. Quiero sanar niños, Manuel. compensar de alguna manera por todos aquellos que no pudimos salvar.
Manuel asintió, comprendiendo perfectamente los fantasmas que aún perseguían a Mercedes. Los informes de la escuela son extraordinarios. 40 niños rescatados de la calle o de situaciones de abuso, todos recibiendo educación y cuidados. No habría sido posible sin tu ayuda, reconoció ella, ni sin la de soledad. Y Jacinto, has tenido noticias de ellos. Mercedes sonrió. Soledad me escribió la semana pasada.
Dice que el pequeño rancho que compraron a las afueras del pueblo está prosperando y que Jacinto finalmente está dejando atrás sus demonios. El capataz, tras la desaparición de Lorenza, había confesado a Mercedes ser su verdadero padre. La revelación, aunque impactante, había sido un paso hacia la sanación para ambos.
Con su parte del dinero encontrado en las catacumbas, Jacinto y Soledad habían comprado un pequeño terreno donde cultivaban maíz y criaban algunas cabezas de ganado. Y los peones, Tomás y Rufino. Tomás abrió una carpintería en San Luis. Su hijo mayor lo ayuda en el taller. Rufino decidió irse más lejos. Creo que hasta Monterrey quería dejar atrás todo lo relacionado con San Jerónimo. Manuel no podía culparlo.
Él mismo había considerado alejarse completamente, pero su sentido de responsabilidad hacia aquellos campos y las personas que aún dependían de la hacienda lo había mantenido allí. Y don Augusto preguntó finalmente. Mercedes frunció ligeramente el ceño. Padre sigue igual, absorto en sus negocios en la capital. visitando la hacienda solo lo indispensable.
No hace preguntas sobre el pasado y yo tampoco ofrezco respuestas. Un camarero se acercó a tomar sus órdenes. Cuando se alejó, Mercedes sacó de su bolso un pequeño libro encuadernado en cuero. Encontré esto en el baúl de documentos que me enviaste. Creo que es el diario original de Carmela Montejo, la mujer que inició la tradición de las purificaciones.
Manuel lo reconoció inmediatamente. Lo has leído cada página, confirmó Mercedes. Necesitaba entender. Necesitaba saber cómo comenzó todo este horror. ¿Y lo descubriste? Mercedes asintió lentamente. Carmela no inventó las purificaciones, las experimentó en carne propia. Su madre, una española recién llegada a Nueva España, las practicaba con ella y antes su abuela en España.
La tradición se remonta siglos atrás, posiblemente a alguna secta herética europea. Cuando Carmela descubrió el templo subterráneo en las catacumbas, interpretó las similitudes entre aquellos rituales prehispánicos y los castigos que ella conocía como una confirmación divina de su rectitud, un ciclo de abuso que se perpetuó a lo largo de generaciones, murmuró Manuel.
Madres torturando a hijas que luego se convertirían en torturadoras. Hasta ahora declaró Mercedes con firmeza, yo rompí el ciclo y estoy usando el dinero maldito de mi madre para sanar en vez de herir. Manuel sonrió con orgullo. ¿Qué harás con el diario? Quemarlo, respondió ella sin dudar, junto con el de mi madre y cualquier otro registro de esas prácticas.
No quiero que nada sobreviva que pudiera inspirar a alguien a continuar con esa locura. Una decisión sabia”, aprobó Manuel. El resto de la conversación transcurrió en temas más ligeros. Los avances en la administración de la hacienda, los nuevos métodos de cultivo que Manuel estaba implementando, los proyectos futuros de Mercedes para expandir la escuela. Cuando llegó el momento de despedirse, Mercedes lo acompañó hasta la puerta del café.
“¿Sabes qué día es hoy?”, preguntó ella de repente. Manuel hizo un rápido cálculo mental. El aniversario de La noche en que todo cambió, completó Mercedes. La noche en que fui liberada de mi madre y de la maldición familiar se quedaron en silencio por un momento, cada uno sumido en sus propios recuerdos de aquella noche terrible y transformadora.
No sé si alguna vez podré olvidar completamente, confesó Mercedes en voz baja. Las cicatrices siguen ahí, no solo en mi cuerpo. No se trata de olvidar, respondió Manuel con gentileza. Se trata de transformar esos recuerdos en algo que te fortalezca en lugar de destruirte y creo que lo estás haciendo extraordinariamente bien. Mercedes asintió.
Sus ojos brillantes de lágrimas contenidas. Ella siempre decía que el amor de madre debía doler para ser sagrado, pero yo he aprendido que el verdadero amor sana, no yere. Y esa es la lección que quiero transmitir a cada niño que pase por mi escuela. Se abrazaron una vez más antes de separarse, cada uno siguiendo su propio camino.
Manuel, de regreso a la hacienda, donde los campos florecían bajo una administración justa, Mercedes, hacia su escuela, donde los niños crecían libres del miedo y el dolor que habían definido su propia infancia. La sombra de doña Lorenza y su horrible legado se desvanecía gradualmente, reemplazada por una luz de esperanza y sanación que, como el amanecer después de la noche más oscura, prometía un futuro donde las antiguas heridas finalmente podrían cicatrizar.
Y en las profundidades de la tierra, bajo los cimientos de la hacienda San Jerónimo, los túneles permanecían sellados, llevándose consigo los secretos de generaciones de crueldad, ahora silenciados para siempre por el peso de la historia y la determinación de aquellos que habían sobrevivido para contar y transformar la horrible historia de doña Lorenza. M.
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