El Precio del Trono: Cómo un príncipe exiliado usó una cruel apuesta de taberna para casarse con la mujer que se convirtió en el arma secreta de su reino.
Corre el año 1678, y el próspero reino de Valeria está gobernado por un usurpador, el duque Matías. Sin embargo, oculto entre la bulliciosa multitud de la capital, existe un secreto que podría derrocar al régimen: el legítimo heredero, el príncipe Alexander von Erenberg, está vivo. Durante cinco años, el príncipe ha vivido como Alexandre Silva, un comerciante de telas aparentemente humilde, aprendiendo las complejidades de la vida fuera de los muros del palacio mientras planea su regreso.

En la misma ciudad vivía Catalina Moreno, una mujer de 27 años cuya mente brillante era un activo reconocido en los círculos comerciales locales. Catalina era una contable extraordinaria, capaz de detectar fraudes complejos con una sola mirada. Sin embargo, en una sociedad obsesionada con las apariencias superficiales, su corpulenta complexión la convirtió en blanco constante de crueles burlas. Apodada la “contadora gorda y brillante”, se había resignado a una vida de independencia profesional, convencida de que el amor y el respeto le serían negados para siempre.

Sus dos mundos —el de la realeza oculta y el de la intelectual abiertamente burlada— colisionaron durante una fría noche de invierno, gracias a un acto de crueldad despiadado, lo que dio lugar a una propuesta que era o la humillación máxima o la salvación más pragmática.

La apuesta que cambió una dinastía
El escenario era la taberna El León Dorado. Alexander, concentrado en su papel de comerciante, estaba cerrando un trato cuando una mesa cercana de nobles menores borrachos, liderados por el arrogante Ricardo Valente, estalló en una carcajada cruel. Ricardo, aburrido de las trivialidades de las partidas de cartas, anunció una nueva apuesta: el perdedor debía casarse con “la mujer más indeseable de la ciudad”, nombrando a Catalina Moreno.

La informalidad y crueldad de la broma enfureció a Alexander. Durante sus años de exilio, había experimentado la genuina decencia de la gente común y había desarrollado un profundo respeto por la integridad que veía en Catalina. La conocía profesionalmente; meses antes, había salvado su negocio de telas de un sofisticado fraude financiero, demostrando una mente brillante y un carácter inquebrantable. También notó la sutil tristeza en sus ojos, la forma instintiva en que se alejaba de las multitudes, preparándose siempre para el rechazo.

Alexander dio un paso al frente y se sumó al juego. Arrojó una pesada bolsa de oro sobre la mesa (500 monedas) y ofreció una contraapuesta: si ganaba, los nobles donarían sus apuestas a los orfanatos de la ciudad y nunca más pronunciarían el nombre de Catalina irrespetuosamente. Si perdía, se casaría con Catalina.

Los nobles, embriagados por el oro y la promesa de un espectáculo, accedieron con entusiasmo, convencidos de que el presuntuoso comerciante estaba a punto de pagar una costosa lección. No sabían que jugaban contra un príncipe entrenado en los más altos juegos de estrategia de la corte real.

Alexander jugó como un maestro, acumulando una ventaja enorme. Sin embargo, en la mano final, ocurrió algo inesperado. Ricardo hizo trampa torpemente. Alejandro, al ver la jugada, podría haberlo desenmascarado fácilmente, proclamarse victorioso y marcharse como un héroe.

Pero en ese instante, una idea audaz y desesperada se apoderó de su mente. Alejandro estaba cansado de su solitario exilio y necesitaba reforzar su tapadera. En Catalina, vio una inteligencia, una lealtad y una integridad invaluables. ¿Y si perdía a propósito? Un matrimonio con una mujer socialmente despreciada, fruto de una apuesta pública, sería la tapadera perfecta e insospechada para el heredero exiliado. Era una elección entre el honor público y la necesidad personal y política.

En una decisión instantánea que desafió toda lógica, Alejandro se deshizo de la apuesta, fingiendo un error involuntario. Los nobles celebraron su victoria, borrachos, ajenos a que acababan de orquestar el matrimonio político del príncipe.

“Cumpliré mi palabra”, declaró Alejandro con calma, disimulando el latido de su corazón. “Me casaré con la señorita Moreno”. Su tono gélido, con un aire inconsciente pero innegable de autoridad innata, silenció a los nobles victoriosos, insinuando el verdadero poder que se escondía bajo el abrigo del comerciante.

La Propuesta: Una Oferta de Respeto, No de Romance
Al día siguiente, Alexander buscó a Catalina en su pequeña oficina alquilada. La gravedad de su rostro era sorprendente. Comenzó la conversación pidiéndole que lo escuchara, advirtiéndole que su propuesta sonaría «extraordinaria, posiblemente ofensiva y ciertamente inesperada».

Entonces le dijo la impactante verdad: «Señorita Moreno, necesito casarme con usted».

Catalina estaba destrozada. El breve y absurdo atisbo de esperanza que sintió se extinguió al instante ante la mención de la cruel apuesta. «Es solo otra humillación», pensó. Lo desafió, esperando que se disculpara y se retractara.

Pero Alexander se mantuvo firme. «Vine a proponerte que aceptes casarte conmigo», insistió. No le ofreció amor romántico ni falso afecto. En cambio, le ofreció lo único que nunca había recibido de ningún hombre: «Respeto genuino por quien realmente eres».

Detalló el acuerdo práctico: una relación basada en el respeto mutuo y el beneficio práctico. Ella…