Capítulo 1: El eco del silencio
En el año 1950, en un remoto y solitario pueblo del sur de Honduras, mis abuelos vivían rodeados de un misterioso silencio que parecía haber envuelto sus tierras desde tiempos inmemoriales. Su finca no era una de esas propiedades ordenadas y pulcras; era un lienzo de la naturaleza, con vacas que pastaban libremente en la vasta extensión y campos de maíz y frijoles que se extendían hasta donde la vista alcanzaba. Mi abuelo, Paulino, era un hombre sencillo, de manos endurecidas por el trabajo y una mirada franca que reflejaba la honestidad de su alma. Su vida era un ciclo predecible de siembra y cosecha, un ritmo tranquilo dictado por el sol y la lluvia. Mi abuela, Carmen, era la calma que sostenía a la familia. Una mujer de fe profunda y una paciencia infinita, que con sus manos tejía la esperanza en cada comida que servía.
En un rincón apartado de sus terrenos, la naturaleza había esculpido un lugar de poder y misterio. Un árbol antiguo, un roble milenario cuyas raíces parecían un laberinto en la tierra, proyectaba una sombra densa y casi perpetua. Y junto a él, una roca imponente, un peñón gris que se alzaba como un centinela de piedra. Dentro de ella, se ocultaba una cueva, una herida oscura en la tierra que emanaba una presencia perturbadora. Los lugareños susurraban viejas leyendas sobre ese lugar, historias de espíritus antiguos y tratos con lo que no tiene nombre. Pero Paulino, un hombre pragmático, ignoraba las supersticiones y, después del almuerzo, solía descansar sobre esa roca, bajo la sombra protectora del árbol.
Un día, sin embargo, el ciclo se rompió. Paulino, exhausto por el trabajo bajo el sol inclemente, se quedó dormido sobre su roca habitual. El sueño fue inusualmente profundo, sin sueños ni conciencia, como si el mundo entero se hubiera apagado. Cuando despertó, la luz del atardecer ya se colaba por las ramas del roble, pero no estaba en la roca. Estaba dentro de la cueva, en la más absoluta oscuridad. Nadie podía explicar cómo había aparecido allí, ni lo que había ocurrido durante su sueño. Pero al salir de la cueva, su mirada ya no era la misma. Un brillo sombrío y calculador había reemplazado la franqueza, como si un velo de oscuridad se hubiera adherido a su alma.
Capítulo 2: La semilla de la fortuna
La transformación de Paulino fue lenta al principio, casi imperceptible. Dejó de ser el hombre que se conformaba con la cosecha de cada año para convertirse en un hombre ambicioso, con una sed insaciable de progreso. Lo que antes era un campo de subsistencia, se transformó en una finca próspera. El ganado se multiplicó a un ritmo asombroso, y de la noche a la mañana, Paulino se convirtió en un hombre rico, dueño de una de las propiedades más extensas y fértiles de la región. El pueblo, que lo había visto como un hombre humilde, ahora lo miraba con una mezcla de admiración y recelo. La prosperidad había llegado de la nada, y los rumores sobre la cueva y la roca no tardaron en reavivarse.
La riqueza no trajo felicidad a la casa. Al contrario, la oscuridad que se había apoderado de Paulino se manifestaba en una ira contenida y una paranoia constante. Con el paso del tiempo, mi abuelo se convirtió en un hombre próspero, pero en lo más profundo de su mirada se ocultaba algo sombrío, algo que solo se revelaba en la quietud de la noche. Se encerraba en sí mismo, se negaba a hablar de su prosperidad y su risa, antes sonora y contagiosa, se había desvanecido por completo. La familia sentía que vivía con un extraño, un hombre que se había robado el rostro de su padre y esposo.
Una madrugada, a las dos en punto, Paulino despertó a mi abuela, Carmen, con una voz extraña, aguda y autoritaria. “Ve a meter unas vacas que se han escapado del corral”, le ordenó. Carmen, temerosa de la noche y del hombre en el que se había convertido su esposo, se negó. “Paulino, es muy tarde. Espera a que amanezca”, suplicó. La reacción de mi abuelo fue de una furia inexplicable, como si una fuerza oscura lo dominara. Sus ojos, que antes habían sido la ventana a un alma bondadosa, ahora ardían con un fuego malévolo. Se levantó de la cama con una violencia que hizo temblar el suelo, su rostro distorsionado en una mueca de rabia.
Capítulo 3: La revelación y el escudo de ajo
Preocupada y profundamente asustada, mi abuela no pudo callar el incidente. A la mañana siguiente, habló con sus padres, con el rostro pálido y la voz temblorosa. Su padre, un hombre de campo que conocía las historias de la tierra, la escuchó en silencio. Cuando Carmen terminó su relato, su padre, con el rostro pálido, le advirtió: “Ten mucho cuidado, hija… Dicen que Paulino hizo un pacto con el diablo. Se reúne con él en la cueva del peñón, en sus tierras. A cambio de riquezas, debe entregar algo que él valora más que el oro: la vida de un miembro de la familia.”
El miedo, una sensación fría y pegajosa, comenzó a crecer en el corazón de mi abuela. Las palabras de su padre confirmaron sus peores temores. La prosperidad de Paulino no era un regalo de Dios, sino un trato con el diablo. Y la paga no era dinero, sino sangre. El terror de la madrugada no había sido por las vacas, sino por su vida. Mi abuela entendió que Paulino no estaba en control de sí mismo, que una fuerza oscura lo dominaba y lo manipulaba para que cumpliera su parte del trato.
Mi madre recuerda que, a partir de ese día, mi abuela se comportaba de manera extraña. Se decía que escondía ajos en su brasier, un viejo remedio de brujería contra el mal. Quemaba estiércol de vaca alrededor de la casa, trazando senderos de protección, y siempre llevaba un rosario en la mano, como un escudo de fe contra la oscuridad. Esa madrugada, la que se repitió con la misma exigencia, no fue diferente. Carmen, con un puro entre los dientes para ahuyentar a los malos espíritus, el rosario en la mano y las tres cabezas de ajo ocultas, se dirigió al corral para meter el ganado. Mientras caminaba por el camino iluminado por la luna, sentía una presencia helada que la seguía, una sombra que susurraba en el viento, pero se mantuvo firme.
Capítulo 4: La noche eterna y la furia del cielo
A la mañana siguiente, mi abuelo estaba extraño. La furia había desaparecido, reemplazada por una sombría y fría calma. La mirada de sus ojos era la de alguien que ha perdido algo, que ha fallado en una tarea crucial. Los hijos de la pareja lo vieron sacando las vacas del corral durante la noche, y se preguntaron por qué él había insistido en que mi abuela lo hiciera en medio de la oscuridad. La respuesta, aunque no la supieran, era simple y cruel: el demonio, al ver que Paulino se negaba a cumplir su parte del pacto y entregar a su esposa, había comenzado a castigarlo. La insistencia de Paulino no era por las vacas, sino porque la entidad, con la que tenía el trato, lo estaba castigando. Había prometido un miembro de la familia a cambio de la fortuna, y la entidad, con su furia, quería que su parte del trato se cumpliera.
Con el tiempo, la tensión en la casa creció hasta volverse insoportable. Paulino se encerraba en su habitación, se negaba a hablar y su rostro se tornó más pálido y demacrado cada día. Un pacto no se rompe sin consecuencias, y él, que había evadido la primera prueba, sabía que la segunda llegaría con más fuerza. Una tarde, el cielo se tornó de un color gris metálico, y un viento feroz se levantó de repente, como si los cielos mismos estuvieran furiosos. El vendaval, que no era un fenómeno natural, sino la manifestación de la ira de la entidad, fue tan fuerte que arrastró a Paulino, arrojándolo con una violencia inexplicable. Su cuerpo, que antes era fuerte y robusto, se estrelló contra un árbol. Cuando lo encontraron, su rostro estaba torcido en una mueca de terror, como si hubiera visto algo más allá de este mundo. Los ojos, llenos de un pavor indescriptible, miraban al vacío, como si la entidad lo estuviera arrastrando al infierno.
Capítulo 5: La sentencia final
Paulino fue llevado a su cama, donde permaneció postrado durante un mes. Su cuerpo, aunque vivo, estaba en un estado de parálisis completa. Solo podía mover sus ojos, que seguían llenos de un pavor indescriptible. Mi abuela, Carmen, no lo abandonó ni un solo día. Lo cuidó, lo alimentó y le rezó, con la esperanza de que la fe pudiera salvar lo que quedaba de su alma. Pero Paulino no respondía. La parálisis de su cuerpo era un reflejo de la parálisis de su alma. El miedo lo había consumido por completo, y él, que había elegido la riqueza en lugar de la paz, ahora solo podía esperar su final.
Entonces, una noche, la oscuridad de la casa se sintió más densa que nunca. Una serpiente gigantesca, de un color negro azabache y con ojos que brillaban en la penumbra, apareció colgando del techo sobre su cama. No era una serpiente de este mundo, sino una criatura de la oscuridad, un emisario del infierno. Mi madre cuenta que, en ese momento, mi abuelo exhaló su último aliento. La serpiente, que lo había mirado fijamente, desapareció en el aire, como si nunca hubiera existido. Los tíos y familiares intentaron matar a la serpiente, pero nunca la encontraron. Lo que encontraron fue a Paulino, con una expresión de paz en su rostro, como si la muerte fuera una liberación de un tormento insoportable.
Capítulo 6: El eco del vacío
Poco después del funeral de mi abuelo, una tormenta terrible, la más grande que el pueblo había visto, arrasó con todo lo que poseían. No era una tormenta natural, sino la furia de una entidad que, al no poder llevarse a un miembro de la familia, había decidido llevarse todo lo que Paulino había ganado. El ganado murió, las cosechas se perdieron, y las riquezas desaparecieron como si nunca hubieran existido. La prosperidad que había traído Paulino a la finca se desvaneció en el aire, dejando solo la ruina y la tristeza.
La familia se mudó del pueblo, dejando atrás las tierras que se habían convertido en un monumento a la tragedia. Hoy en día, aún somos dueños de esas tierras, heredadas por mi madre. Pero vivimos en la ciudad, y esas tierras, envueltas en misterio y tragedia, ya no nos interesan. El roble antiguo sigue allí, y el peñón con la cueva sigue guardando su oscuro secreto. Pero nadie se atreve a ir a ese lugar. El silencio de la tierra ya no es pacífico, sino un silencio de muerte. Un silencio que recuerda el precio de la prosperidad.
El precio de la prosperidad fue la vida de un hombre que, por ambición, se atrevió a hacer un trato con la oscuridad. Y la oscuridad, al final, siempre cobra su deuda.
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