En 1915, en plena Revolución Mexicana, el pueblo de San Isidro de las Palomas era un puñado de jacales polvorientos perdidos en la sequedad del norte de Chihuahua. El sol caía como plomo derretido sobre la tierra ingrata, y la gente vivía con miedo, no solo de la guerra, sino de Roberto.
Roberto era un desgraciado de 30 años, alto como un poste, con manos grandes como palas y un corazón más negro que una noche sin luna. Había heredado tierras y, con ellas, un poder cruel. Su madre, Doña Socorro, era el blanco de toda su amargura. Ella era una mujer lisiada; años atrás, una explosión de dinamita en la mina le había arrancado las piernas, dejándola confinada a una silla de madera que el carpintero le fabricó.
Mientras ella tejía rebozos para ganarse el pan, Roberto, borracho de mezcal desde el mediodía, la golpeaba, arrastraba, pateaba y escupía. La agarraba del pelo cano y la tiraba de su silla, culpándola de su vida miserable. Los vecinos escuchaban los gritos desgarradores, pero el dinero de Roberto compraba el silencio. En el norte, las madres son sagradas, pero en San Isidro, el miedo era más grande que la devoción.
Una noche de noviembre, cuando el frío del desierto cortaba como navaja, Roberto llegó más borracho que nunca. Había perdido dinero en una apuesta de gallos. Entró al jacal dando tumbos y, sin mediar palabra, agarró a su madre del pelo y la arrancó de la silla. La arrastró por el piso de tierra hacia la puerta, que abrió de una patada.
“¡Roberto, hijo mío, por Dios, no me hagas esto!”, suplicaba ella, arañando el suelo.
“¡Que se joda Dios y que te jodas tú también, vieja!”, escupió él.
La arrojó al patio, bajo la lluvia helada. El lodo frío se pegó a su ropa raída mientras él la pateaba en las costillas, una y otra vez, hasta que ella tosió sangre. La dejó allí, tirada como basura, y se metió a dormir la borrachera.
Los vecinos lo vieron todo desde sus ventanas, paralizados. Todos, menos una. Doña Luz, una mujer de corazón más grande que el desierto, no pudo soportarlo más. Esa misma noche, cuando el pueblo cayó en un silencio de tumba, Doña Luz ensilló su caballo y cabalgó hacia el norte, buscando al único hombre que podía impartir justicia en esa tierra sin ley: Francisco Villa.
Cabalgó dos días, durmiendo bajo los mezquites, hasta que encontró el campamento de la División del Norte. Se plantó frente al Centauro, con los ojos llenos de rabia y dolor, y le contó todo. Le habló del hijo desgraciado, de la madre lisiada, del silencio cobarde del pueblo.
Villa, cuyo respeto por las madres era absoluto, escuchó sin moverse. Cuando Doña Luz terminó, los ojos color miel del general se habían vuelto fríos como el acero templado. “Un hombre que golpea a su madre no es hombre, señora”, dijo con voz baja y cargada de una promesa terrible. “Es peor que alimaña del desierto. Y lo que voy a hacer con ese desgraciado será una lección que el norte nunca olvidará”.
Al amanecer, Villa, Rodolfo Fierro y veinte Dorados cabalgaban hacia San Isidro, guiados por Doña Luz.
Llegaron a mediodía, levantando una polvareda roja. El pueblo se encerró aterrado. Villa fue primero al jacal de Doña Socorro. La encontró tejiendo, con el rostro hinchado y amoratado. Al ver al general, la pobre vieja, en un acto de amor ciego, le suplicó: “General, mi hijo no es malo, es el mezcal. No le haga daño, por favor”.
Villa se arrodilló frente a ella, tomándole las manos curtidas. “Con todo respeto, señora”, dijo con una suavidad que helaba la sangre, “su hijo es un cobarde que golpea a una mujer indefensa. Y eso no tiene perdón de Dios ni de los hombres”.

Dejándola allí, se dirigió a la hacienda. Pateó la puerta y encontró a Roberto sentado a la mesa, comiendo barbacoa y bebiendo mezcal. “¿Quién chingados son ustedes?”, gritó Roberto, poniéndose de pie.
Villa cruzó la habitación y le dio una cachetada que lo tiró al suelo. “Soy Pancho Villa, pedazo de mierda, y vine a cobrarte la deuda que tienes con tu madre”.
Roberto, aterrorizado, intentó mentir, decir que su madre exageraba. Villa no lo escuchó. Se volteó hacia su brazo derecho. “Fierro, agarra la pala que está en el corral. Vamos a lisiar a este desgraciado exactamente como su madre está lisiada”.
El grito de Roberto desgarró el aire. Lo arrastraron al patio y luego a la plaza central, donde Villa había ordenado reunir a todo el pueblo. Ataron a Roberto, desnudo de la cintura para abajo, a un poste de mezquite.
“¡Pueblo de San Isidro!”, tronó la voz de Villa. “¡Vengo a hacer justicia porque ustedes fueron cobardes! ¡Vieron los moretones, escucharon los gritos y callaron! ¡Un hombre que golpea a su madre es un demonio, y en el norte los demonios pagan caro!”.
Hizo que Roberto girara la cabeza para mirar a su madre, que lloraba en silencio en su silla de ruedas. “Esto es lo que hiciste, Roberto”, dijo Villa. “Fierro”.
Rodolfo Fierro levantó la pala. El grito de Roberto fue cortado por el sonido sordo del metal golpeando hueso y carne. Su pierna izquierda se rompió como una rama seca. Cayó de rodillas, pero Fierro ya estaba sobre él. “Su otra pierna”, ordenó Villa. La pala subió y bajó de nuevo. La segunda pierna se quebró con un crujido que resonó en toda la plaza.
Roberto quedó tirado en el polvo, un bulto de dolor, sin piernas que lo sostuvieran. Villa se arrodilló a su lado y lo agarró del cabello. “Ahora escúchame bien. Vas a vivir el resto de tu vida dependiendo de otros. Cada vez que quieras comer, será tu madre quien decida si te da. Vas a vivir en carne propia el infierno que le hiciste pasar. Porque la justicia no es caliente como la venganza; la justicia es fría, Roberto, y dura para siempre”.
Villa se levantó. Repartió las tierras de Roberto entre los peones que trabajaban para él, ordenándoles que pagaran una renta justa a Doña Socorro. Advirtió al pueblo que cuidaran de ella y le advirtió a Roberto que, si alguna vez volvía a hacerle daño, regresaría y no lo dejaría con vida.
Los Dorados se fueron, desapareciendo en el polvo rojo de Chihuahua.
Pasaron las semanas. Roberto sobrevivió, pero sus piernas quedaron inútiles. Se convirtió en un inválido, confinado a una cama en el mismo jacal. Aprendió lo que era la impotencia total. No podía comer, ni moverse, ni limpiarse sin ayuda.
Y quien lo cuidaba, quien le cambiaba los vendajes, quien le daba de beber agua y le llevaba la comida a la boca, era Doña Socorro.
Una noche, con la voz quebrada por la humillación y el dolor, Roberto logró preguntar: “¿Por qué… por qué me cuidas, mamá? Después de todo lo que te hice”.
Doña Socorro, sentada a su lado en la silla de ruedas que compartía su destino, detuvo su tejido. Lo miró, no con odio, sino con una tristeza infinita que pesaba más que cualquier castigo.
“Porque eres mi hijo”, respondió ella con una simpleza brutal. “Y las madres no tienen derecho a elegir si aman o no a sus hijos. Solo tienen derecho a sufrir”.
Para Roberto, esa fue la verdadera sentencia. Atrapado en un cuerpo inútil, su vida entera se convirtió en un infierno frío, dependiendo cada segundo de la misericordia de la mujer que él había destruido, sabiendo que ella, a pesar de todo, nunca lo abandonaría.
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