La escoba raspaba el pavimento en la oscuridad eterna de Efrend Domínguez. Para él, cada amanecer en Santiago de

Chile era idéntico al anterior, negro absoluto, silencio visual, vacío donde

otros veían la cordillera de los Andes pintarse de rosa con el sol naciente.

Pero Efrén no necesitaba ver para barrer. Llevaba 18 años memorizando cada

centímetro de las calles del centro histórico, cada grieta del asfalto, cada

alcantarilla, cada árbol de la plaza de armas. Tenía 63 años y pesaba apenas 51

Su cuerpo era un esqueleto viviente envuelto en el uniforme naranja de la

municipalidad, dos tallas más grande que su figura demacrada. Caminaba con el

bastón blanco en la mano izquierda. y la escoba en la derecha, moviéndose por las calles como un fantasma que nadie quería

mirar. Sus compañeros de trabajo lo llamaban el ciego que barre peor que un

vidente, y se reían cuando tropezaba con los contenedores de basura que alguien

movía de lugar sin avisarle. “Oye, Efrén!”, le gritó Mauricio, su

supervisor, aquella mañana del 20 de diciembre. “¿Cuándo vas a renunciar, viejo? Llevas años arrastrándote, das

lástima. Efrén no respondió. Nunca respondía. Simplemente siguió barriendo,

contando en su mente, 23 pasos desde el poste de luz hasta la esquina. Io a la

derecha, 14 pasos hasta la jardinera, cuidado con la raíz del plátano oriental

que levantó la vereda. La verdad que Mauricio no sabía, que nadie sabía, era que Efrén estaba

muriendo, no solo de hambre, aunque eso también, sino de un cáncer de estómago

que crecía silencioso en sus entrañas, como una sombra dentro de otra sombra.

Efrén lo sentía, el dolor constante, el ardor que subía por su garganta, el peso

que había perdido mes tras mes, pero nunca fue al médico. ¿Para qué? Para que

le dijeran que necesitaba tratamientos que no podía pagar. Para que le confirmaran lo que ya sabía, que estaba

muriendo solo, sin familia, sin nadie que llorara su muerte. Ganaba 440,000

pesos chilenos al mes, $480. 70% se iba en la renta de su habitación.

Una pensión de 2 m por 2 m en el barrio Estación Central, con una cama de

resortes rotos, una mesa coja y un baño compartido con otros siete inquilinos.

El 30% restante era para comer pan con té una vez al día. A veces, si había

suerte, un plátano, nada más. No había tenido una Navidad de verdad en 25 años,

no desde que su esposa Rosa María, murió en el parto junto con su bebé, un varón.

Nunca conoció la cara de su hijo porque ya estaba quedándose ciego para entonces. Y cuando el doctor le puso al

bebé en brazos por 3 minutos antes de que dejara de respirar, Efrén solo pudo

sentir su pequeño cuerpo tibio, su corazón diminuto, latiendo cada vez más

despacio hasta detenerse. Desprendimiento de retina bilateral, le

habían dicho. Operable si se atendía rápido. Pero Efrén no tenía dinero ni

seguro. Trabajaba de estivador en el puerto de Valparaíso. Rosa María limpiaba casas. Apenas les

alcanzaba para comer. Los médicos dijeron que podían esperar unos meses juntar el dinero de la operación, pero

Rosa María se complicó en el embarazo. Necesitaron cada peso para intentar

salvarla a ella y al bebé. No alcanzó. Murieron los dos. Y Efrén se quedó

ciego, viudo, sin hijo, sin nada. Ahora,

18 años después, caminaba por las calles que había memorizado con la desesperación de un hombre, que sabe que

sin ese trabajo moriría de hambre en una semana. Cada turno era una batalla contra el dolor del estómago, contra el

mareo por la desnutrición, contra las burlas de sus compañeros.

El barrendero fantasma escuchó que alguien murmuraba cuando pasó cerca del grupo que fumaba en la

esquina de la catedral metropolitana. Ya debería estar muerto. No sé cómo

sigue vivo. Efrén tampoco lo sabía, pero seguía barriendo. Aquella tarde del 24

de diciembre, Nochebuena, Efrén recibió su asignación de turno. Te toca la plaza

de armas completa le dijo Mauricio con una sonrisa cruel. Toda la noche hasta

las 2 de la mañana. Feliz Navidad, ciego. Los demás se rieron. Era el peor

turno, el que nadie quería. Trabajar toda la nochebuena mientras las familias

cenaban, se abrazaban, abrían regalos. Pero Efrén asintió en silencio. ¿Qué

diferencia hacía? No tenía familia, no tenía Navidad, no tenía nada. A las 6 de

la mañana, antes de su turno, Efrén comió su único pan del día, media

marraqueta con un té negro sin azúcar. En su bolsillo de la chaqueta guardó la

otra mitad de la marraqueta envuelta en una servilleta. Esa era su cena de

Navidad, su cena especial. Lo único que tendría para celebrar otra Navidad solo

invisible, muriendo de a poco. Cuando llegó a la plaza de armas a las 11 de la

noche, el silencio era absoluto. No había vendedores ambulantes, no había

turistas, no había niños jugando, solo Efrén y su escoba barriendo confeti y

papeles en la oscuridad que para él era eterna. barría en automático contando

pasos cuando escuchó el sonido. Un llanto pequeño, desesperado.

“Hola!”, llamó Efrén deteniendo su escoba. El llanto se acercó, pasos

descalzos sobre el pavimento frío. “Señor”, dijo una voz de niño quebrada por el

frío y el hambre. “Tiene comida, por favor. Mi mamá está enferma. No comimos

en tres días. Efrén sintió que su corazón, ese corazón cansado y enfermo, se partía en dos.

¿Dónde está tu mamá, niño? En el banco de la plaza, señor. Tiene fiebre muy

alta, no se puede mover. Efrén dejó caer la escoba y tomó su bastón con las dos

manos. Siguió la voz del niño contando pasos tanteando con el bastón. 28 pasos.