Chamavam de “Ponto Suicida” — Até Este Fuzileiro Derrubar 12 Bombardeiros Japoneses

A las **7:42 de la mañana del 30 de junio de 1943**, el cabo **Mitchell Page** estaba agachado detrás de un cañón antiaéreo **Bofors de 40 mm** en el extremo norte de **Rendova**, con la cara pegajosa por la humedad y la mirada clavada en un cielo vacío.

Vacío… por ahora.

En noventa minutos, ese mismo cielo iba a tragarse a **diecisiete hombres**.

Page tenía **22 años**. Era bueno en lo suyo: identificación de aeronaves, cálculos de trayectoria, tiempos de vuelo. En los entrenamientos, le atinaba a casi todo. Pero en Rendova —con lluvia diaria, montañas que partían la vista y aviones que aparecían como fantasmas— no había derribado **ni uno**.

Los japoneses llegaban por encima de las colinas, soltaban sus bombas y desaparecían antes de que los cañones pudieran seguirlos.

Los marines ya tenían un apodo para la isla: **“Punto Suicida”**.

En los últimos cuarenta y cinco días, los bombarderos japoneses habían matado a más de cien estadounidenses allí. Y lo peor no era el número.

Era la forma.

Eran **doce segundos** de aviso.

Doce segundos entre el grito de “¡aviones!” y el rugido de las bombas cayendo. Doce segundos para correr, apuntar, respirar… o morirse.

Page conocía los nombres. Los tenía atorados en la garganta.

El **24 de junio**, el sargento técnico **Raymond Cooper** estaba descargando cajas de munición de 40 mm desde un LST. Sonaron motores. Algunos corrieron a los refugios.

Cooper siguió cargando.

Una bomba explotó a unos metros de él. Fragmentos de metal le atravesaron el pecho y la garganta. Cuando el médico llegó, ya no había nada que hacer.

Tenía **29 años**. Una esposa en Sacramento y un hijo de **tres años** que no volvería a ver.

El **27 de junio**, el cabo **James Mitchell** estaba en un puesto de observación costera al este de la pista. Vio los aviones primero y alcanzó a gritar la alerta por radio.

Eso les dio a los artilleros quizá **quince segundos** extra.

Pero a él no le dio nada. Se quedó transmitiendo posiciones hasta que una bomba cayó directo en su trinchera. La explosión fue tan cercana que no quedó cuerpo para enterrar.

Tenía **21 años**.

El **28 de junio**, el soldado de primera clase **Anthony Vacaro**, asistente de artillería en un Bofors junto a la pista, siguió alimentando munición mientras el cielo se partía en gritos.

Una bomba cayó lo suficientemente cerca como para estrellarlo contra la base de concreto del cañón. Se le rompió la columna. Murió tres horas después en el puesto médico, consciente… con dolor todo el tiempo.

Tenía **23 años**. Se había alistado dos días después de Pearl Harbor.

Page había comido con Cooper. Había jugado cartas con Mitchell. Vacaro le había prestado un encendedor Zippo tres días antes de morir.

Ahora los tres estaban enterrados en el mismo enemigo: aviones que llegaban sin aviso.

El mayor **Harold Dick**, veterano de Guadalcanal y famoso por hablar sin rodeos, reunió a los comandantes antiaéreos y dijo cinco palabras, como si fueran un golpe en la mesa:

—**Necesitamos más tiempo de aviso.**

Tres días antes habían instalado un radar nuevo, el **SCR-268**. Pesaba cerca de **45 kilos**, tragaba energía como bestia y el generador se descomponía con la misma facilidad con la que la lluvia caía en Rendova: siempre.

Nadie sabía usarlo bien.

Los técnicos del Ejército juraban que podía detectar aeronaves a quince millas. Dick no les creía. Lo vio una vez: una pantalla verde con puntitos verdes… un caos.

—Una máquina de **500.000 euros** para hacer ruido —escupió.

Pero no tenía alternativa.

Mandó colocar el radar en el punto más alto dentro del perímetro defensivo, una cresta que dominaba el canal. Y eligieron a Page como operador principal por una razón simple: era de los pocos con secundaria completa y buena cabeza para números.

El **29 de junio**, Page pasó horas frente a la pantalla.

Un tubo de rayos catódicos de ocho pulgadas. Un fondo verde. Destellos. Puntos. Apariciones que se encendían y se apagaban como luciérnagas enfermas.

Montañas, nubes, interferencias… ¿aeronaves? Nadie podía asegurarlo.

A las **4:15 de la tarde**, doce bombarderos “Bet” atacaron otra vez. Los artilleros dispararon cientos de proyectiles. Ninguna aeronave cayó.

Page, clavado al radar, solo vio puntos. Muchos puntos.

Cuando terminó el ataque, Dick subió empapado hasta el puesto y preguntó:

—¿Viste algo útil?

Page tragó saliva.

—Vi… puntos, señor.

Dick lo miró como si fuera a romperle el orgullo en la cara.

—¿Funciona?

—No lo sé.

Dick apretó la mandíbula.

—El general viene el **2 de julio**. Si esto no demuestra valor, lo mandan de regreso a Pearl Harbor.

Esa noche, Page no durmió. No por el trueno. No por el barro.

Por Cooper cargando cajas.

Por Mitchell gritando al radio hasta desaparecer.

Por Vacaro consciente, con la espalda rota.

Doce segundos. Nada más.

Al amanecer del **30 de junio**, a las **5:30**, Page caminó hacia el radar como quien va a un funeral.

El generador estaba encendido. La pantalla viva. Los puntos bailando.

Se sentó. Y solo miró.

Dos horas.

Al principio, nada cambió. Luego, algo en su cabeza hizo “clic”.

Las montañas no se movían.

Las nubes sí… pero lento.

Y había puntos que se movían rápido: aparecían en una esquina, desaparecían, reaparecían más allá. Como si atravesaran la pantalla.

A las **7:15**, tres puntos brillantes entraron por el lado superior derecho. Cruzaron hacia la izquierda. Se perdieron detrás de lo que Page creyó que era el monte Rendova. Y reaparecieron del otro lado.

En línea recta.

En la ruta que los japoneses usaban cuando venían desde **Bougainville**.

Page tomó el teléfono de campaña conectado a las baterías y dijo, sin adornos:

—**Posibles aeronaves hostiles aproximándose.**

A las **7:23**, los puntos estaban más cerca. Page calculó mentalmente.

Volvió a llamar.

—**Confirmado. Tres contactos del noroeste.**

A las **7:28**, se escucharon motores.

A las **7:29**, los observadores visuales los vieron: **tres bombarderos Bet** a unos 4.000 pies, directos a la pista.

A las **7:30**, los cañones abrieron fuego.

Y por primera vez en Rendova, los artilleros tuvieron algo que nunca tenían:

**tiempo**.

Seis minutos para rastrear. Para ajustar. Para alimentar munición con calma. Para apuntar con intención.

El Bofors vomitó metal hacia el cielo.

El bombardero líder empezó a soltar humo. Se salió de la formación, perdió altitud y cayó al canal a un par de millas de la costa.

Los otros dos soltaron sus bombas demasiado pronto, lejos de todo, y giraron para huir.

A las **7:35**, Dick llegó corriendo al puesto del radar.

—¿Cuánto aviso diste?

Page, con la garganta seca:

—Ocho minutos desde la primera detección.

Dick se quedó en silencio. Diez segundos eternos.

Luego preguntó, como si estuviera probando el suelo antes de caminar:

—¿Puedes hacerlo otra vez?

Page miró la pantalla, ahora menos monstruosa.

—Creo… que sí, señor.

Dick solo dijo:

—Sigue mirando.

A las **9:11**, aparecieron cinco puntos.

—Cinco hostiles del norte —anunció Page por teléfono.

A las **9:19**, los Bet eran visibles. Formación en V.

A las **9:21**, los cañones dispararon con el enemigo ya en la mira. La pared de explosiones fue tan densa que el aire parecía romperse.

Uno se incendió y cayó en espiral. Otro soltó humo, salió herido… y luego su motor explotó y se desplomó directo al canal.

Page los vio desde el radar, apretando el lápiz como si fuera un arma.

A las **11:47**, llegaron nueve puntos.

Page avisó. Los artilleros esperaron.

Cuando los bombarderos entraron en rango, volaron directo a una tormenta de metal. Uno explotó en el aire. Otro cayó en llamas. Los demás soltaron bombas de pánico y huyeron.

Ninguna bomba pegó en algo importante.

Page empezó a anotar todo en un cuaderno: hora de detección, primer aviso, avistamiento visual, inicio de fuego, resultados.

No era solo memoria.

Era método.

A la **1:15 de la tarde**, Dick regresó con oficiales, entre ellos un coronel. Dick presentó a Page sin ceremonia:

—Él es el operador. Esto es lo que el radar está haciendo.

El coronel preguntó cuántas aeronaves habían caído. Dick respondió con frialdad:

—Cuatro confirmadas, dos probables. Seis de diecisiete. Más del treinta por ciento.

—¿Bombas en blanco? —preguntó el coronel.

—Cero muertos hoy. Cero daños en instalaciones. Cero impactos críticos.

El coronel miró a Page.

—¿Cuánto aviso?

—Entre ocho y once minutos —dijo Page.

El coronel asintió lentamente, como si acabara de ver nacer algo nuevo.

—Manténganlo operando.

A las **16:33**, el radar mostró **dieciocho puntos**.

Dieciocho.

Eso era… toneladas de bombas.

Page tragó saliva y levantó el teléfono.

—Dieciocho aeronaves hostiles del norte. Repito: dieciocho.

En toda Rendova sonaron alertas. Los artilleros se movieron como engranes.

A las **16:44**, los bombarderos aparecieron en formaciones escalonadas, a unos 3.500 pies.

Todas las baterías dispararon al mismo tiempo.

El cielo se llenó de explosiones negras.

Dos cayeron casi de inmediato. Otro explotó. Un cuarto perdió un ala y giró hacia el océano. Los demás trataron de mantener la formación, pero era imposible: los artilleros habían tenido demasiado tiempo para apuntar.

Al final, Page contó siete derribados o gravemente dañados.

Esa noche, Rendova dejó de sentirse como una isla esperando su turno de morir.

Dick subió con una expresión que Page no le conocía.

—El general ya no viene a retirar nada —dijo—. Van a mandar más técnicos y otro radar.

Luego preguntó:

—¿Puedes entrenar operadores?

—Sí, señor.

—¿Qué necesitas?

Page no pidió medallas. Pidió cosas simples, de guerra real:

—Mejores registros para el generador. Cobertura para la lluvia. Y más cuadernos.

Dick asintió.

—Mañana lo tienes.

El **1 de julio** empezó temprano. A las **5:45**, Page detectó tres contactos. Los japoneses preferían atacar al amanecer o al final de la tarde.

Esta vez, los artilleros ya estaban esperando.

Dos de tres bombarderos cayeron antes de soltar bombas. El tercero descargó su carga en el océano y huyó con humo saliéndole del motor.

Pero a las **10:17**, Page vio algo distinto: seis puntos, paralelos a la costa… y luego un giro, como si estuvieran rodeando.

—Seis hostiles del oeste. Ruta inusual —avisó.

Cuando aparecieron, venían bajos, usando montañas como cobertura. El tiempo de aviso se volvió corto. Las bombas cayeron rápido.

Una reventó en el borde de la pista. Otra cerca del combustible, sin daño grave.

Solo lograron dañar uno.

Ese día, Page entendió una verdad fea:

El enemigo se adapta.

Por la tarde, llegó otro golpe. Cuatro puntos desde el sur, una ruta casi nunca usada.

Cuando los bombarderos aparecieron, venían bajísimos, a unos quinientos pies sobre el agua. Pasaron la costa sur antes de que los cañones pudieran seguirlos bien.

Soltaron bombas cerca del puesto médico.

Una cayó sobre una tienda.

Murieron tres marines. Siete quedaron heridos.

El soldado de primera clase **Robert Chen**, médico, estaba atendiendo a un compañero con malaria cuando la bomba explotó cerca. Murió al instante.

Tenía **24 años**. Había terminado medicina hacía un año. Había pospuesto su residencia para alistarse.

El cabo **David Price** estaba cargando suministros médicos cuando la explosión lo arrojó contra un árbol. Fragmentos le perforaron los pulmones. Se ahogó en su propia sangre antes de que alguien pudiera ayudarlo.

Tenía **22 años**.

Y el soldado **Thomas Wade** murió horas después. Fragmentos en el estómago. Los cirujanos intentaron salvarlo, pero era demasiado.

Murió consciente, preguntando por su mamá.

Tenía **19 años**.

Page conocía a Price. Habían fumado juntos dos días antes.

Ahora estaba muerto porque el radar ya no daba tanto aviso cuando los bombarderos volaban bajo, escondiéndose en el terreno.

Esa noche, Dick reunió a los comandantes.

—El radar funciona —dijo—. Y los japoneses ya lo saben.

Se discutieron ideas. Más altura, más puestos de observación… nada resolvía lo esencial: verlos **antes**.

Page se quedó callado durante la reunión. Pero cuando todos salieron, se quedó mirando el mapa de Rendova colgado en la tienda de mando.

Si el problema eran las montañas… la solución tenía que estar **del otro lado**.

Al amanecer del **2 de julio**, Page fue con Dick.

—Señor… si colocamos equipos de observación más allá de las montañas, con radios… cuando el radar detecte contactos, ellos confirman visualmente y reportan ruta exacta. Radar más ojos. Juntos nos darían más tiempo, incluso si vuelan bajo.

Dick lo escuchó. Miró el mapa. Y dijo una palabra que sonó como bendición:

—Funciona.

El **3 de julio**, seis equipos de dos hombres fueron desplegados alrededor de Rendova, más allá de las montañas, con radios **SCR-136**. Cada equipo cubría una ruta.

El sistema empezó ese mismo día.

A las **8:23**, Page detectó ocho contactos. Alertó al equipo Charlie. A las **8:29**, Charlie confirmó: ocho Bet volando bajos por los valles.

Cuando emergieron sobre Rendova a las **8:37**, todas las baterías estaban esperando, perfectamente colocadas.

Fue una carnicería.

Cuatro bombarderos cayeron casi de inmediato. Dos más quedaron tan dañados que se fueron al océano antes de llegar a Bougainville.

Solo dos regresaron.

En los días siguientes, los japoneses siguieron intentando… y perdiendo. Mandaban doce, caían nueve. Mandaban seis, caían cinco. Mandaban tres, se daban la vuelta antes de llegar.

“Punto Suicida” empezó a llamarse distinto.

No porque fuera seguro para los marines.

Sino porque se volvió una zona mortal para cualquiera que intentara atacarla.

Entonces el enemigo cambió otra vez.

El **7 de julio**, a las **3:15 de la madrugada**, Page detectó puntos en el radar.

Ataque nocturno.

Era raro. Bombardear de noche era impreciso y peligroso, pero ahí venían: cinco contactos, lentos, como sombras.

Page avisó.

A las **3:28**, escuchó motores.

Los bombarderos volaban sin luces, tragados por la oscuridad. Los artilleros intentaron seguirlos por sonido, pero era como apuntar al miedo.

Las bombas cayeron.

La mayoría erró, pero una pegó en un depósito de munición. La explosión iluminó la isla como si fuera mediodía.

Tres marines murieron en el estallido. Diecisiete quedaron heridos.

El soldado **William Torres** estaba de guardia cerca del depósito. No alcanzó a correr.

Tenía **23 años**.

El cabo **Frank Russo** murió después, intentando apagar el incendio. La munición empezó a “cocinarse” con el calor y una segunda explosión lanzó fragmentos que le cortaron la garganta.

Sangró hasta morir en menos de dos minutos.

Tenía **26 años**.

Y el soldado de primera clase **Joseph Mendoza** murió cuatro horas después en el puesto médico. Quemaduras en más de la mitad del cuerpo. No había suficientes suministros para tratarlo.

Murió en agonía.

Tenía **20 años**.

Page entendió el problema de inmediato: el radar podía verlos, sí… pero nadie podía disparar a lo que no podía **iluminar**.

Durante días, los japoneses atacaron casi solo de noche. El radar avisaba, pero sin luz, los cañones eran ciegos.

Dick estaba furioso. De día, el sistema era perfecto. De noche, parecía inútil.

El **15 de julio**, otra reunión. Se pidieron más reflectores. No había. Se pidieron cazas nocturnos. No llegarían pronto. Se pensó en búnkers. No alcanzaban.

Page tuvo una idea que le apretó el pecho de puro riesgo.

El problema no era tener reflectores.

Era saber **a dónde apuntarlos**.

El radar mostraba distancia y dirección. No la altitud exacta. Pero… si se podía estimar, aunque fuera con margen, quizá bastaba.

Page pasó dos días armando una tabla: tiempo entre detección en radar y avistamiento visual, relacionándolo con una altitud probable. No era perfecto.

Pero era suficiente.

La noche del **17 de julio**, seis bombarderos se acercaron a las **22:43**.

Page los detectó. Calculó posición. Estimó altitud: cerca de 3.000 pies.

Y dictó coordenadas al reflector número tres.

El haz se encendió y cortó la oscuridad.

Allá arriba, atrapado como un animal en la luz, estaba un Bet.

Los artilleros abrieron fuego de inmediato.

El bombardero se incendió y cayó.

Page calculó otro. Reflector número cinco. Otro Bet iluminado.

Otro abatido.

En cinco minutos, cuatro de seis habían caído. Los dos restantes soltaron sus bombas en el mar y huyeron.

Dos noches después, ocho bombarderos. Seis derribados.

Luego cinco. Cuatro derribados.

Luego dos. Se dieron la vuelta antes de llegar.

Los pilotos japoneses empezaron a entender: no importaba si atacaban de día o de noche.

Los estadounidenses sabían dónde estaban.

Entre el **30 de junio** y el **25 de julio de 1943**, hubo decenas de ataques. La tasa de derribo subió de algo casi simbólico a algo que parecía imposible.

Los japoneses intentaron explicarlo. Algunos hablaron de “dispositivos mágicos”. Otros imaginaron espías transmitiendo posiciones.

La verdad era más simple… y más peligrosa para ellos:

Un radar, ojos en el terreno y un cabo con un cuaderno.

El teniente comandante **Taqueo Tanimizu**, uno de los pilotos más experimentados de la Marina Imperial, llegó a Rendova con nueve bombarderos en formación perfecta.

Era su primera vez atacando ese objetivo. Había escuchado historias, pero no las creía del todo. Un piloto habilidoso, pensaba, siempre encuentra un hueco.

A las **14:52**, Page detectó nueve contactos. Avisó a las baterías. Observadores confirmaron.

A las **15:07**, los bombarderos entraron en rango.

Y el cielo se volvió un muro.

Tanimizu intentó maniobras evasivas. El fuego lo siguió.

Se lanzó en picada. Le anticiparon.

Subió. Ya lo esperaban.

En minutos, tres bombarderos cayeron. Otro ardía.

Tanimizu soltó bombas demasiado pronto y viró para huir. Un proyectil de 40 mm le desgarró el ala derecha. El motor izquierdo empezó a escupir aceite.

Logró llegar a Bougainville, pero su avión quedó tan dañado que no volvió a volar.

De nueve, cinco no regresaron.

Tanimizu escribió después que las defensas de Rendova eran las más formidables que había enfrentado, y sugirió que quizá el objetivo no valía las pérdidas.

Nadie le hizo caso.

Pero, aun así, después del **25 de julio**, los ataques empezaron a disminuir. No por compasión.

Por desgaste.

Cada bombardero perdido era difícil de reemplazar. Cada piloto muerto era años de entrenamiento tirados al mar. Rendova se estaba tragando lo que Japón ya no podía pagar.

A principios de **agosto**, el mando estadounidense envió a un coronel de inteligencia a investigar por qué la tasa de derribos había cambiado tanto.

Entrevistó a Page, a Dick y a los comandantes. Revisó los registros. Vio el sistema funcionar durante ataques reales.

Y escribió un informe largo, detallando cómo Rendova había transformado la defensa antiaérea de reactiva a proactiva.

Ese informe se distribuyó por el Pacífico. En pocas semanas, otras bases implementaron sistemas similares: radar integrado con observadores, cálculos para iluminación nocturna, registro meticuloso de patrones.

Lo que un cabo había aprendido mirando puntitos verdes se volvió doctrina.

Page se quedó en Rendova hasta **noviembre de 1943**. Entrenó a otros operadores. Escribió un manual de procedimientos. Fue ascendido a sargento.

Dick fue promovido también. Sobrevivió a la guerra. Años después, dejó instrucciones en su testamento para que una carta llegara a Page.

Tres frases.

**“Salvaste cientos de vidas en Rendova. Nunca lo dudes. Gracias.”**

El radar **SCR-268** fue retirado en 1945, guardado, olvidado… hasta que décadas después alguien lo encontró en una limpieza de almacén y entendió que no era chatarra.

Lo donaron a un museo en Washington, D.C.

Una placa pequeña dice: **Radar SCR-268. Usado en Rendova, 1943.**

Page volvió a Rendova una sola vez, en **1993**, cincuenta años después. La pista estaba abandonada, tragada por la vegetación. El lugar donde estuvo el radar era una simple claridad entre árboles.

Page se quedó allí una hora, en silencio, mirando nada.

Y pensando en Cooper.

En Mitchell.

En Vacaro.

En Chen, Price, Wade.

En Torres, Russo, Mendoza.

Hombres que murieron cuando el aviso era de doce segundos.

Y en los que no murieron cuando el aviso se volvió de diez minutos.

Page se casó en 1947 con una mujer llamada **Dorothy**. Tuvieron tres hijos. Trabajó décadas como ingeniero electrónico. Se retiró.

Rara vez hablaba de la guerra.

Pero cada **30 de junio**, llamaba al museo y preguntaba si el radar seguía en exhibición.

Siempre lo estaba.

Eso lo dejaba tranquilo.

Page murió en **2008**, a los **87 años**, en casa, rodeado por su familia. Después, Dorothy encontró un cuaderno viejo, amarillento, con la tapa de cuero desgastada.

Era el cuaderno de Rendova.

Cada página tenía anotaciones precisas: detecciones, avisos, rutas, resultados.

La última página tenía una lista escrita a mano: **43 nombres**. Los hombres que habían muerto antes de que el sistema funcionara como debía.

Debajo de la lista, Page escribió una sola frase por ellos.

Y años después, en una ceremonia pequeña frente a esa vitrina del museo, un oficial lee esos nombres en voz alta.

Siempre termina igual.

**“Les dieron diez minutos. Fue suficiente.”**

Si esta historia te llegó al corazón, cuéntame en los comentarios qué parte te pegó más… y si alguna vez habías escuchado el nombre de Mitchell Page.