Capítulo 1:
Abandonaron a su pobre madre en el pueblo y años después lo lamentaron
Martha era la mujer más feliz del pueblo esa tarde. Sus dos hijos, James y Daniel, finalmente regresaban a casa, no de visita, sino para llevarla con ellos a la ciudad. Ella los había criado sola desde que su esposo murió muchos años atrás. La vida había sido dura.
Vendía verduras, cargaba bultos sobre su cabeza y trabajaba en las fincas de otras personas solo para enviarlos a la escuela. Y ahora, después de todo el dolor y sacrificio, venían por ella. James la había llamado tres días antes.
—Mamá, prepárate —dijo emocionado—. Vamos a recogerte este fin de semana. Hemos comprado una gran casa en Laros. De ahora en adelante vivirás con nosotros.
Lágrimas rodaron por su rostro.
—Oh, hijo mío. Gracias. Dios los bendiga a ambos. Estaremos listos el sábado por la mañana. Empaca todo lo que quieras llevar.
Esa tarde, Martha decidió visitar a alguien: su hermana mayor, Rebecca. Hacía mucho tiempo que no la veía. No hablaban mucho.
Martha sabía que su hermana era difícil, siempre se quejaba, siempre amarga, pero pensó que era lo correcto informarle. Se ajustó la falda envolvente y caminó hasta la casa de Rebecca. La luna estaba alta y el viento fresco.
Cuando Rebecca la vio, se sorprendió:
—Martha, viniste a mi casa a esta hora… espero que no haya problema.
Martha sonrió.
—No hay problema, hermana. Vine a compartir buenas noticias.
Rebecca levantó las cejas.
—¿Buenas noticias? ¿Ahora tienes dinero? —dijo burlona.
Martha rió.
—No dinero, sino alegría. —Se sentó y le contó todo—. Mis hijos vienen mañana a llevarme a Laros. Compraron una casa. Dijeron: “Nunca más sufriré. Finalmente viviré en paz”.
Rebecca no sonrió. No dijo “Felicidades”. Solo la miró fijamente.
—¿Quieres decir que se llevan a vivir contigo a la ciudad? Y yo no estaba informada.
—Por eso vine —dijo Martha amablemente—. Pasaremos a saludarte antes de irnos.
Rebecca asintió lentamente.
—Está bien, buen viaje.
Martha se levantó y la abrazó.
—Solo quería que lo supieras.
Mientras se iba, Rebecca la observó con ojos ardientes, el rostro torcido por los celos y la ira. “Quiere dejarme aquí y disfrutar la vida después de todos estos años de sufrimiento… yo, la hermana mayor.”
Entró a su habitación y cerró la puerta con llave. Esa noche, Rebecca no durmió. Sus ojos permanecieron abiertos, mirando el techo. Alrededor de la medianoche, se levantó en silencio, se ató la bufanda y salió por la puerta trasera.
Caminó en la oscuridad hasta el borde del pueblo, hasta la casa de un médico tradicional conocido como Baba Salako. Tocó tres veces.
—¿Quién es? —preguntó una voz profunda.
—Rebecca, necesito tu ayuda.
La puerta se abrió lentamente. La habitación estaba tenue, llena de humo y olor a hierbas quemadas. Baba Salako estaba sentado en un tapete, el rostro cubierto parcialmente con tiza blanca.
—Habla —dijo.
—Los hijos de mi hermana vienen a llevársela del pueblo. Ahora son ricos. Ella me dejará atrás y me olvidará para siempre.
El médico tradicional la miró con ojos cansados.
—¿Qué quieres que haga?
—Quiero que esos chicos se vuelvan contra su madre. Que la odien. Que la rechacen. Que me elijan a mí en su lugar.
Baba Salako cerró los ojos y alcanzó una pequeña calabaza. La sacudió, luego vertió un poco de polvo negro sobre un paño.
—¿Tienes algo que les pertenezca? —preguntó—. No importa, pero me aseguraré de que coman en mi casa mañana.
—Bien. Mezcla este polvo en su comida. No dejes que tu hermana se entere. Una vez que lo coman, sus corazones cambiarán. Se volverán completamente contra ella.
Rebecca recogió el polvo con manos temblorosas y le dio dinero.
—Gracias. Asegúrate de que funcione.
El anciano se rió.
—Funcionará, pero recuerda esto: lo que siembras, cosecharás.
A Rebecca no le importó. Se fue antes del amanecer, con los ojos llenos de maldad.
Al día siguiente, James y Daniel llegaron al pueblo alrededor de las 10:00 a.m. Su SUV brillaba.
Los aldeanos se reunieron mientras los dos jóvenes salían, luciendo elegantes y atractivos. Martha corrió a abrazarlos con lágrimas en los ojos.
—Mis hijos, cumplieron su promesa.
—Mamá, te ves tan joven —dijo Daniel—. Te extrañamos. He estado contando los días.
—Entren, descansen. Cociné su sopa favorita.
Se sentaron a comer en la pequeña casa de Martha, riendo, bromeando y recordando viejos momentos de la infancia.
Después de terminar, Martha habló suavemente:
—Mis hijos, antes de irnos a la ciudad, vayan a saludar a mi hermana Rebecca. Preguntó por ustedes. Dice que los extraña mucho.
James desvió la mirada y frunció el ceño.
—¿Tenemos que ir, mamá? Esa mujer nunca se preocupó por nosotros.
Capítulo 2: La Semilla de la Discordia
James desvió la mirada y frunció el ceño. —¿Tenemos que ir, mamá? Esa mujer nunca se preocupó por nosotros. Cuando éramos pequeños, nos veía morir de hambre y nunca nos ofreció un pedazo de pan.
Martha lo miró, desconcertada. —Hijo, ¡ella es tu tía! Me ayudó más de lo que crees, y siempre os ha querido mucho, a su manera. —Mamá, yo sé que eres la única que nos ha ayudado. Esa mujer no nos quiere y nunca nos ha querido —interrumpió Daniel, su voz resonando con un tono de amargura que Martha no había escuchado en años. Martha los miró, su corazón encogiéndose de dolor. No entendía de dónde venía esa amarga actitud. —Hijos míos, ¿qué os pasa? ¿Por qué habláis así de vuestra tía? —Mamá, por favor, no vamos a ir a verla. Nos vamos a ir a Laros. Ahora somos nosotros quienes te vamos a cuidar. Te compramos una casa grande, te daremos de comer, te vestiremos bien, y ya no tendrás que volver a trabajar.
Martha se sorprendió. Sus hijos siempre habían sido respetuosos. La forma en que se dirigían a ella era muy diferente. —Hijos míos, ¿estáis bien? —preguntó preocupada. —Mamá, estamos bien, solo nos aseguraremos de que nadie vuelva a aprovecharse de ti. No vamos a visitarla.
Martha insistió, y James, con un tono más brusco de lo habitual, dijo: —¡Mamá! ¡Hemos dicho que no! ¿No es suficiente? ¡Nos vamos!
Martha, completamente confundida y herida por la actitud de sus hijos, cedió. En su mente, una alarma silenciosa sonaba. ¿Qué había pasado? ¿Por qué la mirada de sus hijos era tan dura? ¿Por qué la rechazaban de repente? Martha los miró, con el dolor en sus ojos, pero los siguió en silencio.
Capítulo 3: La Cosecha de la Ira
A Rebecca se le había metido en la cabeza que, para que el polvo funcionara, tenía que ver a los hermanos. No podía quedarse en casa. Corrió al pueblo y se sentó en el banco de la plaza, fingiendo leer un libro. Estaba ansiosa por ver qué había ocurrido.
Cuando vio a Martha salir de la casa con sus hijos, casi se le caen los ojos. Martha parecía un fantasma. James y Daniel no la sostenían del brazo. Iban delante de ella, como si fueran extraños. Rebecca los vio entrar en el lujoso auto. El auto pasó por delante de ella, y cuando James la miró, no había amor en sus ojos. No había ninguna emoción en absoluto.
La expresión de Rebecca cambió de ansiosa a triste. No fue como ella esperaba. No la buscaron. Parecía que su plan había fallado. Se levantó y regresó a casa.
Martha y sus hijos siguieron su camino, pero el trayecto fue tenso. James y Daniel ignoraron a Martha. Hablaban entre ellos, riendo de chistes que Martha no entendía, y la trataban como si fuera una molestia. Martha sentía su corazón romperse en pedazos. Era como si el hombre que había conocido toda su vida se hubiera convertido en un extraño, un enemigo.
El auto se detuvo en una casa enorme, en una calle concurrida. Era un edificio de cuatro pisos, con un garaje para tres autos. La casa era más grande y más lujosa de lo que Martha hubiera imaginado.
—Mamá, esta es tu nueva casa —dijo James con una voz que no tenía emoción. Martha se bajó, sus ojos llenos de lágrimas. Había esperado un abrazo, una bienvenida, pero solo recibió una bienvenida impersonal. —Gracias, hijos míos. —No es nada —dijo Daniel. Entraron en la casa y la llevaron a una pequeña habitación en el sótano. Era una habitación pequeña, con una ventana pequeña que daba a la calle. Tenía una cama y un armario. —Mamá, esta es tu habitación. Descansa. Nos veremos mañana en el desayuno —dijo James.
Martha se sentó en la cama, su corazón dolorido. Se le cayeron las lágrimas. Había soñado con este momento durante años, pero nunca imaginó que sería así. La vida que había soñado no era la que estaba viviendo.
Capítulo 4: La Desdicha de los Hijos
La vida en la ciudad fue una pesadilla para Martha. James y Daniel la trataban como a un sirviente. Le daban de comer y la vestían, pero no había amor en sus ojos. La dejaron en la casa sola durante días enteros, sin comida y sin agua. Martha tenía que ir a la calle a pedir ayuda. Los vecinos la miraban con recelo, como si estuviera loca.
Una noche, Martha se levantó y se sentó en el jardín. Estaba sola. El cielo nocturno era hermoso. La luna estaba llena. La luz de la luna iluminaba la calle y la casa. De repente, una figura apareció en la calle. Era una figura pequeña y encorvada. Era Baba Salako. —Hola, Martha —dijo, su voz ronca. —¿Quién eres? ¿Qué quieres? —Soy Baba Salako. Tu hermana me pidió ayuda. Y ahora me arrepiento de haberlo hecho. —dijo el hombre, su voz llena de remordimiento. Martha lo miró, incrédula. —¿De qué estás hablando? ¿Qué tiene que ver mi hermana en esto? Baba Salako le contó todo. El polvo negro, las hierbas quemadas, la ira, la traición. —Te ruego que me perdones. Nunca debí haberlo hecho. El dolor que has sufrido es mi responsabilidad. Tu hermana creía que si te hacía daño, su vida sería mejor. —¿Y le funcionó? —No —dijo Salako. —Tu hermana ha sufrido un castigo aún mayor. Se ha vuelto loca.
Capítulo 5: La Locura y la Muerte
Rebecca estaba atormentada por la traición. Un día, mientras estaba en el mercado, se encontró con una mujer que vendía hierbas. La mujer le preguntó por qué estaba tan triste. —Mi hermana me ha abandonado —dijo Rebecca—. Me dejó sola en el pueblo. La mujer, que era una bruja, le dio un polvo. —Come esto. Te ayudará.
Rebecca tomó el polvo, y en cuanto lo comió, se sintió mejor. Pero la sensación duró poco. Al día siguiente, se sintió peor. La mujer la visitó y le dio más polvo. Al día siguiente, más. Rebecca se hizo adicta al polvo. Perdió su dinero, su casa y su mente. Se volvió loca. Deambulaba por las calles, hablando sola, gritando a los fantasmas que solo ella podía ver.
Baba Salako le contó a Martha que su hermana había muerto, sola, en la calle. Y que el polvo que le había dado no la curó, la había vuelto loca. —Lo que siembras, cosechas —dijo Baba Salako—. Tu hermana sembró el mal y recogió el mal. Martha lloró. Se levantó y se fue a casa.
A la mañana siguiente, James y Daniel estaban en la casa. Su actitud hacia ella era diferente. La trataban con respeto. Le pedían que se sentara a la mesa. La escuchaban. Había un brillo de amor en sus ojos. —Mamá, queremos que nos perdones. No sabemos qué nos pasó. —Nos hemos comportado de una manera horrible contigo —dijo James. —Te hemos hecho sufrir. Te prometemos que te trataremos como la reina que eres.
Martha los miró, su corazón lleno de amor. Los perdonó, pero no podía olvidar el dolor.
Epílogo: La Soledad y la Redención
Martha regresó a su pueblo. James y Daniel la querían en su casa, pero ella ya no quería vivir con ellos. Les había enseñado a sus hijos una lección, una lección que no habían aprendido de nadie más. La vida no es sobre dinero, es sobre amor.
Martha se sentó en su vieja casa, con la vista de la plaza. La vida era simple, pero era feliz. Sus hijos la visitaban cada fin de semana. Le compraban regalos, le daban dinero, pero Martha no lo quería. Lo único que quería era amor. Y lo recibió.
Al final, Martha entendió que el sacrificio, el dolor y el sufrimiento que había pasado no fueron en vano. Ella había sembrado amor, y recogió amor. Y sus hijos, que habían sembrado la traición, recogieron la soledad, pero al final, se redimieron. El dolor que sufrieron los hizo mejores personas. Y esa fue la lección más importante de todas.
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