está muerta. Déjenla. El desierto se encargará del resto.

La voz de su propio comandante crepitó por la radio fría como la arena del desierto. Pensaban que solo era una

sanitaria que no valía la pena salvarla. Pero cuando su placa de identificación

envió una señal, el mando entró en alerta máxima frecuencia cifrada, nivel

coronel de los Sil. La mujer a la que habían abandonado no era una enfermera de campo sin nombre,

era una coronel de losil camuflada. Y aquel abandono era la trampa que ella

misma había tendido a los traidores desde el principio. El sol golpeaba el

convoy como si tuviera una cuenta personal con cada alma que iba dentro.

Carmen Ruiz se mantenía de pie en la parte trasera del Hambi, de cabeza uniforme, sencillo, colgando flojo sobre

su cuerpo, sin distintivos, sin brillo, solo las botas reglamentarias, llenas de

polvo de demasiados kilómetros, el pelo recogido en una coleta tensa, bajo la

gorra, la cara limpia de cualquier cosa que pudiera reflejar la luz. Parecía

cualquier otra sanitaria de campaña que hubiera sacado la pajita más corta en esa rotación. El comandante temporal, el

mayor Óscar Vega, asomó la cabeza por la ventanilla, las gafas de sol, reflejando

el resplandor, la mandíbula apretada en esa expresión que decía que ya se había

formado una opinión sobre todo el mundo. Gritaba órdenes por radio, la voz

superando el ruido de los motores, diciendo a los conductores que apretaran más al atravesar el Wadi.

Carmen levantó la mano tranquila intentando captar su atención antes de que entraran en la zona abierta. Habló

Clara sin alzar la voz. Mayor, mantengan la línea aquí. Las firmas térmicas

indican posible colocación de IED a 50 m. Óscar ni siquiera giró del todo la

cabeza. La despachó con un gesto como quien aparta una mosca. Sanitaria.

Limítese a las vendas. Los guerreros nos ocupamos de la guerra. El convoy avanzó

de todos modos. El desprecio de Vega era una arrogancia calculada pulida durante

años de maniobras políticas y de incompetencia protegida. tenía un historial de ignorar inteligencia

legítima procedente de personal de menor rango, enterrando fracasos de misión

bajo capas de burocracia y culpando a las bajas a circunstancias imprevistas

en lugar de a su propio juicio temerario. Su estilo de mando, basado en una

adhesión rígida a doctrinas obsoletas y en un desprecio absoluto por la observación desde el terreno, había

erosionado silenciosamente la cohesión de la unidad durante las dos últimas rotaciones.

Mientras el convoy avanzaba, todos los conductores sabían el coste implícito de

cuestionar al mayor, pero obedecían una disciplina nacida, no del respeto, sino

del miedo por sus carreras, creando un ambiente de mando maduro para el desastre.

El polvo se levantó en nubes espesas cuando el primer vehículo pisó la placa

de presión. La explosión desgarró el aire, el metal se retorció, los gritos

cortaron como cuchillos. Dos soldados caídos en el camión de cabeza, esquirlas

clavadas profundas. Carmen salió antes de que el eco se apagara el botiquín al

hombro, cayendo de rodillas junto al primero. La sangre se acumulaba rápida

bajo el sol del desierto. Trabajó con calma presión. Aquí torniquete allá

informando los signos vitales al operador de radio que por fin había llegado.

Vega salió dando tumbos, no para ayudar a los heridos, sino para apoderarse de

la radio. inmediatamente empezó a transmitir informes de situación revisados que minimizaban

meticulosamente el tiempo entre la advertencia de Carmen y la detonación,

presentando el incidente como mala suerte inevitable, en vez de negligencia grave su voz suave y profesional, pese

al caos que él mismo había provocado. Se acercó furioso las botas, crujiendo

cristal y arena, la cara roja bajo el casco. ¿Qué demonios creías que hacías

jugando a soldado? Carmen no levantó la vista, siguió vendando la herida, intentando mantener

vivos a tus hombres, mi mayor. Su voz se mantuvo serena, como si leyera una lista

de suministros. Los demás soldados se agruparon, algunos ayudando a levantar a

los heridos, otros mirando desde atrás. Uno de ellos, un soldado raso joven, con

una sonrisa que no se le borraba, murmuró lo bastante alto para que todos

oyeran. La enfermera Barbie se cree que manda ahora. Risas nerviosas, pero

crueles recorrieron el grupo. Vega actuó de inmediato para consolidar su

desprecio. No se quedó en reprimendas verbales. Utilizó su autoridad para

imponer un rosario de castigos administrativos que le cortaban las alas. reasignó a Carmen del cuidado

crítico a las tareas más degradantes y no médicas disponibles. Durante las tres

semanas siguientes, ella pasó las noches fregando los baños comunes con disolventes industriales, clasificando

montones de raciones podridas en el almacén sin aire acondicionado y haciendo inventarios tediosos de equipo

médico caducado. aquella campaña deliberada de humillación profesional, pretendía

quebrar su espíritu y empujarla a quejarse, dándole a Vega motivos para

una amonestación oficial. Ella cumplió cada tarea, sin una queja la espalda

recta, como un poste limpiando, hasta que los azulejos brillaban y registrando

meticulosamente la comida caducada, una callada rebeldía que enfurecía a Vega

más que cualquier estallido. De vuelta en la base operativa avanzada,

aquella noche la carpa comedor se llenó del habitual ruido de bandejas y

conversaciones bajas. Carmen se sentó al fondo de una mesa picoteando una ración apartada. El mismo

soldado raso pasó con su bandeja y dio un respingo al verla. Oye, Barbie, ¿esta

noche salvas alguna vida o solo vienes de fotocol? Más risas de sus compañeros.