Tengo noventa y ocho años. Mi cuerpo es un saco de huesos que cruje con cada movimiento, pero mi mente sigue atrapada en 1945, en aquella habitación con olor a éter y muerte.

La primera vez que vi sangre en mis manos tenía veintitrés años. Acababa de limpiar las heridas de un hombre que había ordenado la muerte de miles. Sus ojos, grises como el acero de Solingen, me observaban con una mezcla de dolor y algo que tardé años en reconocer. Culpa.

Pero en ese momento yo solo era una enfermera cumpliendo órdenes en un hospital militar improvisado en las montañas Bávaras, donde el invierno de 1945 mordía los huesos y el mundo se desmoronaba.

No elegí estar ahí. Yo era una chica del campo que había estudiado enfermería porque era la única salida. Nunca imaginé que mi vocación de sanar se convertiría en mi maldición eterna. Así fue como me convertí en la confidente involuntaria de Klaus Steiner, un comandante de la CSS cuyo nombre, borrado de todo registro oficial, agonizaba entre morfina y recuerdos.

Durante ochenta años, mi delantal blanco ha estado manchado no solo de su sangre, sino de secretos tan oscuros que todavía me despiertan empapada en sudor frío. Esta es mi confesión. La historia que nunca conté, ni siquiera a mi esposo en los cuarenta y dos años que estuvimos casados. Es la razón por la que nunca pude tener hijos, por temor a transmitirles esta oscuridad que llevo dentro como un tumor inoperable. Y ahora, al borde de mi último aliento, necesito expulsarla.

Llegué al hospital en febrero, en un camión que patinaba sobre la nieve helada. El edificio había sido un sanatorio de tuberculosis antes de la guerra, un lugar de curación convertido ahora en un escondite para moribundos. La enfermera jefe, Frau Gutman, una mujer de rostro pétreo, me recibió con la calidez de un témpano.

“Hay un paciente en el ala este que requiere atención personalizada”, me dijo con voz baja. “Es un oficial de alto rango. Nadie más debe entrar en su habitación, excepto tú y el Dr. Wolf. ¿Entiendes?”.

Asentí, sin entender que acababa de recibir mi sentencia.

La habitación de Klaus Steiner estaba al final de un pasillo. El olor era una mezcla de desinfectante y algo pútrido. En la cama yacía un hombre que parecía haber vivido varios siglos. “Así que tú eres mi nueva enfermera”, dijo con una voz que intentaba ser burlona. “Espero que tengas estómago fuerte, Fräulein”.

Durante la primera semana, me dediqué a las tareas mecánicas: cambiar vendajes, administrar morfina, limpiar heridas que se negaban a cicatrizar. Él no se quejaba, solo me observaba.

Fue en la tercera semana cuando empezó a hablar. “Maté a mi primer hombre cuando tenía veinticuatro”, soltó casualmente mientras yo cambiaba su morfina. “Un partisano polaco. Lo colgamos de un árbol mientras su familia miraba”.

Mis manos temblaron. “¿Por qué me cuenta esto?”, susurré.

Klaus me miró, y vi la necesidad desesperada de un condenado. “Porque eres la única persona aquí que todavía tiene algo de humanidad en los ojos”, respondió. “Todos los demás están muertos por dentro. Tú todavía sientes. Y necesito que alguien que pueda sentir escuche lo que hice”.

Debí haberme negado. Debí haber huido. Pero esas personas no conocen el miedo real que te paraliza. Así que me quedé. Y Klaus interpretó mi silencio como permiso.

Me habló de “limpiezas”. “En Polonia, en el otoño del 41”, continuó, mirando al techo, “reunimos a todos los habitantes de una aldea en la plaza principal. 127 personas. Tardamos tres horas en fusilarlos a todos”.

Esa noche vomité hasta que no quedó nada en mi estómago, excepto bilis amarga. Pero al día siguiente, volví a su habitación. Porque era mi trabajo, y porque, en el fondo de mi cobarde corazón, una parte de mí estaba fascinada, no con la violencia, sino con la mente que podía cometerla y luego vivir consigo misma.

A medida que pasaban los días y su fiebre empeoraba por la infección, las confesiones se volvían más detalladas. Me habló de trenes, de selecciones, de la eficiencia con la que convertían a las personas en números.

Una noche, cuando el Dr. Wolf me confirmó que a Klaus le quedaban días, la morfina le soltó la lengua de una manera diferente. Me habló de su vida antes de la guerra. Era profesor de filosofía en Heidelberg, especializado en Nietzsche. Estaba casado con Greta, una pianista, y tenían dos hijas gemelas de ojos verdes.

“¿Qué les pasó?”, pregunté, aunque parte de mí no quería saber.

“Greta era medio judía”, susurró, y su voz se quebró. “Cuando las leyes de Núremberg se hicieron más estrictas, alguien nos denunció. Hice un trato con mis superiores. Si demostraba mi lealtad inquebrantable, si probaba que era más nazi que nadie, mi familia sería protegida”.

Hizo una pausa, ahogado por la tos. “Me convertí en el perro más feroz de la jauría. Cada orden inhumana que ejecuté fue para salvarlas. Pero el Reich nunca respeta contratos”.

En 1943, mientras él estaba en el frente oriental, arrestaron a Greta y a las niñas. “Utilicé cada favor, cada conexión”, dijo con lágrimas corriendo por sus mejillas hundidas. “Llegué a Auschwitz demasiado tarde. Tres semanas. Solo encontré sus nombres en una lista”.

Después de esa revelación, su brutalidad se multiplicó. “Ya no tenía nada que perder”, confesó. “Si iba a arder en el infierno, de todos modos, razoné, al menos lo haría ardiendo brillante”.

La noche antes de que muriera, Klaus me hizo una petición extraña. “Cuando termine”, dijo con voz apenas audible, “prométeme algo. Cuenta mi historia. No para exonerarme, sino para que la gente sepa que los monstruos no son criaturas mitológicas. Son profesores de filosofía que amaban a Chopin y se convirtieron en asesinos porque fueron demasiado débiles para resistir”.

Klaus Steiner murió un martes por la mañana, justo cuando el sol teñía las montañas de un rosa suave. Sus últimas palabras no fueron una súplica de perdón, sino un susurro: “Hacía tanto frío ese día”.

Sentí un alivio intenso, pero duró poco. Mientras empacaba sus escasas pertenencias, encontré un pequeño diario de cuero marrón.

Esa noche, a la luz de una vela, empecé a leer. Debí haberlo quemado. Lo que encontré me hizo desear no haberlo abierto nunca. Klaus había documentado meticulosamente sus crímenes: fechas, lugares, números.

15 de septiembre de 1942. Supervisé la ejecución de 89 personas en las afueras de Minsk. Método: fusilamiento. Duración: 4 horas. Nota: Una mujer rogó que le permitiera sostener a su bebé hasta el final. Acepté. Es lo mínimo que un monstruo puede hacer.

Página tras página de este horror burocrático. Y entre estas entradas clínicas, destellos de humanidad desgarradora: Hoy habría sido el séptimo cumpleaños de las gemelas. Espero que Greta les cantara antes del final. Espero que no tuvieran miedo.

Escondí ese diario en el fondo de mi maleta. Cuando la guerra terminó y el hospital fue evacuado, lo llevé conmigo.

Reconstruí mi vida con determinación neurótica. Me casé con un hombre bueno, un carpintero que nunca hablaba de la guerra. Fingimos normalidad durante cuarenta y dos años, construyendo un muro de olvido alrededor del pasado. Pero cada noche, yo sabía dónde estaba ese diario: en una caja de metal en el ático, una bomba sin explotar. Klaus me visitaba en sueños, no como el moribundo, sino como el profesor, preguntándome: “¿Qué habrías hecho tú en mi lugar?”.

Mi esposo murió. Envejecí sola, con mi secreto. Varias veces intenté entregar el diario a museos o autoridades, pero la cobardía siempre ganaba. Revelar el diario significaba revelar mi propia historia, admitir que había cuidado a un criminal de guerra y había guardado silencio.

Fue mi nieta Sofie, que estudia historia, quien me dio el empujón final. “Abuela”, me dijo un día, “lo que sea que estés guardando, necesitas liberarlo. No solo por ti, sino por todos aquellos que ya no pueden contar sus historias”.

Tiene razón. He dispuesto en mi testamento que el diario de Klaus Steiner, junto con esta confesión, sea entregado al Museo del Holocausto en Berlín. No busco absolución; no creo que exista para alguien como yo. No fui perpetradora directa, pero mi silencio fue una forma de complicidad.

Klaus me enseñó que la línea entre un monstruo y una persona es terriblemente delgada. Pero yo aprendí algo más: el olvido es el peor de los crímenes. Y mi silencio ha sido cómplice de ese olvido durante demasiado tiempo.

Ahora lo saben. El peso finalmente se levanta. Mi respiración se vuelve superficial. Ya no estoy en 1945. Ya no escucho sus susurros. Por primera vez en ochenta años, mientras la luz se desvanece, por fin… estoy en paz.