Augusto, un millonario conocido tanto por su fortuna como por su corazón generoso, conducía tranquilamente su coche de lujo por las calles concurridas de la ciudad. A su lado, su esposa, Pamela, observaba el paisaje con una expresión de aburrimiento.
El semáforo se puso en rojo y el auto se detuvo. Un instante después, unos golpes rápidos y ligeros resonaron en la ventanilla del conductor. Augusto giró la cara y se encontró con la imagen de un hombre sin hogar. El hombre parecía moldeado por la pobreza: ropa rota, sucia y un brazo tan delgado como una ramita seca. Extendió la mano en un gesto claro y silencioso, pidiendo limosna.
Augusto no dudó. Con un clic, la ventana se abrió suavemente. Sacó un billete de 100 de su billetera y se lo entregó.
Los ojos del hombre brillaron. —Muchas gracias, señor. ¡Muchas gracias, de verdad! Me salvó el día. Podré comprar leche para mi hijo.
El millonario sonrió amablemente. El semáforo cambió a verde y Augusto aceleró, volviendo al fluir de la ciudad. Pero en el asiento del copiloto, Pamela mostró una expresión de puro malestar.
—¿Qué pasa, Pamela? —preguntó Augusto, concentrado en la carretera.
—Esta costumbre tuya de ayudar a todos —respondió ella con disgusto—. ¿Cuándo comprenderás que quienes están en la calle lo hacen porque así lo decidieron? Tomaron malas decisiones. ¿De verdad crees que ese mendigo va a comprar leche? Claro que no. Va a comprar cachaza.
Augusto respiró hondo. —Amor mío, no puedo creer que alguien elija vivir en la calle.
—Y hay más —continuó Pamela, implacable—. ¿Qué sentido tiene ponerle blindaje al auto si le abres la ventana al primer harapiento que pasa? Estoy pensando en nuestra seguridad. Un día de estos, alguien meterá una pistola por ahí y quiero ver qué vas a hacer.
—No estoy de acuerdo contigo —replicó Augusto, tranquilo pero firme—. Hay criminales en todas partes, incluso los que visten traje y corbata. El hecho de que alguien viva en la calle no significa que sea un criminal. La honestidad no tiene clase social. Sinceramente, creo que hay gente más decente abajo que arriba.
La discusión continuó hasta que aparcó frente a una tienda de bolsos de lujo. Pamela había ordenado una nueva pieza para su colección. Mientras ella entraba a la tienda, la mirada de Augusto recorrió la acera.

Fue entonces cuando vio algo curioso. Sentado en un trozo de cartón había un niño de la calle. Debía tener unos 10 años. Vestía ropa sencilla y sucia y llevaba unas gafas oscuras, demasiado grandes para su pequeño rostro. Augusto observó cómo el niño se agachaba ágilmente y recogía una moneda caída entre los pies apresurados de los transeúntes. La guardó en su bolsillo como si fuera un tesoro.
Unos minutos después, Pamela salió de la tienda con su nueva bolsa.
—Espera —le dijo a su marido antes de que arrancara—. Quiero proponer una apuesta.
—¿Qué clase de apuesta? —preguntó Augusto, intrigado.
Pamela señaló discretamente con el dedo. —¿Ves a ese chico de la calle de allá en la esquina? Ya que estás tan seguro de que todos estos mendigos son honestos, quiero proponerte una prueba. Coge tu cartera, saca los documentos, pero deja el dinero. Luego camina rápido y déjala caer cerca del niño. Solo para ver qué hace.
Augusto empezó a entender. —¿Quieres probar la honestidad del chico?
—Exactamente —dijo Pamela, con convicción—. Si devuelve la billetera, yo misma le daré una buena cantidad y nunca más me opondré a que ayudes. Pero si desaparece con ella, se acabará esta historia de repartir dinero en la calle. Te darás cuenta de que no hay mendigos honestos.
—Trato hecho —declaró Augusto con firmeza—. Pero serás tú quien verá que hay honestidad donde menos te lo imaginas.
El millonario preparó la trampa. Abrió su billetera de cuero, sacó todos los documentos y tarjetas, y dejó solo unos mil reales en billetes doblados.
—El niño ganará el premio gordo —comentó Pamela con veneno mientras Augusto bajaba del auto—. Pero al menos aprenderás que esta gente no vale nada.
Augusto caminó con paso firme hacia el chico, que permanecía con el rostro inclinado y la mano extendida. Sin detenerse ni hacer contacto visual, justo al pasar junto a él, dejó caer la billetera a propósito.
Desde el auto, Pamela grababa todo con su celular.
La cámara capturó el momento exacto. El niño notó el objeto en el suelo. Extendió la mano y lo recogió con agilidad. Palpó el volumen de los billetes en su interior y, discretamente, metió la mano en el bolsillo de sus gastados pantalones cortos, guardando el contenido. Luego, permaneció inmóvil, con la mano extendida, como si nada hubiera pasado.
Augusto, que había caminado unos metros, se giró ligeramente. Su esperanza se desvaneció. Regresó al coche en silencio.
—Te lo advertí —dijo Pamela con una sonrisa satisfecha, mostrándole la grabación—. Te robó. Vio que tenía una fortuna y escondió tu cartera. Ni siquiera puedes confiar en un niño.
Augusto suspiró, visiblemente decepcionado. —Sí, tal vez tengas razón.
Pamela tiró de la manija de la puerta. —¿A dónde vas?
—A recuperar tu billetera, por supuesto. Tenía 1000 reales allí. Este niño no merece ni una moneda.
—No —la detuvo Augusto—. Déjaselo. No haremos un escándalo por ese dinero. Saqué mis documentos. Vámonos.
La pareja se alejó, sin saber que esa simple prueba estaba a punto de cambiar sus vidas.
Lo que Augusto y Pamela no sabían era la historia de ese niño. Se llamaba Pedro y era ciego.
Horas antes, mientras el sol apenas salía, Pedro dormía sobre un cartón en la puerta de una tienda cuando un chorro de agua helada lo despertó.
—¡Desgraciado! —gritó el dueño de la tienda—. Si te vuelvo a encontrar durmiendo aquí, te tiro al camión de la basura. ¡Sal de aquí, mocoso asqueroso!
—Lo siento, señor —dijo Pedro, temblando mientras buscaba a tientas su mochila, sus gafas rotas y una vieja escoba que usaba como bastón—. Tengo problemas de visión. No me di cuenta.
—¡Deja de poner excusas y lárgate!
Pedro se colocó las gafas y comenzó a caminar, guiado por los sonidos y sus recuerdos de la acera. Nunca supo lo que era un hogar. Lo habían abandonado en un basurero siendo un bebé. Una mujer sin hogar lo encontró y notó la capa blanca y lechosa que cubría sus ojos. A pesar de su ceguera, ella lo crío con lo poco que tenía, pero la vida en la calle se la llevó demasiado pronto.
A sus 10 años, Pedro era un superviviente que veía el mundo solo en sombras.
Ese día, en la esquina donde Augusto lo vio, apenas había conseguido tres monedas. El hambre le retorcía el estómago. Lloraba en silencio, no solo por el hambre, sino por la soledad y el frío.
—Tengo que mantenerme fuerte —murmuró—. Un día saldré de esto.
Fue en ese preciso momento que escuchó un sonido diferente: algo pesado cayendo al cemento. Palpó el suelo y sus dedos tocaron un objeto rectangular. Una billetera. Con cautela, la abrió.
—Está llena de dinero —murmuró con asombro.
Por un instante, imaginó un plato de comida caliente, una manta nueva, zapatos. Pero el pensamiento duró solo un segundo.
—Este dinero no es mío. Necesito encontrar al dueño.
Pedro se metió la billetera en el bolsillo, pero no para robar. Sabía que no podía simplemente preguntar de quién era; ya lo habían engañado antes. Decidió esperar. Si el dueño no aparecía, buscaría algún documento.
Las horas pasaron. Nadie regresó.
Al atardecer, hambriento, contó sus monedas. 80 centavos. No era suficiente ni para un pan. Su mano rozó el bolsillo que contenía la billetera. Podría sacar un solo billete.
—No —se dijo con firmeza—. No soy un ladrón.
Compró un plátano oscuro y una manzana magullada a un vendedor cercano y se sentó a comer. Más tranquilo, volvió a revisar la billetera. No había identidad, ni CPF. Solo billetes.
—¿Pero quién anda por ahí sin documentos? —se preguntó.
Entonces sus dedos tocaron algo diferente: una tarjeta gruesa y rectangular. No podía leerla. Regresó con cautela al puesto de frutas.
—Señor, ¿puede ver si hay algo escrito aquí? ¿Una dirección, un nombre?
El hombre tomó la tarjeta con impaciencia. —Es una tarjeta de presentación. Bufete de abogados Augusto Machado. Rua das Flores, número 72, centro. He oído hablar de esa oficina, es de las más famosas.
—Muchas gracias, señor —dijo Pedro, memorizando la dirección.
Al día siguiente, después de una noche fría, Pedro emprendió su misión. Caminó lentamente, pidiendo direcciones, tropezando con aceras irregulares, guiado solo por sombras y sonidos. Finalmente, alguien le señaló un edificio alto y espejado.
Respiró hondo y dio un paso valiente hacia la entrada.
Tan pronto como sus pies sucios tocaron el piso pulido, un guardia de seguridad lo interceptó.
—¿Qué hace este niño asqueroso aquí? —gritó el guardia, agarrándolo con fuerza—. ¡Sal de aquí, ya!
—¡Tranquilo, solo vine a devolver algo! —intentó explicar Pedro, asustado.
—¿Qué tendría que devolver un mendigo sucio como tú? ¡Fuera!
El guardia comenzó a arrastrarlo. En la confusión, las gafas de Pedro cayeron al suelo.
—¡Mis gafas! ¡Necesito mis gafas!
El guardia de seguridad miró el objeto y, sin dudarlo, lo pisó con fuerza, rompiendo los lentes.
Fue exactamente en ese momento que Augusto y Pamela llegaron a la recepción.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Pamela, incómoda con los gritos.
—Este niño de la calle quería entrar a robar, señora Pamela, pero ya lo estoy echando.
—¡No! —gritó Pedro, ya con lágrimas en los ojos—. ¡No iba a robar! ¡Necesito mis gafas, no puedo irme sin ellas!
La voz de Pedro resonó en el vestíbulo. Augusto, que había estado observando paralizado, despertó.
—¡Suelte al chico! —ordenó con una firmeza que hizo eco en la sala.
—Pero, amor… —intentó intervenir Pamela.
—¡No más, Pamela! —la cortó Augusto—. ¿Qué daño puede hacernos un niño? Estamos en un bufete de abogados. ¡Suelte al chico, seguridad!
El guardia soltó a regañadientes a Pedro. El niño se arrodilló, palpando desesperadamente el suelo hasta encontrar los restos de sus gafas.
—Están rotas —murmuró entre sollozos—. ¿Qué voy a hacer ahora?
Augusto, conmovido, se arrodilló junto a él. —Voy a comprarte unas gafas nuevas.
En ese instante, Pedro levantó la cara. Augusto se quedó inmóvil. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Reconoció al chico. Era el mismo de la apuesta. Y ahora, cara a cara, podía ver claramente los ojos lechosos, sin brillo, cubiertos por la niebla blanca de la ceguera.
Pamela también lo reconoció. Su expresión cambió del asombro a la incredulidad. —No… no puede ser —murmuró.
Fue entonces cuando Pedro metió la mano en su bolsillo y sacó la billetera, ofreciéndosela a Augusto.
—No quise robar nada, señor. Lo juro. Solo quería devolver esta billetera. Se le cayó cerca de mí ayer, pero como no veo mucho, solo sombras, no vi quién era. La guardé esperando. Como nadie vino, encontré una tarjeta con la dirección de esta empresa. Pedí que me la leyeran y vine a devolverla. Está llena de dinero. Pensé que la persona podría estar necesitada.
Augusto, temblando, tomó la cartera. La abrió. El dinero seguía allí, cada billete, exactamente como lo había dejado.
Miró al niño a los ojos y, con la voz entrecortada por la emoción, dijo: —Esta billetera es mía.
Augusto sacó todos los billetes y se los entregó.
—Como recompensa por tu honestidad.
Pedro, sin embargo, dio un paso atrás y meneó la cabeza. —No hace falta, señor. Yo solo hice lo correcto. No soy un ladrón.
El millonario no pudo más. La pureza de ese niño ciego, que había sido juzgado, humillado y tentado, y que aun así había elegido hacer lo correcto, lo quebró por completo.
Augusto se arrodilló en el suelo de mármol de su propia empresa y lloró como un niño.
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