Un morador de la calle irrumpe en un crematorio a los gritos, intentando impedir la cremación de unas gemelas de

10 años que fallecieron misteriosamente. Pero es arrestado, ya que nadie cree en

su palabra. Instantes después, cuando el ataúd empieza a arder y se escucha un

llanto, la madre de las gemelas se desespera notando un detalle impactante

que no había visto antes. Un día, un persona sin hogar irrompió en el

crematorio a los gritos. Por el amor de Dios, detengan esta cremación ahora. No permitan que le

hagan esto a esas niñas. Abran esas rejas. Déjenme entrar.

Tengo que impedir esta cremación”, gritaba Juan, un hombre marcado por la

vida en la calle, con ropa sucia, barba desordenada y una enorme herida

palpitante en la pierna izquierda. Sacudía con desesperación las rejas de

hierro del crematorio, implorando por una oportunidad para entrar. La recepcionista del establecimiento, una

joven acostumbrada a tratar con situaciones delicadas, tragó saliva, pero hizo exactamente lo que había

aprendido de su jefe, ignorar. fingió no escuchar los alaridos del

hombre sin techo. Por dentro pensaba en silencio, intentando convencerse.

Es solo otro sin techo delirando, uno de esos que pasa los días gritando sin sentido.

Pobre pronto se cansará y se irá. Pero estaba equivocada. Juan no tenía la

menor intención de marcharse. Estaba dispuesto a todo, incluso a poner su

vida en riesgo para impedir aquella cremación. Se apoyó en las rejas y

siguió con la voz entrecortada, pero firme. Vamos, no me ignoren. Puedo parecer

loco, un desgraciado sin nada, pero tengo un motivo de verdad para estar

aquí. Ustedes tienen que creerme. Tengo que entrar en este crematorio y evitar

que esta cremación ocurra. Por el amor de Dios, déjenme entrar.

El hombre conocía el peso del rechazo. Toda su vida había sido apartada,

tratado como invisible. Dormía en las aceras heladas, sobrevivía con sobras.

suplicaba por un trozo de pan, un vaso de agua limpia o la oportunidad de bañarse.

Era un hombre que ya había perdido todo, salvo la terquedad y la valentía de seguir adelante.

Cada día enfrentaba humillaciones. Nadie le ofrecía trabajo. Para la

sociedad era solo otro rostro olvidado entre la multitud. Pero en ese momento no era únicamente

una persona sin hogar, era un guerrero que llevaba la certeza de que debía

impedir algo terrible. Poco a poco su insistencia empezó a dar resultado. La

recepcionista, ya incómoda por las miradas de los pocos presentes en el vestíbulo, suspiró hondo y se acercó a

las rejas. Escuché”, dijo ella intentando mantener un tono

calmado. “No sé qué está pasando aquí, ni entiendo por qué esto es tan importante

para usted, pero si realmente es algo serio, voy a abrir esta reja, voy a

escuchar lo que tiene que decir y luego usted se irá. Esto aquí es un lugar serio.

Los ojos cansados de Juan se llenaron de brillo. Por primera vez veía una grieta,

una oportunidad. Gracias. Gracias de corazón, señorita.

No se va a arrepentir. Está tomando la decisión correcta y créame, Dios se lo

recompensará el doble. Respondió casi llorando de gratitud.

Mientras la llave giraba en el candado, la recepcionista respiró hondo y dejó claras sus condiciones.

Pero prométame una cosa, cuando abra usted entrará con calma, sin correr, sin

armar lío. Nos sentamos, conversamos, usted me explica cuál es el problema y

yo veré qué se puede hacer, ¿de acuerdo? La persona sin hogar asintió con

vehemencia, moviendo la cabeza de un lado a otro rápidamente, como quien no quiere perder la oportunidad.

Claro, claro, señorita. Puede confiar en mí. En cuanto entre en este crematorio,

haré lo que haya que hacer, sin dudar ni un segundo. Pero la promesa duró poco. En cuanto la

puerta se abrió lo suficiente, Juan no se contuvo. Dominado por el desespero,

entró corriendo, tropezando, pero decidido a llegar hasta los hornos.

Asustada, la recepcionista gritó detrás de él. Eh, espere, no puede entrar así. Me

engañó. Usted prometió hablar. Lo sabía. Usted es un mentiroso.

Él se volvió un instante sin dejar de avanzar. Perdóneme, señorita. Juro que no quería

engañarla, pero tiene que entenderme. No mentí. Dije que cuando entrara en este

crematorio haría lo que hiciera falta. Y eso es exactamente lo que estoy

haciendo. Esa madre necesita mi ayuda. No puedo permitir que este mal suceda.

El pasillo que conducía a la sala de cremación parecía interminable. En realidad eran solo unas decenas de

metros, pero para Juan cada paso era un tormento. Su pierna izquierda, marcada

por una herida profunda, ardía de dolor. A cada avance, el cuerpo pedía parar.

Pero la mente gritaba que no podía rendirse. Recordaba con nitidez el

origen de aquella herida. Meses antes, al encontrar un perro atrapado en un

trozo de alambre de púas tirado en medio de una plaza, no lo pensó dos veces. Aún

sabiendo que podía ser mordido, se acercó al animal en pánico y cortó el

alambre como pudo, liberándolo. El perro, desesperado, lo mordió en la

pierna. dejándole una herida fea. Juan no tuvo dinero para tratarla. La herida

se infectó. El dolor se volvió parte de su rutina, pero aún así no se

arrepintió. Valió la pena. El animal quedó libre y

ahora valdrá la pena de nuevo, aunque tenga que perderlo todo aquí dentro,

murmuraba entre dientes, cojeando sobre el suelo frío del crematorio.