Si lo arreglas, te daré uno millón. Se rió el millonario, pero el niño señaló

el auto y el rostro del millonario cambió al instante. El taller olía a metal caliente, aceite viejo y café

recalentado. No era un lugar bonito, pero era un lugar honesto. Piso manchado, herramientas colgadas como si

fueran parte de una pared viva y un ruido constante de llaves golpeando, de compresores respirando, de motores que

se quejan antes de rendirse. Aún así, esa mañana el taller estaba raro. No por

el coche desarmado ni por el humo fino que salía de una esquina. Estaba raro

por la gente. Demasiados hombres bien vestidos para ese suelo. Un SV negro,

vidrios polarizados, se quedó afuera con el motor encendido. Del asiento trasero

bajó Emilio Santa María, millonario de esos que no parecen millonarios por cadenas, sino por la calma con la que el

mundo se aparta a su paso. Traía camisa blanca sin una arruga, reloj discreto y

una mirada impaciente, como si cada segundo en ese lugar le estuviera cobrando un impuesto. Detrás de él venía

su asistente, Mónica Leal, con una carpeta pegada al pecho y el ceño fruncido, y un guardaespaldas, Bruno,

que no hablaba, pero miraba todo como si buscara amenazas en un tornillo. ¿Dónde

está el jefe?, preguntó Emilio sin saludar. Un mecánico joven se limpió las

manos en el pantalón. “Don Toño anda en la fosa,”, respondió. “¿Qué se le

ofrece?” Emilio apuntó con la barbilla hacia el coche que acababa de entrar en grúa, un

deportivo gris, bajo, caro, como un animal herido. Eso dijo, “Lleva dos

semanas fallando. Tres talleres lo tocaron, nadie pudo y hoy tengo que

viajar.” El joven tragó saliva. “¡Qué falla?” Emilio soltó una risa seca. “Eso

pregúnteselo a los expertos.” dijo, “Se apaga cuando quiere, se queda muerto y

cuando revive se burla.” Mónica intentó sonar diplomática. El señor Santa María

necesita una solución inmediata. El auto tiene información importante y no puede

quedar parado. El mecánico joven miró el coche con respeto, casi con miedo. Don

Toño sí le sabe, pero no tengo tiempo para pero, cortó Emilio. En ese momento

apareció Don Toño, un hombre de manos grandes y uñas negras de grasa. Se secó

el sudor con el antebrazo y miró a Emilio sin inclinarse. ¿Usted es el del

deportivo?, preguntó. Soy el dueño, respondió Emilio. Don Toño se acercó al

coche, escuchó un segundo el motor al intentar encender, olió el aire y frunció el ceño. Aquí no es solo falla,

murmuró. Aquí hay algo raro. Emilio se cruzó de brazos. Raro, ¿como qué?

Preguntó con una sonrisa que ya venía cargada de burla. Como maldición,

como no se puede. Don Toño lo miró. Tranquilo, raro como que alguien lo tocó

mal”, dijo o lo tocó con intención. El guardaespaldas Bruno se tensó apenas.

Mónica abrió la carpeta, lista para presionar con números y autoridad. “Señor, si puede resolverlo hoy, el pago

no será un problema”, dijo. “Pero necesitamos garantías.” Emilio soltó una

carcajada. Te doy una garantía”, dijo mirando a los mecánicos como si estuviera en un show. “Si alguien lo

arregla hoy, le doy un millón.” Los mecánicos se miraron entre sí, no por

ambición, por incredulidad. Un millón no era un pago, era una provocación. Emilio

levantó las cejas disfrutando el impacto. “¿Qué, dijo? Nadie. Tan

imposible es.” Don Toño apretó la mandíbula. No es por dinero, respondió.

Es por tiempo y por respeto. No se grita un millón como si fuera una moneda.

Emilio sonrió como quien no entiende la palabra respeto en lugares así. Entonces, arréglalo por orgullo, dijo. O

dime que no puedes y nos vamos. En la esquina del taller, junto a una pila de

llantas, un niño observaba en silencio. No estaba pidiendo nada. No estaba

estorbando, solo miraba. Era Matías, unos 11 o 12 años, delgado, ropa

gastada, manos demasiado limpias para alguien que vive cerca del aceite. Tenía una mochila vieja y un cuaderno doblado

bajo el brazo, como si lo único que pudiera defender fuera papel. Nadie lo había notado hasta que dio un paso. Yo

puedo dijo. El taller se quedó quieto. Don Toño volteó sorprendido. ¿Qué

dijiste, chamaco? Matías tragó saliva, pero no retrocedió. Yo puedo arreglarlo

repitió. Si me deja verlo. Emilio lo miró como si le hubieran contado un

chiste. Tú, soltó riéndose. ¿Tú vas a arreglar mi auto?

Mónica frunció el ceño molesta. Niño, no es momento. Bruno dio un paso como para

sacarlo del camino, pero don Toño levantó una mano. Espérate, dijo. ¿De

dónde saliste, Matías? Matías bajó la mirada un segundo. Vengo a veces,

murmuró. Me dejan barrer por unas monedas. Don Toño lo miró con dureza que

escondía. Cuidado, esto no es juego. Matías levantó la vista. No estoy

jugando. Emilio se agachó un poco, acercándose con esa sonrisa de superioridad que lastima sin gritar. A

ver, genio dijo. Si lo arreglas, te doy un millón. Las risas pequeñas se

escaparon de dos mecánicos al fondo, incómodas, como quien no quiere burlarse, pero tampoco cree. Matías no

se ofendió, no discutió. Solo miró el coche. Lo miró de verdad.

Caminó alrededor como si escuchara con los ojos. vio una marca mínima en el guardafango, un tornillo cambiado, un

cable mal acomodado. Se agachó, tocó el borde de la defensa, olió el aire cerca

del cofre y entonces, sin pedir permiso, levantó el dedo y señaló un punto exacto

del auto. “No es el auto,” dijo calmado. “Es esto.” Emilio se quedó congelado

porque Matías había señalado justo el lugar donde Emilio guardaba lo que nadie debía saber que llevaba ahí. una

modificación interna, discreta, hecha por su gente para convertir el coche en algo más que un coche. Mónica parpadeó

confundida. Don Toño frunció el ceño. Bruno dio un paso adelante tenso. Niño

dijo con voz baja, no señales cosas que no entiendes. Matías no se movió. Sí,