Capítulo 1: El banquete del invierno

La pregunta de Enrique, que debería haber sonado a reproche, en realidad estaba teñida de una oscura complicidad. La preocupación en su voz se había desvanecido, reemplazada por un tono de desaprobación práctica, casi como si estuviera regañando a un aprendiz por una mala cosecha. Elena, con sus manos aún enredadas en su chaqueta de piel, se alejó de él. En la luz parpadeante de la bombilla, la sonrisa que iluminaba su rostro era a la vez hermosa y monstruosa.

—¿Tres? ¿Para todo el invierno? —repitió ella, con una risa suave que resonó en el silencio de la cocina—. Querido, apenas si nos habría alcanzado para el otoño. ¿Por qué crees que te estaba esperando? El camión de un hombre que trabaja y trae el alimento no debe volver a casa con las manos vacías.

El alivio que Enrique había sentido al ver a su esposa se transformó en una sensación fría y dura. No era alivio, era la confirmación de la pesadilla. La imagen de las mujeres desaparecidas, de los nombres que Mariano había murmurado, ahora se superponía con el rostro sonriente de su Elena.

—¿No las has visto? —continuó ella, sus ojos brillando con una luz extraña—. Llevan días esperando. En la entrada de la casa de Sara. En el porche de la de Penélope. Y la de la maestra… la pobre Aitana era tan ingenua, tan fácil… He tenido que dejar un rastro falso para que los bobos del pueblo no sospecharan.

Enrique, aún sin poder hablar, se sentó pesadamente en una silla. La adrenalina de la carrera se desvanecía, dejando en su lugar un vacío helado. Había crecido en este pueblo. Conocía a Sara, la hija del farmacéutico, desde que era una niña. Había ido al mismo colegio que Penélope, la sobrina del alcalde. Aitana, la maestra, había enseñado a leer a muchos de los niños de la aldea. Y ahora, sus nombres eran solo la lista de un banquete.

—¿Y por qué me arriesgas a que me encuentren? ¿Por qué no te esperas a la noche para salir? —preguntó Enrique, su voz más baja y áspera que de costumbre.

—El plan era ese, pero no te encontraba. —Elena se acercó a él, acariciándole el cabello—. Tenía miedo de que la luna llena de esta noche me hiciera perder el control. Y ya sabes lo que pasa cuando no me puedo controlar.

La verdad, la terrible verdad, se abrió en la mente de Enrique. El presentimiento que lo había acompañado durante su viaje de vuelta no era una premonición de que algo le había pasado a Elena. Era una premonición de que algo le había pasado al pueblo.

—¿Y qué vas a hacer con ella? —preguntó Enrique, con la voz apenas audible.

Elena se rió, una risa que sonó como el roce de dos cuchillos en la oscuridad.

—Con la última, Enrique… la de esta noche.

Enrique asintió. Se levantó y se dirigió a un armario empotrado, donde sacó unas cuerdas, una pala y un cuchillo de carnicero. La escena era tan cotidiana, tan banal, que era casi irreal.

—Necesitamos más para la cacería de hoy, Elena —dijo Enrique, con su voz de siempre—. El pueblo está buscando.

—Lo sé —respondió ella—. Pero el juego no ha hecho más que empezar. La presa de esta noche es la más gorda. He estado vigilándola por días. No va a ser tan fácil como la maestra.

Capítulo 2: La Caza de los Culpables

Mientras tanto, en la taberna, la ira de los hombres del pueblo se había convertido en una tormenta. El tabernero, Mariano, había cerrado la puerta. Los hombres, con sus rifles, sus hachas y sus cuchillos de caza, se habían reunido en la calle, sus rostros iluminados por la luz de las antorchas.

—Tenemos que encontrar al monstruo —dijo el padre de Sara, un hombre de setenta años con una voz de trueno y los ojos llenos de lágrimas—. No podemos dejar que esto continúe.

El alcalde, el tío de Penélope, un hombre gordo y con una mirada de miedo, asintió.

—Estamos todos de acuerdo —dijo, con la voz temblando—. Vamos a dividirnos en grupos. Uno, hacia el monte. El otro, a la orilla del río. Un tercer grupo se quedará aquí, vigilando las entradas del pueblo.

—¡El monte! —gritó el padre de Sara—. El monstruo se ha escondido en el monte. El rastro de Aitana termina en el bosque. He sido cazador por años. Sé cuándo hay un animal herido en el bosque. Y el que se llevó a mi hija, a mi Sarita, a la maestra y a la sobrina del alcalde, es un animal herido.

La gente se dividió, con la ira en sus corazones y la luz de las antorchas en sus manos. El miedo que los había consumido se había transformado en una sed de venganza. El pueblo, que había sido un lugar de paz y de tranquilidad, se había convertido en un lugar de guerra.

La casa de Enrique, a lo lejos, era una isla de silencio y oscuridad en un mar de ruido y de luz. Él y Elena, con la pala y las cuerdas en las manos, caminaban por el monte, en dirección al río.

—¿Por qué al río, Elena? —preguntó Enrique.

—Porque el río es un escondite perfecto —respondió ella—. No hay huellas en el agua. Y los bobos del pueblo no van a ir a buscar allí.

Enrique asintió. Se dio cuenta de que su esposa, que había sido una mujer de paz y de tranquilidad, se había convertido en una cazadora. Sus ojos, que antes habían sido un reflejo de la luz, ahora eran una luz oscura. La dulzura de su sonrisa se había transformado en la ferocidad de un depredador.

—Hay que acabar con esta cacería ya —dijo Enrique—. Me han reconocido en la taberna, y si no vuelvo pronto, se va a correr la voz. Y si se corre la voz, estamos perdidos.

—Tranquilo, amor —dijo Elena, tomándolo de la mano—. Esta es la última. Después, estaremos a salvo por todo el invierno. Y para el próximo año, ya veremos.

Capítulo 3: La presa en la trampa

El grupo del padre de Sara se dirigió al monte, con la luz de las antorchas en las manos y los rifles en los hombros. El bosque, que de día era un lugar de paz, de noche era un lugar de monstruos. Los hombres, con el corazón en un puño, caminaban en silencio, con los ojos bien abiertos, buscando cualquier rastro del asesino.

—Mira, papá —dijo el hijo del padre de Sara—. Aquí hay una huella.

El padre de Sara se agachó. Era una huella de zapato, una huella de mujer. Una huella que no era de Aitana, ni de Sara, ni de Penélope. Era una huella de una mujer que había ido a buscar leña al bosque.

—No es el monstruo —dijo el padre de Sara, con la voz temblando—. Es la huella de alguien del pueblo. Hay que volver a casa.

El grupo, decepcionado, se dirigió de nuevo al pueblo. El padre de Sara, con el corazón roto, se dio cuenta de que no había forma de encontrar a su hija. El monstruo, fuera quien fuera, era más inteligente que ellos.

Mientras tanto, en el río, Enrique y Elena habían encontrado a su presa. Una mujer, con el rostro pálido y los ojos llenos de miedo, estaba atada a un árbol, con la boca amordazada. La mujer era la esposa del carnicero del pueblo, la única mujer embarazada que quedaba en la aldea.

—¿Por qué la has traído aquí, Elena? —preguntó Enrique.

—No te preocupes, amor —respondió ella, con una sonrisa en el rostro—. Era la más gorda de todas. Nos va a durar mucho.

Enrique, con el corazón en un puño, sacó su cuchillo de carnicero. La mujer, al ver el cuchillo, cerró los ojos, y una lágrima corrió por su mejilla.

—No podemos, Elena —dijo Enrique, con la voz temblando—. No podemos.

—¿Por qué no? —preguntó ella, con una voz de sorpresa—. Ya hemos hecho esto antes. ¿Por qué te pones así?

—Porque no la conozco —respondió Enrique—. No conozco a Sara, a Penélope, a Aitana. Pero a esta mujer la conozco. He comido su comida. He bebido su vino. No puedo.

Elena, con una mirada de furia en sus ojos, lo miró.

—¿No puedes? —preguntó, con la voz llena de veneno—. ¿Y qué vamos a comer este invierno? ¿Qué vamos a comer, Enrique?

Capítulo 4: El cerco se estrecha

En la taberna, el tabernero, Mariano, estaba sirviendo copas de aguardiente a los hombres del pueblo. El ambiente, que antes había sido de ira, ahora era de desilusión.

—No hemos encontrado nada —dijo el padre de Sara, con la voz temblando—. El monstruo es más listo que nosotros.

—No hemos buscado bien —dijo el alcalde—. Hay que volver mañana. Hay que buscar en el río.

El grupo de la orilla del río, con las antorchas en las manos, se acercaba a la casa de Enrique. El padre de Sara, que se había quedado atrás, vio una luz en el río. Una luz que no debería estar ahí.

—¿Qué es eso? —dijo el padre de Sara—. ¿Una luz en el río?

El grupo, con la curiosidad en sus ojos, se acercó a la orilla. La luz, que venía del río, era una luz que no era de una antorcha. Era una luz extraña, una luz de otro mundo.

Mientras tanto, en el río, Enrique, que había tenido un ataque de conciencia, se había desmayado. Elena, con una mirada de furia en sus ojos, lo miró.

—Inútil —dijo, con la voz llena de desprecio—. No sirves para nada.

Elena, con el cuchillo en la mano, se acercó a la mujer. La mujer, que había estado llorando en silencio, abrió los ojos, y una lágrima corrió por su mejilla.

—Por favor, no lo hagas —dijo, con la voz temblando.

—No te preocupes —respondió Elena, con una sonrisa malvada en el rostro—. No te dolerá.

En ese momento, las luces de las antorchas de los hombres del pueblo aparecieron en el río. El padre de Sara, al ver a Elena, a la mujer y a Enrique en el suelo, se detuvo.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, con la voz temblando.

Elena, con una sonrisa malvada en el rostro, se dirigió a los hombres.

—¿Qué está pasando? —preguntó—. Estamos de caza. ¿No lo ven?

Capítulo 5: La última cena

Los hombres del pueblo, al ver a Elena con el cuchillo en la mano, a la mujer atada a un árbol y a Enrique en el suelo, se quedaron sin aliento. El padre de Sara, con el corazón en un puño, miró a Elena con una mirada de horror.

—¿Qué has hecho? —preguntó.

—No hemos hecho nada —respondió Elena, con una sonrisa malvada en el rostro—. Solo estamos de caza.

El padre de Sara, al ver la mirada en los ojos de Elena, supo que ella era el monstruo.

—¡El monstruo! —gritó, con la voz llena de ira—. ¡El monstruo es ella!

Los hombres, con los rifles en las manos, se dirigieron a Elena. Ella, con una sonrisa malvada en el rostro, se dirigió a ellos.

—No se acerquen —dijo—. Si se acercan, se van a arrepentir.

Enrique, que se había despertado, se levantó. Al ver a su esposa con el cuchillo en la mano y a los hombres del pueblo con los rifles, se dio cuenta de que todo había terminado.

—No te preocupes, amor —dijo Elena, mirando a Enrique con una sonrisa malvada en el rostro—. Yo me encargo de ellos.

Elena, con una velocidad sobrehumana, se dirigió a los hombres. El padre de Sara, al ver su velocidad, disparó. El disparo le dio en el brazo, pero no la detuvo.

—¡Es un demonio! —gritó el alcalde, con la voz llena de miedo—. ¡Es un demonio!

Elena, con la furia en sus ojos, se dirigió al padre de Sara. Él, que había sido un cazador toda su vida, se quedó inmóvil, con el miedo en su rostro. Elena, con el cuchillo en la mano, lo atacó.

Capítulo 6: El final del invierno

La lucha fue brutal. Elena, con una fuerza sobrehumana, mató a varios de los hombres. Pero el resto de ellos, con el miedo en sus corazones y la ira en sus mentes, se unieron. La rodearon y la atacaron. Elena, que había sido una depredadora, se convirtió en una presa.

Enrique, al ver a su esposa luchar contra los hombres del pueblo, se quedó inmóvil. El horror de lo que había visto, de lo que había hecho, lo había paralizado. La mujer del carnicero, que había estado atada a un árbol, se soltó y corrió hacia el pueblo, con el rostro pálido y los ojos llenos de miedo.

El padre de Sara, con la voz temblando, se dirigió a Enrique.

—¿Qué has hecho, Enrique? —preguntó—. ¿Qué has hecho?

Enrique, sin poder hablar, se quedó inmóvil, con el horror en su rostro.

—¿Por qué? —preguntó el padre de Sara—. ¿Por qué lo hiciste?

—El invierno —respondió Enrique, con la voz temblando—. El invierno es muy largo. Y el hambre es muy grande.

Los hombres del pueblo, al oír sus palabras, se quedaron sin aliento. El padre de Sara, con el corazón roto, se dio cuenta de que el monstruo no era solo Elena. El monstruo eran los dos.

—No te preocupes, Enrique —dijo el padre de Sara, con una voz de tristeza—. El invierno ya ha terminado.

Los hombres, con las luces de las antorchas en las manos, se llevaron a Enrique y a Elena. La mujer del carnicero, al llegar al pueblo, contó la historia. La historia de una pareja, que en medio de la oscuridad, había cometido un acto de barbarie. La historia de una pareja que había convertido la dulzura de la vida en la amargura de la muerte.

El pueblo, que había sido un lugar de paz, se había convertido en un lugar de dolor y de tristeza. Los nombres de Sara, Penélope y Aitana, que habían sido nombres de mujeres, se habían convertido en nombres de víctimas. El nombre de Enrique y Elena, que había sido nombres de personas, se había convertido en nombres de monstruos. El banquete del invierno, que había sido una idea de supervivencia, se había convertido en un eco de un grito.

Y el eco del grito, que resonó en el corazón del pueblo, fue un recordatorio de que, incluso en la oscuridad más profunda, la maldad puede existir.