El millonario llega más temprano de un viaje de negocios y no puede creer lo

 

que ve a su empleada haciendo con su hijo. La tarde del miércoles 22 de marzo

comenzó, como cualquier otra en la imponente residencia de los Montenegro, ubicada en una de las zonas más

exclusivas de la ciudad. Rodrigo Montenegro, un empresario de 37 años que

había construido su imperio desde cero en el sector de la tecnología. y las

inversiones inmobiliarias había salido 3 días antes hacia una serie de reuniones

urgentes en la capital. Su agenda estaba repleta de negociaciones que podrían

significar la expansión de sus negocios hacia mercados internacionales,

contratos millonarios que requerían su presencia y su firma personal. Sin

embargo, algo en su interior le decía que debía regresar antes de lo planeado.

Quizás era la intuición que desarrollan los padres cuando sienten que algo no

está bien con sus hijos. O tal vez era simplemente el cansancio acumulado de

tantos viajes y tantas noches lejos de su pequeño Matías, su hijo de 3 años y

medio, la única luz que quedaba en su vida después de que su esposa falleciera

en un trágico accidente automovilístico dos años atrás. Rodrigo había tomado la

decisión de adelantar su vuelo sin avisar a nadie en la casa. Quería sorprender a Matías, llegar cuando el

niño menos lo esperara y ver esa sonrisa inmensa que iluminaba su rostro cada vez

que papá atravesaba la puerta. Eran las 4 de la tarde cuando el auto negro se

detuvo frente a la entrada principal de la residencia. El chóer abrió la puerta

y Rodrigo descendió con su maletín de cuero italiano en la mano, vestido con

su traje gris oscuro impecable. El cabello negro perfectamente peinado

hacia atrás y esos ojos verdes que tantas veces habían intimidado a sus

competidores en las salas de juntas. Pero en ese momento esos ojos solo

buscaban una cosa, ver a su hijo. Al entrar a la casa, todo parecía

extrañamente silencioso, demasiado silencioso para una tarde en la que

Matías solía estar corriendo por los pasillos, jugando con sus carritos o

viendo sus dibujos animados favoritos. Rodrigo frunció el ceño y dejó el

maletín junto a la entrada. comenzó a caminar hacia el interior de la residencia, sus zapatos italianos

resonando sobre el mármol blanco del vestíbulo. Fue entonces cuando escuchó

algo que hizo que su corazón se acelerara de inmediato, un grito ahogado, un sonido de algo arrastrándose

y luego la risa nerviosa de un niño pequeño. El sonido venía de la dirección del área de servicio, cerca de la cocina

y el cuarto de la bandería. Rodrigo sintió una punzada de pánico recorrer su

pecho. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué Matías estaba en esa zona de la casa? El

niño tenía prohibido ir allí sin supervisión de un adulto debido a los

productos de limpieza y las escaleras que conducían al sótano. Sin pensarlo dos veces, Rodrigo echó a correr por el

pasillo. Su respiración se hizo más pesada con cada zancada. Su mente

comenzó a imaginar los peores escenarios posibles. Se habría caído. Estaría

lastimado. ¿Dónde estaba el personal de la casa? Cuando dobló la esquina que

daba al área de servicio, lo que vio lo dejó completamente paralizado, como si

alguien hubiera congelado el tiempo en el instante más incomprensible de su

vida. Allí, en medio del cuarto de la bandería, estaba Sofía, la joven

empleada doméstica de 23 años que había contratado hacía apenas 6 meses. Una

muchacha delgada de cabello castaño oscuro, recogido en una cola de caballo,

con ese rostro dulce y esos ojos color miel que siempre miraban al suelo cuando

hablaba con él. Pero lo que estaba haciendo en ese momento no tenía nada de dulce ni de inocente. Sofía tenía a

Matías completamente suspendido en el aire, sosteniéndolo por debajo de las axilas, y el cuerpo del niño estaba

metido casi por completo dentro de una pecera grande y vacía que normalmente

decoraba el salón principal. La pecera de cristal transparente y unos 80 cm de

altura estaba colocada de lado sobre una mesa de trabajo. El pequeño Matías tenía

la cabeza, los brazos y todo el torso dentro del recipiente de vidrio. Sus

piernitas colgaban afuera y la expresión en su rostro era una mezcla extraña de

diversión y concentración. Pero lo más perturbador de toda la escena era que Sofía tenía la tapa de la

pecera en su otra mano, como si estuviera a punto de cerrarla, de sellar a ese niño indefenso dentro de aquella

caja de cristal. El cerebro de Rodrigo procesó la imagen en una fracción de

segundo, pero fue suficiente para que una oleada de furia absoluta explotara

en su interior como un volcán que había estado dormido durante años. Su rostro

se tornó rojo, las venas de su cuello se marcaron. Sus puños se cerraron con

tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. “Sofía!”, gritó con

una voz que retumbó en las paredes como un trueno. “¿Qué demonios estás haciendo con mi hijo?” El grito fue tan potente,

tan cargado de rabia y terror, que Sofía casi deja caer a Matías del susto. La

joven se giró de inmediato. Sus ojos se abrieron como platos, su rostro

palideció hasta volverse del color de la cera y sus labios temblaron buscando

palabras que no salían. Matías, por su parte, volteó la cabeza dentro de la

pecera y al ver a su padre exclamó con entusiasmo, “Papi, papi vino. Mira,

papi, Sofi me está ayudando.” Pero Rodrigo no escuchaba las palabras de su hijo. Todo lo que veía era esa imagen,

esa escena incomprensible y aterradora de una mujer sosteniendo a su niño

dentro de un recipiente de vidrio con una tapa en la mano. Su mente no