La Devoradora de Hombres de La Habana: El Secreto de Doña Inés, la Baronesa que Doblegó la Voluntad de sus Nueve Esclavos Amantes con Opio y Placer (Cuba, 1850)
La Habana, 1850. La música de Strauss flotaba sobre el Palacio de la Baronesa de Aljaraf, un faro de champán y decadencia para la aristocracia azucarera. Pero mientras el barón, Don Rodrigo, un hombre cuarenta años mayor que ella, languidecía en una silla de ruedas —arruinado por la gota y la sífilis— su joven esposa, Doña Inés, gobernaba la casa con un poder absoluto nacido de un tedio mortal.
Inés, de veintiocho años, considerada la mujer más bella de Cuba, no coleccionaba arte ni joyas. Coleccionaba hombres: nueve esclavos, cada uno un espécimen, adquiridos en subastas secretas a precios que adivinaban el futuro. Eran «los Nueve», y su destino era servir a la fantasía de su ama en un juego de poder y sumisión que transformaba el placer en una prisión.
La Habitación de Terciopelo Rojo: El Nuevo Juguete
El ala oeste del palacio ocultaba el corazón de este horror: una habitación secreta, sin ventanas, revestida de terciopelo rojo oscuro de Mindon. El aire allí olía a almizcle, sudor limpio y miedo.
Esa noche, la colección estaba expuesta:
Gaspar, el músico mulato, el favorito durante casi un año, cuyos dedos hacían llorar al violín.

León, el gigante mandinga, una escultura de fuerza.
Rafael, el príncipe, de piel clara, culto en latín y ajedrez.
Al final de la fila estaba el recién llegado, el número nueve: Mateo. Un cimarrón, un esclavo fugitivo capturado en las montañas, indómito, que miraba a Inés con odio puro y directo. Era la ferocidad que ella necesitaba para combatir su tedio.
Inés recorrió la fila, desdeñando la música de Gaspar y la fuerza de León. Se detuvo ante Mateo, quien no bajó la mirada.
—Tienes fuego —susurró, deslizando su mano fría sobre la cicatriz—. Me gusta el fuego, pero todo fuego acaba convirtiéndose en cenizas o aprende a calentar la mano de su amo.
Mateo la desafió, prefiriendo el castigo y la muerte. Inés sonrió, una sonrisa lenta y peligrosa.
—Mi marido te mandaría con el capataz. El capataz te rompería los huesos. ¿Yo? Yo quebraré tu voluntad. Es un juego mucho más largo y mucho más placentero.
La lección del placer: El opio y el barón
En la habitación de terciopelo rojo, Inés reveló su arma. Preparó una pipa de opio en una pequeña caja de plata, en contraste con la brutalidad del látigo de su marido.
—El placer es la prisión más fuerte, Mateo, la jaula de oro. Mi marido gobierna con dolor. Yo gobierno con placer, y al final, mi método es el que crea esclavos mucho más obedientes.
Forzó el dulce humo sobre los labios de Mateo. Su ira, la llama pura de su cigarro, comenzó a disolverse en una aterradora sensación de debilidad y vergüenza.
El verdadero horror residía en la puerta lateral. El barón Don Rodrigo, un ser humano enfermo y deshecho, lo observaba todo desde su silla de ruedas, sonriendo. Era parte del juego: Inés reunía y vaciaba a los hombres, y él observaba.
«Yo recojo los pedazos intactos. Él se deleita viendo cómo los rompo, y luego se queda con lo que queda. Es un matrimonio perfecto».
Inés no los mataba; los destruía desde dentro. La antesala del infierno era, en realidad, la antesala del tedio de Inés.
La Jaula Dorada y el Miedo a los Rivales
Mateo fue llevado a su nueva «prisión»: el ala norte del palacio, un lujoso salón revestido con alfombras persas, divanes de seda, frutas exóticas y un baño de vapor de cobre. Era una prisión de lujo, y los otros ocho estaban allí, vestidos con túnicas de seda, jugando al ajedrez o afinando un laúd. No parecían esclavos, sino príncipes decadentes.
Gaspar, el músico y favorito, se acercó al recién llegado, que aún olía a montañas y odio.
«Somos la Colección. Somos los hombres más afortunados y más malditos de toda Cuba. Esto, mi salvaje amigo, es el cielo o el infierno. Depende de su humor».
Los hombres vivían en constante rivalidad. Su supervivencia dependía de seguir siendo interesantes para Inés. Gaspar reveló el destino de Tomás, el antiguo número diez, que se resistió y la insultó:
«Cuando le llegaba el aburrimiento, ella lo besaba en la frente y le decía que era libre. Al otro lado de la puerta, Don Rodrigo esperaba con sus dos capataces. Oímos los gritos de Tomás durante tres días. El Barón tiene un lugar especial para eso, un lugar al que llama “El Taller”».
La cárcel era un placer; la sentencia de muerte, el aburrimiento de Inés.
La Traición Final: El Precio de la Libertad en el Palenque
Inés convocó a Mateo y Gaspar a sus aposentos privados. El juego de la comparación había comenzado: el favorito contra el salvaje.
Gaspar, humillado, intentó restablecer su dominio obligando a Mateo a pelear, golpeándolo con una vara de chimenea. Mateo se negó a responder: «No eres mi enemigo. Eres solo una pieza más de la colección. Eres un juguete roto».
Inés interrumpió el espectáculo, furiosa por la vulgaridad de Gaspar. Se volvió hacia Mateo y le reveló la trampa final:
«Cuando te capturaron en las montañas, no estabas solo. Había un palenque, ¿verdad? Mujeres, niños, tu gente. El…»
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