En la terminal de autobuses de Guadalajara, México, a las 11 de la noche del 12 de diciembre de 2023, un

hombre sin piernas estaba a punto de cargar ocho maletas para salvar la vida

de un bebé moribundo y esa decisión imposible cambiaría su destino para

siempre. Ignacio Vargas, conocido como Nacho por todos en la terminal, tenía 36

años y llevaba 12 viviendo sin piernas. Sus muñones infectados sangraban

constantemente bajo las prótesis caseras de madera y metal que él mismo había

fabricado con chatarra encontrada en los basureros de la ciudad. La fiebre de 39

grumía esa noche y los médicos del centro de salud habían sido claros tres días

antes. Señor Vargas, si no amputa más arriba de los muñones, la septicemia lo

matará en cuestión de semanas. Pero Nacho no tenía 120,000 pesos para

prótesis reales. Apenas ganaba 150 pesos al día cargando maletas con la fuerza

sobrehumana de sus brazos. Y esa noche del día de la Virgen de Guadalupe, cuando una familia

desesperada entró corriendo a la terminal casi vacía con un bebé prematuro, convulsionando en una

incubadora portátil, Nacho no sabía que estaba a 10 minutos del encuentro más

extraordinario de su vida. ¿Qué harías tú si no tuvieras piernas? Pero un padre

te rogara que cargaras ocho maletas en 10 minutos para salvar a su bebé moribundo.

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la luz que alguien necesita hoy. Ignacio Nacho Vargas había aprendido a medir su

vida en pasos que nunca podría dar. 12 años atrás, en mayo de 2011, cuando

tenía 24 años y soñaba con cruzar la frontera para darle una vida mejor a su

esposa Claudia y a su hijo Mateo de 3 años, Nacho se había subido a la bestia

en Arriaga, Chiapas. El tren de carga que miles de centroamericanos y mexicanos usaban para viajar como

ilegales hacia Estados Unidos, se convirtió en su infierno personal cuando

en algún punto entre Veracruz y San Luis Potosí, el sueño lo venció en el techo

del vagón. La caída lo lanzó directo a las vías. Las ruedas de acero del tren

le arrancaron ambas piernas bajo las rodillas en cuestión de segundos. Los

paramédicos que lo encontraron 5 horas después, de sangrado y delirante bajo el

sol abrasador, dijeron que era un milagro que estuviera vivo. Nacho pasó 4

meses en el hospital general de San Luis Potosí, donde los cirujanos le amputaron lo que quedaba de sus piernas y le

dijeron, “Necesitará prótesis, señor Vargas. Sin ellas nunca volverá a

caminar. Pero las prótesis reales costaban 120,000 pesos. Claudia, su esposa, lo

visitó tres veces en el hospital. En la tercera visita con Mateo de la mano, le

dijo con los ojos secos, “Nacho, yo no me casé con un inválido. No quiero que

mi hijo crezca.” Viendo a su padre arrastrándose por el suelo como un animal. Se llevó a Mateo a Monterrey con

su hermana. Nacho firmó el divorcio desde la cama del hospital. 8 años habían pasado desde

entonces. 8 años sin ver a su hijo. 8 años de llamadas bloqueadas, de cartas

devueltas, de ruegos ignorados. Claudia le había dicho la última vez que intentó

contactarla, “No quiero que mi hijo conozca a un tullido. Olvídate de que

tienes familia, Ignacio.” Y así Nacho se había arrastrado hasta Guadalajara. Con

chatarra de los basureros, cables de cobre robados y tablones de madera de

construcciones abandonadas, se fabricó sus propias prótesis.

Eran monstruosidades grotescas que se ataban a sus muñones con cuerdas y cinta

adhesiva industrial. Lo hacían parecer un espantapájaros mecánico cuando se

impulsaba con sus muletas especiales por los pasillos de la terminal de

autobuses. Pero funcionaban. Y Nacho descubrió que sus brazos,

fortalecidos por años de arrastrarse, podían cargar maletas que hombres con

piernas sanas no podían mover. Se convirtió en el cargador sin piernas de

la terminal de Guadalajara, una leyenda local. Los taxistas le

decían Nacho el Fuerte. Las vendedoras de tacos le guardaban las obras del día.

Los guardias de seguridad le permitían dormir en un cuarto de 2 metros por 2

met detrás de las oficinas administrativas, donde Nacho extendía

cartones en el suelo de cemento y soñaba con piernas que ya no tenía. Pero había

un precio terrible por su fuerza sobrehumana. Las prótesis caseras le

causaban llagas profundas en los muñones, llagas que nunca sanaban

completamente, porque cada día tenía que volver a atarse esas monstruosidades de

madera y metal para poder trabajar. Las llagas se infectaron, la infección se

volvió crónica y para diciembre de 2023 los médicos del Centro de Salud

Revolución le advirtieron que la septicemia era inminente. “Señor

Vargas”, le había dicho la doctora Ramírez tres días antes, con ojos tristes detrás de sus lentes gruesos.

Sus muñones están necrosados. La infección ha alcanzado el hueso. Si

no amputamos más arriba y conseguimos prótesis reales, usted morirá. Tiene

quizás un mes, tal vez menos. Nacho le había sonreído con esa sonrisa que había

perfeccionado durante 12 años de humillación. Doctora, no tengo 120,000 pesos para