La Venganza de la Flor del Río

 

El puerto de Cartagena de Indias hervía bajo el sol despiadado del Caribe. Era el año de 1732 y la ciudad colonial española se alzaba como una joya manchada de sangre y oro en la costa del Nuevo Reino de Granada. Las murallas que protegían la ciudad del asedio de piratas y corsarios también encerraban secretos más oscuros que cualquier tesoro hundido en las profundidades del mar.

En el mercado de esclavos de la Plaza de los Coches, el aire denso llevaba el peso de la humedad tropical mezclada con el hedor de cuerpos humanos encadenados. Los grilletes tintineaban como una música siniestra, acompañando los gritos de los comerciantes que pregonaban su mercancía humana como si fueran sacos de tabaco o barriles de ron. Entre la multitud de almas capturadas, una joven mujer destacaba por su porte digno, a pesar de las cadenas que le cortaban la piel. Los tratantes la habían bautizado con el nombre comercial de “Flor del Río”, un apodo cruel que pretendía aumentar su valor en el mercado.

Tenía aproximadamente 18 años, la piel oscura como la noche sin luna y en sus ojos ardía algo que los compradores más astutos reconocían como peligroso: una inteligencia aguda que ningún cautiverio había logrado quebrar. Había sido capturada en las costas de la región Yoruba, arrancada de su aldea durante una incursión portuguesa. El viaje en el barco negrero había durado tres meses infernales, tiempo suficiente para que aprendiera que la supervivencia dependía de observar, memorizar y esperar el momento oportuno. De los 150 cautivos que habían partido de África, solo 62 llegaron vivos a Cartagena. Ella había sobrevivido, no por suerte, sino por una férrea determinación que ahora ocultaba bajo una máscara de sumisión aparente.

La mañana en que cambió su destino, el cielo amenazaba con una de esas tormentas caribeñas que transformaban las calles adoquinadas en ríos de lodo. Doña Isabela de las Casas y Mendoza, viuda del acaudalado comerciante Don Rodrigo de las Casas, llegó al mercado en su carruaje ornamentado, escoltada por dos criados mulatos y su mayordomo español. Doña Isabela era una mujer de 35 años, todavía atractiva según los cánones de la época, con una figura que los corsés realzaban y una palidez de piel que protegía obsesivamente del sol tropical. Había enviudado hacía dos años, heredando una fortuna considerable derivada del comercio de esclavos, azúcar y especias. Su marido, veinte años mayor que ella, había muerto de fiebres en un viaje de negocios a Portobelo, dejándola como una de las mujeres más ricas y poderosas de Cartagena.

Pero la riqueza no había comprado la felicidad a Doña Isabela. Su matrimonio había sido arreglado cuando ella tenía apenas 15 años, enviada desde Sevilla a las colonias para unir fortunas entre familias comerciantes. Durante veinte años había soportado un matrimonio sin amor, las infidelidades constantes de su marido y la soledad de una posición social que la obligaba a mantener las apariencias mientras su alma se marchitaba como las flores en el calor sofocante.

Cuando la marquesa caminó entre las filas de esclavos, su mirada se detuvo en la joven africana. Había algo en esos ojos que la fascinó y al mismo tiempo la inquietó. No era la mirada vencida de quien había aceptado su destino, sino algo más complejo, más profundo.

—¿Cuánto pides por esta? —preguntó Doña Isabela al tratante, un portugués de rostro curtido llamado Joaquim Da Silva. —Cincuenta pesos de oro, señora. Es mercancía de primera calidad, joven, fuerte, sana. Viene de buena casta de los Yoruba. Son gente trabajadora, no como los de otras regiones que traen enfermedades o mal carácter.

Isabela examinó a la esclava como quien evalúa un caballo. Le revisó los dientes, las manos, buscó señales de enfermedades. La joven soportó la inspección sin bajar la mirada, un detalle que no pasó inadvertido. —Tiene cicatrices en la espalda —observó Isabela, notando las marcas que cruzaban la piel oscura como ríos secos. —Del viaje, señora. Nada grave. Un poco de disciplina necesaria durante la travesía. Ya sabe cómo son estos salvajes cuando están recién capturados. Pero esta tiene temple. Aprenderá rápido.

Isabela asintió. Necesitaba una nueva criada personal. La anterior había muerto de viruela el mes pasado y mantener las apariencias en la sociedad cartagenera requería una servidumbre impecable. Además, había algo en esa joven que despertó en ella un impulso oscuro, una necesidad de poseer algo hermoso que pudiera controlar completamente. —Te compro por cuarenta pesos, no un real más.

El trato se cerró después de un breve regateo. La Flor del Río fue conducida al carruaje de su nueva ama, las cadenas reemplazadas por una cuerda más delgada, pero igualmente efectiva. Durante el trayecto por las calles empedradas hacia la mansión de los De las Casas, en el barrio de Santo Domingo, la joven observó todo con atención: las calles, las iglesias, los rostros de la gente. Cada detalle era información y la información era poder, incluso para quien no tenía ninguno.

La mansión de Doña Isabela era una de las más imponentes de Cartagena. Construida alrededor de un patio central con una fuente de piedra, la casa de dos pisos exhibía la arquitectura colonial en su máximo esplendor. Balcones de madera tallada, muros gruesos de cal y canto para mantener el frescor, techos altos con vigas de madera traída de los bosques del interior. Los pisos de terracota brillaban con el pulido constante de generaciones de esclavos domésticos. El mayordomo, Don Cristóbal Ruiz, un español de mediana edad con rostro de piedra y modales impecables, recibió a la nueva adquisición con una mirada evaluadora.

—Esta es la nueva criada personal de la señora —anunció Doña Isabela—. Se encargará de los baños, el vestuario y las tareas íntimas. Cristóbal, asegúrate de que entienda sus obligaciones y si no obedece… No hizo falta terminar la frase. El látigo que colgaba en la pared del patio trasero era suficiente advertencia.

Durante las siguientes semanas, la Flor del Río aprendió las rutinas de la casa y, más importante, las vulnerabilidades de su ama. Descubrió que Doña Isabela sufría de insomnio crónico, que pasaba horas mirando por la ventana hacia el mar como si esperara algo que nunca llegaba. Observó que la marquesa bebía vino de Jerez en exceso por las noches, que lloraba en silencio en su alcoba cuando creía que nadie la escuchaba. También descubrió la obsesión de Doña Isabela con los baños. Cada tarde sin falta, la marquesa se sumergía en una gran tina de cobre importada de España, perfumada con aceites esenciales que llegaban en barcos desde Sevilla.

El ritual del baño duraba horas. Era el único momento en que Doña Isabela parecía encontrar paz, flotando en el agua tibia mientras la Flor del Río permanecía de pie, lista para atender cualquier capricho. Pero los baños pronto revelaron otro aspecto más oscuro del carácter de la marquesa. En la intimidad de ese cuarto de baño, lejos de las miradas de la sociedad que tanto la juzgaba, Isabela dejaba caer la máscara de respetabilidad. Comenzó a hablar con la Flor del Río, primero en español, luego mezclando confesiones cada vez más íntimas.

—¿Sabes lo que es estar sola? —preguntaba mientras el agua lamía su piel pálida—. Rodeada de gente, pero completamente sola. Mi marido nunca me amó. Para él yo era solo un útero que debía darle herederos legítimos. Pero mi vientre permaneció estéril; quince años de matrimonio y ni un solo hijo. ¿Sabes lo que eso significa en esta sociedad?

La Flor del Río permanecía en silencio, pero escuchaba. Aprendió que el silencio era su mejor arma. Los amos hablaban libremente frente a los esclavos, porque los consideraban poco más que muebles, incapaces de comprensión verdadera. Pero ella comprendía más de lo que aparentaba.

—Él tenía bastardos por toda la ciudad —continuaba Isabela, su voz teñida de amargura—. Mulatos, zambos, toda una prole ilegítima que desfilaba por las calles mientras yo debía fingir no verlos. Y cuando murió, ¿sabes qué descubrí? Que había testado una parte de su fortuna para esos bastardos. Mi humillación no terminó ni siquiera con su muerte.

Las confidencias se volvieron más íntimas, más perturbadoras. Isabela comenzó a tocar a la Flor del Río durante los baños; primero de manera aparentemente inocente, ajustando su ropa, tocando su cabello. Luego las caricias se volvieron más deliberadas, más posesivas. No era deseo lo que motivaba a la marquesa, sino algo más retorcido: la necesidad de ejercer poder absoluto sobre otro ser humano, de poseer completamente a alguien que no pudiera rechazarla o abandonarla. La joven africana soportaba todo con una paciencia que ocultaba una furia creciente.

Cada noche, cuando regresaba al cuarto miserable que compartía con otras tres esclavas domésticas, se prometía a sí misma que llegaría el día de la venganza. Pero no sería una venganza impulsiva. Tenía que ser perfecta, calculada, definitiva.

En esos meses, la Flor del Río aprendió todo sobre la casa. Qué puertas chirriaban, cuáles criados eran leales a la marquesa y cuáles la despreciaban en secreto. Dónde guardaba Isabela sus joyas y documentos importantes. Qué hierbas y remedios se guardaban en la despensa para los males comunes. También aprendió sobre la sociedad cartagenera. Escuchaba las conversaciones cuando Isabela recibía visitas. La élite colonial era un nido de víboras, familias que sonreían en público mientras se apuñalaban por la espalda en privado, fortunas construidas sobre la sangre y el sufrimiento.

Un descubrimiento clave ocurrió cuando escuchó al mayordomo Don Cristóbal conspirar con contrabandistas, revelando que estaba robando a la señora. Pero la verdadera arma apareció durante una limpieza profunda de la alcoba principal: los diarios secretos de Don Rodrigo, ocultos bajo las tablas del piso. Allí se detallaban crímenes contra la Corona, contrabando masivo y, lo más impactante, un plan del difunto marido para asesinar a Isabela debido a su esterilidad y amargura.

La Flor del Río urdió su plan. Robó un cuaderno incriminatorio. Con ayuda de Juana, una esclava mulata, escribió una carta anónima al recién llegado Oidor Real, la máxima autoridad judicial de la corona, alertándole sobre los documentos ocultos en la casa de Las Casas. El golpe final sería la muerte de Isabela, un evento que obligaría a las autoridades a voltear la casa al revés, encontrando así los diarios que destruirían el legado de todos los involucrados.

Preparó un veneno indetectable usando mandioca amarga y plantas del jardín. El día elegido, el ambiente era opresivo. El Oidor Real estaba en la ciudad y el miedo se palpaba en el aire. Isabela, nerviosa y borracha, se metió en su tina, quejándose de su suerte y humillando a su esclava una vez más.

La Flor del Río tenía el frasco en la mano. Estaba lista. —Trae los aceites perfumados. Los de jazmín, mis favoritos —ordenó Isabela con los ojos cerrados.

Fue entonces cuando la puerta del cuarto de baño se abrió bruscamente.

El Padre Alonso Márquez entró precipitadamente, su rostro desencajado por el pánico, con el sudor pegando la sotana a su cuerpo robusto. Sus ojos, habitualmente serenos y piadosos, estaban inyectados en sangre y terror.

—¡Isabela! —gritó, olvidando cualquier decoro—. ¡Tenemos que hablar ahora mismo!

Doña Isabela se sobresaltó, salpicando agua fuera de la tina de cobre. Abrió los ojos nublados por el alcohol y miró al sacerdote con una mezcla de irritación y confusión. —¿Alonso? ¿Has perdido el juicio? ¡Estoy en mi baño! ¡Sal inmediatamente!

Pero el sacerdote no se movió. Cerró la puerta tras de sí y echó el cerrojo con manos temblorosas. La Flor del Río retrocedió hacia las sombras de la esquina, ocultando el frasco de veneno entre los pliegues de su falda. Se volvió invisible, una habilidad que había perfeccionado.

—El Oidor Real… —jadeó Alonso, acercándose a la tina—. Sus hombres están registrando el almacén del puerto. Han detenido a Cristóbal. Alguien les avisó, Isabela. Alguien envió una carta detallando el contrabando, los sobornos… y mencionó tu nombre y el mío.

La bruma del alcohol pareció disiparse de golpe en la mente de Isabela. Se incorporó en el agua, sin importarle su desnudez. —¿De qué estás hablando? ¿Cristóbal detenido? —¡Confesará! —siseó el cura, su voz bajando a un susurro desesperado—. Ese miserable cantará para salvar su cuello. Dirá que nosotros sabíamos, que nos beneficiamos del dinero sucio de Rodrigo. ¡La Inquisición, Isabela! Si descubren nuestra… relación, y lo mezclan con el contrabando, nos quemarán o nos enviarán a galeras.

Isabela soltó una risa histérica, aguda y cortante como un cristal roto. —¿A ti? Quizás. Tú eres el hombre de Dios que rompió sus votos. Yo solo soy una viuda ignorante de los negocios de su marido. —No seas estúpida —gruñó Alonso, agarrándola por el brazo mojado—. Tú firmaste documentos. Rodrigo se aseguró de implicarte antes de morir. Si yo caigo, tú caes conmigo. Necesito dinero para sobornar al escribano del Oidor antes de que redacte el informe. Necesito las joyas que guardas en la caja fuerte y… —hizo una pausa, sus ojos recorriendo la habitación— necesito los diarios. Sé que los tienes. Rodrigo me lo confesó en secreto de confesión antes de partir a su último viaje. Escribía todo. Si el Oidor encuentra esos cuadernos, estamos muertos.

Isabela se soltó del agarre con violencia. La dinámica de poder había cambiado. En su embriaguez, se sentía invulnerable, dueña de la situación. —¿Me amenazas, Alonso? ¿En mi propia casa? —Sus ojos brillaron con malicia—. Quizás debería ser yo quien hable con el Oidor. Podría decirle que el pobre padre Alonso se aprovechó de una viuda desolada. Podría entregarle los diarios yo misma a cambio de clemencia.

Fue un error fatal. La Flor del Río lo vio en los ojos del sacerdote antes de que sucediera. El miedo se transformó en una resolución fría y brutal. El hombre de fe desapareció y solo quedó una bestia acorralada.

—No harás eso, Isabela —murmuró él.

Antes de que ella pudiera gritar, Alonso se abalanzó sobre ella. Sus grandes manos rodearon el cuello pálido y empujó hacia abajo. Isabela se debatió, el agua agitándose violentamente, desbordándose sobre el piso de baldosas. Sus uñas rasguñaron las manos del sacerdote, sus piernas patalearon contra el cobre resonante de la tina.

La Flor del Río observó la escena inmóvil. Su corazón latía con fuerza, pero no intervino. El veneno en su bolsillo ya no era necesario. El sistema se estaba devorando a sí mismo frente a sus ojos. La justicia que ella buscaba estaba siendo ejecutada por las mismas manos que bendecían a los esclavistas los domingos.

El chapoteo se volvió frenético y luego, poco a poco, comenzó a disminuir. Las burbujas cesaron. El cuerpo de Doña Isabela de las Casas quedó flácido bajo el agua, su cabello flotando como algas oscuras alrededor de su rostro distorsionado.

El Padre Alonso se quedó allí, jadeando, con las mangas de su sotana empapadas hasta los codos. El silencio regresó al cuarto de baño, solo roto por el goteo del agua y la respiración entrecortada del asesino. Lentamente, la realidad de lo que acababa de hacer pareció golpearlo. Se giró y, por primera vez en minutos, reparó en la presencia de la esclava en la esquina.

Se quedaron mirando el uno al otro. El sacerdote y la esclava. El asesino y la testigo.

—Tú… —dijo Alonso, dando un paso hacia ella. Su mente trabajaba rápido, buscando una salida—. Fue un accidente. Se resbaló. Tú lo viste. Se golpeó la cabeza.

La Flor del Río lo miró con esos ojos antiguos y profundos. No había miedo en ella, solo una calma aterradora. —Ella dijo que usted era un pecador, padre —dijo la joven con voz clara y un español perfecto, despojándose del acento roto que usaba para parecer sumisa—. Pero no dijo que fuera un asesino.

Alonso palideció. Se dio cuenta de que esa mujer no era el mueble que él creía. —Escúchame, negra. Si abres la boca, te acusaré a ti. Diré que tú la mataste. ¿A quién creerán? ¿A un sacerdote de la Santa Iglesia o a una esclava salvaje?

En ese momento, un estruendo provino de la entrada principal de la mansión. Golpes fuertes, voces de mando, el sonido de botas militares sobre la piedra. —¡Abran en nombre del Rey! ¡Orden de registro del Oidor Real!

El rostro de Alonso se descompuso. Estaba atrapado. Miró a la puerta, luego al cadáver, luego a la esclava.

La Flor del Río sonrió. Fue una sonrisa pequeña, fría. Sacó la mano de su bolsillo, pero no sostenía el veneno. Sostenía una llave pequeña de hierro. La llave del cofre donde estaban los diarios restantes, la que había robado días atrás y que Alonso buscaba desesperadamente.

—Buscan esto —dijo ella, mostrando la llave—. Y buscan al hombre que aparece en los libros de Don Rodrigo. El hombre que ayudaba a contrabandear azúcar y almas.

—Dámela —suplicó Alonso, cayendo de rodillas, el orgullo olvidado ante la horca inminente—. Dámela y te daré tu libertad. Te firmaré un papel ahora mismo.

—Mi libertad no me la das tú —respondió ella—. Mi libertad la tomo yo.

Lanzó la llave, no hacia él, sino hacia la tina, donde se hundió hasta descansar sobre el pecho inerte de Isabela.

Mientras Alonso se lanzaba frenéticamente al agua turbia para recuperar la llave, buscando entre el cuerpo de su amante muerta, la Flor del Río se dio la vuelta. Salió del cuarto de baño y cerró la puerta con suavidad.

El caos en la entrada principal le dio la cobertura perfecta. Los guardias del Oidor estaban forcejeando con los criados leales. Nadie prestó atención a una esclava que caminaba con paso firme hacia la salida trasera, la que daba a los callejones del servicio.

Antes de salir, pasó por la cocina. Allí, escondido detrás de un saco de harina, tenía un pequeño fardo que había preparado semanas atrás: un cuchillo robado, unas monedas de plata sustraídas poco a poco, y ropa de hombre que había cambiado por remedios a un mozo de cuadra.

La Flor del Río cruzó el umbral de la mansión por última vez. No corrió. Caminar rápido atraía miradas; caminar con propósito, no. Se mezcló con las sombras de la tarde que caía sobre Cartagena. Mientras se alejaba, escuchó los gritos dentro de la casa: el descubrimiento del cuerpo, la voz quebrada del padre Alonso clamando inocencia, el triunfo de la justicia del Oidor que, sin saberlo, había sido el instrumento de una venganza africana.

Esa noche, la mansión de Las Casas cayó en desgracia. El escándalo sacudió los cimientos de la ciudad. Pero para entonces, la mujer que habían llamado Flor del Río ya no existía. Se había cortado el cabello, se había vestido como un jornalero libre y caminaba bajo la luz de la luna hacia el sur, hacia los manglares.

Había oído rumores, susurros en el mercado de esclavos que los blancos ignoraban. Se decía que a días de camino, oculto en las montañas y la selva espesa, existía un lugar donde las cadenas no existían. Un Palenque. Un pueblo de negros libres, cimarrones que vivían bajo sus propias leyes y adoraban a sus propios dioses, liderados por guerreros que desafiaban a la Corona.

El camino sería duro. Los cazadores de esclavos, las serpientes, el hambre. Pero mientras dejaba atrás las murallas de Cartagena, la ciudad de sus tormentos, ella respiró el aire salado y supo que, por primera vez desde que fue arrancada de su aldea, ese aire le pertenecía.

Ya no era Flor del Río. Recordó su verdadero nombre, el que su madre le susurró al nacer: Ayana.

Y Ayana caminó hacia la selva, no como una fugitiva, sino como una reina que regresa a su reino.

FIN