Los Dientes de la Montaña

 

El viento nocturno arrastraba el aroma dulzón y pesado del copal quemado por las calles empedradas de Oaxaca cuando Esperanza Morales descubrió que su esposo había desaparecido. No se había marchado de la manera común —un abandono por otra mujer o un viaje al norte—, sino de esa forma silenciosa y terrible que había comenzado a apoderarse de su pueblo como una enfermedad invisible.

La casa de adobe permanecía igual, con sus paredes de añil descarapeladas y las ventanas de madera carcomida, pero la atmósfera había mutado. El aire parecía más denso, cargado de una electricidad estática que hacía ladrar a los perros sin motivo aparente y obligaba a las gallinas a refugiarse bajo las mesas mucho antes del anochecer.

—¡Joaquín! —Su voz se perdió entre los rincones vacíos de la casa—. Joaquín, ya llegué.

El silencio le respondió con una frialdad que le erizó la piel morena de los brazos. Esperanza dejó caer la canasta de chiles y tomates que había comprado en el mercado. Los vegetales rodaron por el suelo de tierra apisonada, dispersándose como las ilusiones que comenzaba a perder. Había pasado el día entero en casa de su hermana Soledad, ayudándola a preparar el mole para la boda de su sobrina, y entre risas y consejos de mujeres, había logrado olvidar por unas horas el miedo que se respiraba en el pueblo.

Primero fue don Evaristo, el zapatero; luego Refugio, el lechero, cuyo burro apareció solo en la plaza rebuznando una historia de terror que no podía articular. Después, la familia Zavala completa. Ahora, el silencio en su propia casa le confirmaba su peor temor.

Recorrió cada cuarto con el corazón desbocado. En la habitación principal, los huaraches de cuero de Joaquín estaban junto a la cama con tierra fresca, y su camisa de manta colgaba del clavo en la pared, pero dispuesta de una forma extraña, ajena a sus costumbres. En la cocina, el horror cobró forma: su plato favorito de barro negro estaba colocado boca abajo sobre la mesa.

Debajo del plato, encontró el papel. La letra de Joaquín, trazada con una urgencia temblorosa, le heló la sangre:

“Esperanza, mi amor. Si lees esto, significa que ya vinieron por mí. No busques respuestas. Cuida a nuestra hija. El collar que te dejé, úsalo solo si es necesario. Te amo más que a mi propia vida. Que Dios nos permita reencontrarnos.”

¿Hija? No tenían hijos. Esa era la gran herida de su matrimonio. ¿Y qué collar?

Con las piernas temblorosas, corrió al baúl de cedro. Apartó la imagen de la Virgen de Juquila y, envuelto en un rebozo de seda azul, encontró un objeto que desafiaba toda lógica cristiana. No era joyería. Era un collar hecho de dientes humanos —de leche y molares adultos— ensartados en cuero trenzado, con una medalla de plata oxidada en el centro llena de inscripciones incomprensibles.

El sonido de motores y ladridos afuera la sacó de su estupor. Venían por ella. Esperanza guardó el collar en su seno, saltó la barda trasera y huyó entre los surcos de maíz hacia la casa de su hermana.


La reunión en la cocina de Soledad fue lúgubre, iluminada por una sola vela. Allí, Cornelio, el hermano del zapatero desaparecido, le reveló la primera parte de la verdad: las minas abandonadas de Etla, los camiones nocturnos y la implicación de Joaquín.

—Tu esposo transportaba materiales a esas minas, Esperanza —dijo Cornelio con gravedad—. Pero no era mineral.

La revelación de que Joaquín estaba involucrado le dolió más que su ausencia, pero Cornelio le dio una esperanza: el Padre Sebastián. El viejo sacerdote español, un hombre temido por su conocimiento de lo oculto, tenía las respuestas.

Al amanecer, Esperanza subió al cerro de San Cristóbal. El Padre Sebastián la esperaba como si hubiera leído su destino en las estrellas. Al ver el collar de dientes, el sacerdote palideció.

Memento mori —murmuró—. Esto no es una joya, Esperanza. Es un mapa y una llave. Los dientes pertenecen a los antiguos guardianes zapotecas. Tu esposo no transportaba caña; transportaba víctimas para el “Proyecto Ixchel”.

El sacerdote le explicó la monstruosidad: el gobierno, bajo la fachada de arqueología, buscaba reactivar antiguas técnicas zapotecas de hibernación y control mental para crear soldados perfectos. Joaquín había colaborado porque le prometieron curar la infertilidad de ambos mediante esos rituales, pero al descubrir el costo —la vida de otros—, había intentado huir.

—Para salvarlo, debemos despertar a los dueños originales de esos dientes —dijo el Padre, llevándola a las criptas bajo la iglesia—. Pero el precio es alto. Si despiertas a los guerreros para limpiar la mina, alguien debe ocupar su lugar en el sueño eterno.

—Lo haré —dijo Esperanza sin dudar.

Esa misma noche, se infiltraron en las montañas. Siguiendo rutas olvidadas y usando una cuerda tratada con bioluminiscencia de hongos para ver en la oscuridad absoluta, llegaron a una grieta en la roca.


La roca raspaba su ropa y su piel. El terror amenazaba con paralizarla al quedarse atorada momentáneamente, sintiendo el peso de la montaña sobre sus costillas.

—Exhala y empuja —susurró el Padre Sebastián desde adelante—. El miedo te hincha. La fe te hace pequeña.

Esperanza cerró los ojos, pensó en Joaquín y logró deslizarse al otro lado. Cayeron en un túnel artificial, de paredes lisas y frías, iluminado por luces eléctricas parpadeantes. El aire olía a ozono y a sangre vieja.

Avanzaron con sigilo hasta llegar a una balconada natural que daba a la enorme caverna central de la mina. Lo que vio allí abajo superaba cualquier pesadilla. En el centro de la inmensa cueva, donde antes se extraía plata, ahora había filas de cápsulas de vidrio conectadas por tubos pulsantes. Dentro de ellas, flotaban personas: sus vecinos. Vio a Refugio, vio a la familia Zavala. Sus ojos estaban abiertos pero blancos, vacíos.

Y en el centro, atado a una mesa de piedra antigua rodeada de maquinaria moderna, estaba Joaquín. Un grupo de hombres con batas blancas y oficiales militares discutían alrededor de él.

—El sujeto 45 trató de sabotear la mezcla —decía uno de los militares—. Procedan con la extracción total. Si no sirve como transporte, servirá como batería.

Esperanza sintió un grito nacer en su garganta, pero el Padre le tapó la boca.

—Ahora no —susurró él—. Tienes que bajar. Tienes que llegar al Círculo de los Ancestros, justo debajo de esa mesa de piedra. Ahí es donde el collar funciona. Yo los distraeré.

—¿Cómo? —preguntó ella.

—Con la ira de Dios —respondió el anciano, sacando de su sotana un cartucho de dinamita que había robado de la cantera años atrás.

El Padre Sebastián corrió hacia el generador principal de la instalación mientras Esperanza descendía por las sombras. Una explosión ensordecedora sacudió la caverna. Las luces se apagaron y las alarmas de emergencia tiñeron todo de rojo. El caos se apoderó de la mina.

Aprovechando la confusión, Esperanza corrió hacia la mesa de piedra. Joaquín estaba semiinconsciente, golpeado.

—¡Joaquín! —gritó ella, cortando las correas de cuero con un cuchillo que había tomado de la cocina de Soledad.

Él abrió los ojos, desenfocados. —¿Esperanza? No… vete. Es una trampa.

—No me voy sin ti.

Los soldados comenzaron a disparar hacia ellos. Las balas chispeaban contra la piedra. No tenían salida. Estaban rodeados. El jefe de la operación, un hombre con una cicatriz en la mejilla, se acercó apuntándoles con una pistola.

—Conmovedor —dijo—. Pero ahora tenemos dos voluntarios más.

Esperanza supo que era el momento. Sacó el collar de dientes. Los huesos comenzaron a vibrar violentamente, emitiendo un zumbido que resonaba en sus muelas.

—¡Padres de la tierra, guardianes de la sangre! —gritó Esperanza, recordando las palabras fonéticas que el sacerdote le había enseñado—. ¡Guendalisaa! ¡Guendanabani!

Arrancó el collar de su cuello y lo golpeó contra la mesa de piedra.

El tiempo pareció detenerse. El suelo de la mina se agrietó. De las profundidades de la tierra no surgieron monstruos, sino una niebla densa, verdosa y brillante. La niebla tomó formas humanas: guerreros altos, con penachos de plumas y armas de obsidiana que brillaban con luz espectral.

Los disparos de los soldados atravesaban a los espectros sin daño alguno, pero cuando los guerreros antiguos tocaban a los militares, estos caían fulminados, sus cuerpos intactos pero sus mentes borradas al instante, convertidos en cáscaras vacías.

El pánico se apoderó de los científicos y soldados, que huyeron hacia los túneles siendo perseguidos por la niebla vengadora.

Joaquín se apoyó en Esperanza, tosiendo. —Lo lograste… nos salvaste.

Esperanza miró a su alrededor. Las cápsulas de vidrio se estaban abriendo. Los vecinos comenzaban a despertar, confundidos pero vivos. El Padre Sebastián apareció entre el humo, cojeando y sangrando, pero vivo.

—El equilibrio debe restablecerse, Esperanza —dijo el sacerdote con tristeza—. Los guerreros han despertado para limpiar este mal, pero no pueden volver a dormir sin un ancla. Alguien debe soñar por ellos para que ellos puedan vigilar.

La niebla comenzó a arremolinarse alrededor de Esperanza. Ella no sentía miedo, solo una paz profunda, antigua. Miró a Joaquín. Él ya estaba recuperando la lucidez y al ver la expresión de ella, entendió.

—No —dijo él, aferrándola—. No, Esperanza, por favor. Dijeron que podíamos tener una familia.

Esperanza le tomó el rostro con las manos. —Ya tenemos una familia, Joaquín. Mira a tu alrededor. —Señaló a los Zavala, a Refugio, a toda la gente del pueblo que comenzaba a salir de las cápsulas—. Todos ellos volverán a casa gracias a nosotros. Esa es nuestra descendencia.

—No puedo vivir sin ti —sollozó él.

—No tendrás que hacerlo. Yo estaré aquí, en la raíz de la montaña. Cada vez que el viento sople en Oaxaca, seré yo acariciándote. Pero tienes que vivir, Joaquín. Tienes que vivir por los dos.

Ella lo besó una última vez. El beso sabía a sal, a tierra y a despedida.

Luego, se separó de él y caminó hacia el centro de la grieta brillante donde la niebla era más densa. A medida que entraba en la luz, su piel comenzó a endurecerse, volviéndose del color del jade y la piedra. Sus pies se enraizaron en el suelo. Su rebozo se convirtió en musgo y flores silvestres.

Poco a poco, la figura de Esperanza Morales se transformó en una estatua perfecta, serena, con los ojos cerrados en un sueño eterno, custodiando la entrada al inframundo para que nadie jamás volviera a usarlo para el mal.

Los guerreros espectrales se desvanecieron, su tarea cumplida, dejando la mina en un silencio sagrado.


Epílogo

Han pasado cuarenta años desde esa noche. Las minas de Etla fueron clausuradas oficialmente por un “derrumbe geológico” y nadie del gobierno volvió a acercarse a la región. Los desaparecidos regresaron a sus vidas, aunque nunca hablaron de lo que sucedió en las cápsulas.

En las afueras del pueblo, hay una pequeña capilla construida justo en la entrada de una cueva sellada. Cuentan los niños que un anciano vive allí. Dicen que todas las tardes, el viejo se sienta frente a la estatua de una mujer de piedra que hay en el interior, le lleva flores frescas y le cuenta cómo estuvo el día, cómo ha cambiado el pueblo y cómo los hijos de los que fueron salvados ahora corren libres por las calles.

El viejo Joaquín nunca volvió a casarse, ni tuvo hijos propios. Pero dicen que es el hombre más feliz del pueblo, porque conoce un secreto que nadie más entiende: que el amor, cuando es verdadero, es lo único que es más fuerte que la piedra, más profundo que la mina y más eterno que la muerte misma. Y sabe que un día, cuando su propio tiempo termine, la piedra volverá a ser carne, y él y Esperanza despertarán juntos en un mundo nuevo.