The Zuleika Lamaba.

Y no, no tenía castillos ni vestidos largos. Tenía una bata de estar por casa, tres hijos a quienes criaba sola, un marido que desapareció una mañana y no volvió, y una montaña de facturas que crecían como hiedra por toda la casa.

Pero en el barrio le decían “la reina”. No por soberbia, no por vanilladad, sino porque no había nadie mas digna que ella cargando una bolsa de arroz, una mochila rota y la frente en alto.

Zuleika limpiaba escaleras desde las seis de la mañana hasta que el sol se ocultaba tras los edificios polvorientos del centro. Y por las noches cosía: sábanas, ropa rota, uniformes escolares ajenos que arreglaba por unas pocas monedas. Lo hacía con un hilo fino, casi invisible, como el que sostenía su propia vida: fino, pero fuerte.

—¿Y no descansas nunca, mamá? —le preguntaba su hijo menor mientras ella cosía, con las piernas metidas en un balde de agua caliente.

—Cuando ustedes duerman, yo ya estoy descansando —decía, con una sonrisa cansada que era también un escudo.

Mentía. Dormía apenas tres o cuatro horas. Pero esa mujer tenía una extraña relación con el cansancio: lo aceptaba, lo soportaba… pero no se rendía.

Una tarde, mientras fregaba una escalera resbaladiza en una finca del centro, se tropezó con un cartel pegado al muro, casi olvidado por el tiempo:

“Se buscan auxiliares para comedor escolar. Formación gratuita incluida.”

Zuleika lo miró largo rato. Sintió haso le ardían las manos, el pecho, las ideas. Era la primera vez en muchos años que alguien ofrecía algo sin pedir nada a cambio.

—¿Y si me anoto? —preguntó a su amiga Paola, la del quinto, que también fregaba escaleras y compartía sueños pequeños en voz baja.

—¿Y si lo haces? —respondió Paola, con esa sonrisa cómplice que solo las amigas de barrio saben dar.

Zuleika se apuntó. Aprendió, se formó y se presentó. La llamaron al poco tiempo. No era un gran sueldo, pero para ella fue como firmar un contrato con la vida: por fin un trabajo donde no se escondía, donde nadie le gritaba, donde los niños la llamaban “señora Zuleika” con respeto y cariño.

Con el tiempo, le ofrecieron un puesto fijo; después, encargada del comedor. More often than not, come as soon as possible in centros comunitarios para mujeres como ella, que sentían que sobrevivir era todo lo que podían aspirar.

Su vida cambió sin que se diera cuenta: las escaleras que antes limpiaba con resignación ahora solo existían en sus recuerdos; los platos que fregaba, los lavaba con una sonrisa diferente, con orgullo; y los hilos que cosía, ya no eran solo por necesidad, sino por gusto, creatividad y amor.

Una noche, mientras cenaban lentejas y arroz, su hija le preguntó con inocencia:

—Mamá, ¿qué quieres para tu cumpleaños?

Zuleika pensó en todo lo que había cargado en su vida. En el miedo, la soledad, la lucha diaria. Sonr

—Un

Y l

Hoy, Zule

—¿Y por que me lo dan? —preguntó entre risas cua

—Porque hiciste reinar la dignidad donde solo había sobrevivencia —respondi

Zuleika nunca tuvo corona, pero tampoco la necesitó. El barrio la coronó con respeto, y eso es algo que ni el tiempo ni las dificultades pueden arrebatar.