Pasa Navidad con las gallinas”, le dijo su hija, pero Jesús la hizo millonaria.

San Luis Potosí, México, 24 de diciembre, 6 de la mañana. El frío de la

madrugada se cuela entre las rendijas de una casa humilde en las afueras de la ciudad. Doña Eulalia Soto, de 76 años,

abre los ojos antes de que suene el despertador. Como cada día, durante los últimos 40 años, su cuerpo está

programado para despertar en la oscuridad. Sus manos arrugadas, marcadas

por décadas de trabajo, se posan sobre el rosario en la mesita de noche.

“Buenos días, Señor”, susurra con una voz quebrada por la edad, pero firme en

la fe. Se levanta despacio, sus rodillas crujen, sus huesos protestan, pero ella

no se queja, nunca lo ha hecho. Camina descalza sobre el piso de cemento frío

hasta la cocina, donde una olla vieja y abollada la espera. Hoy no hay pedidos

de tamales, es Navidad. Pero sus manos, acostumbradas al movimiento constante no

saben descansar. Prepara café de olla con canela. El aroma dulce llena la casa

pequeña y por un momento, Eulalia cierra los ojos e imagina que sus hijas están

ahí. que Patricia, Claudia y Mónica vendrán en cualquier momento riendo,

abrazándola, diciendo, “Mamá, feliz Navidad.” Pero cuando abre los ojos, la

casa está vacía. Como siempre, Eulalia camina hacia el patio trasero, donde su

pequeño gallinero cobija a 12 gallinas ponedoras. Buenos días, mis niñas”, dice

con ternura, esparciendo maíz en el suelo. Las gallinas corren hacia ella,

cacareando, rodeándola. Eulalia sonríe. Es la única compañía que

tiene ahora. “Ustedes sí me quieren, ¿verdad?”, murmura, acariciando el

plumaje de una gallina café que siempre se le acerca. Ustedes no se avergüenzan

de mí. La casa de Eulalia es modesta, pero cada rincón cuenta una historia de

sacrificio. Las paredes de adobe están agrietadas, pero limpias. El techo de

lámina tiene goteras, pero ella las cubre con ollas cuando llueve. Los

muebles son viejos, heredados de su propia madre, pero están ordenados con

dignidad. En la sala, sobre una repisa desgastada, hay tres marcos con

fotografías de graduación. Patricia con toga y birrete azul

sosteniendo su título de medicina. Claudia con la toga negra de abogada

sonriendo radiante. Mónica con el diploma de ingeniería civil orgullosa.

Eulalia se detiene frente a esas fotografías cada mañana toca cada marco con reverencia como quien toca reliquias

sagradas. Mis niñas susurra mis tres tesoros. Pero hace 3 años que no las ve

en persona, 3 años desde que dejaron de visitarla. Si has llegado hasta aquí es

porque esta historia está tocando algo profundo en tu corazón. Te invito a que te suscribas a nuestro canal. Nuestro

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Sigamos juntos. La historia de Eulalia comienza 45 años atrás, cuando su esposo

Ramiro murió en un accidente en la mina donde trabajaba. Eulalia tenía 31 años,

Patricia tenía ocho, Claudia seis y Mónica apenas cuatro. En una sola noche,

Eulalia pasó de ser esposa viuda, de tener un hogar estable a enfrentar la

pobreza absoluta. No había seguro, no había pensión, solo había una mujer con

tres bocas que alimentar y ninguna educación formal. Eulalia apenas sabía

leer y escribir, pero sabía hacer tamales. Su madre se los había enseñado

cuando era niña y esa receta transmitida por generaciones se convirtió en su

salvación. Al día siguiente del funeral de Ramiro, con los ojos todavía hinchados de tanto llorar, Eulalia se

levantó a las 4 de la mañana. preparó 50 tamales de rajas, 50 de mole,

y salió a venderlos en las calles de San Luis Potosí. Tamales calientes recién hechos. Gritaba

con voz temblorosa, cargando la olla humeante de casa en casa, de esquina en esquina. Los primeros años fueron de una

pobreza que cortaba el aliento. Hubo noches en que Eulalia comió solo

tortillas con sal para que sus hijas tuvieran frijoles y arroz. Hubo mañanas en que vendió sus propios

zapatos para comprar uniformes escolares. Hubo tardes en que lloró en

silencio en el baño, mordiéndose la mano para que las niñas no la escucharan,

rogándole a Dios, “Dame fuerzas, solo dame fuerzas para verlas crecer.” Pero

nunca dejó que sus hijas vieran su desesperación. Para ellas, mamá siempre estaba

sonriendo. Mamá siempre tenía un tamal caliente esperándolas después de la

escuela. Mamá siempre les decía, “Estudien mis niñas. Ustedes van a ser

alguien en la vida, no van a sufrir como yo.” Y estudiaron. Patricia era

brillante en ciencias. Claudia tenía una memoria prodigiosa para las leyes.

Mónica dibujaba edificios en sus cuadernos desde los 7 años. Eulalia las

empujó, las motivó, las sostuvo. Cuando Patricia quería abandonar la escuela

porque sus compañeros se burlaban de sus zapatos rotos, Eulalia le dijo, “Los

zapatos rotos se reemplazan, hija, pero un sueño abandonado nunca regresa. 40

años vendiendo tamales, 40 años de levantarse a las 4 de la mañana, de

caminar bajo el sol abrasador y la lluvia helada. de cargar ollas pesadas

hasta que la espalda gritaba de dolor. 40 años de decir no a todo lo que ella

quería, para decir sí a todo lo que sus hijas necesitaban.

Cuando Patricia fue aceptada en la facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México, Eulalia