El duque que encontró la luz en la oscuridad: Cómo un aristócrata ciego desafió la esclavitud para casarse con la mujer que le enseñó a ver
Minas Gerais, 1852. El duque de Alencur se erigía como un testimonio monumental del poder imperial brasileño, sus vastas tierras entrelazadas con minas de oro, extensas plantaciones de café y los cientos de almas esclavizadas que alimentaban el imperio Vilela de Alencur. Su amo, Aureliano Vilela de Alencur, era la viva imagen del privilegio: apuesto, educado en París, de una inteligencia imponente y completamente acostumbrado a salirse con la suya. A sus 33 años, Aureliano jamás había conocido la palabra «imposible».
Esa palabra se convirtió en su mundo entero una mañana de septiembre. Un simple accidente a caballo —un caballo asustado, una caída sobre terreno rocoso— dejó al duque sumido en una furia y absoluta oscuridad. Los médicos pronunciaron el devastador veredicto: ceguera permanente, resultado de un grave traumatismo en el nervio óptico.
La furia del duque era una fuerza de la naturaleza. Arremetía contra cada sirviente, cada visitante, destrozando muebles y rechazando la compasión. Su madre, la imperiosa baronesa Clarice, una mujer inflexible y aferrada a la tradición, ordenó al personal que se mantuviera alejado, convencida de que su hijo debía vencer su destino solo. Fue en ese infierno personal donde Eulália Moura irrumpió, rompiendo el silencio del duque con una silenciosa y revolucionaria determinación.

La voz inconquistable en la oscuridad
Eulália era una mujer esclavizada, pero se movía por la vasta casa con una peculiar e indomable dignidad. Fundamentalmente, poseía un don excepcional: sabía leer y escribir, una habilidad que le había enseñado su madre y que había aprovechado durante años en la biblioteca del duque, leyendo correspondencia en portugués y francés cuando él estaba demasiado ocupado.
Abrió la puerta de la oscura habitación de Aureliano, llevando agua fresca y sábanas limpias, desafiando las órdenes de la baronesa.
«¡Dije que no quería a nadie aquí!» Aureliano rugió, sus ojos opacos escudriñando el sonido.
—Te oí, mi señor —respondió Eulália con voz profunda, serena y casi intrépida—. Pero la ira no cura las heridas, y necesitas cuidados.
Aurelia vaciló. Su voz no tenía ni la temblorosa sumisión de los demás esclavos, ni la falsa dulzura de quienes buscaban favores. Era directa, sincera y nada intimidante. —El esclavo que sabe leer —murmuró, con un reconocimiento teñido de desdén.
Eulalia simplemente se acercó a él y, con un toque firme, profesional y a la vez profundamente delicado, comenzó a cambiarle las vendas. El aroma a romero y manzanilla de su bálsamo herbal reemplazó el olor estéril de la habitación.
En los días siguientes, Eulália se convirtió en el apoyo de Aureliano. Le cambiaba las vendas, ordenaba la habitación y le leía periódicos, poesía y tratados filosóficos. El duque, obligado a entrar en una cámara de privación sensorial, emprendió un aterrador viaje de reeducación. Aprendió a «ver» de nuevo a través del sonido, el tacto y el olfato. Descubrió que Eulália olía a hierbas y jabón de coco, que sus manos eran firmes pero callosas, y que cantaba en voz baja melodías de una lejana herencia africana que jamás había visto.
Un día, Aureliano le preguntó: «¿Por qué no me tienes miedo?».
«¿Miedo de qué, mi señor?», replicó ella, y la pregunta se extendió por el repentino silencio.
«Soy tu amo. Puedo ordenar lo que quiera».
«Puedes», asintió Eulália con calma. «Pero un hombre perdido en la oscuridad no me asusta. Me conmueve».
En ese instante, despojado de su título y de la vista, el duque comprendió una verdad aterradora: dependía por completo de esa voz —de esa mujer— que lo veía primero como un ser humano y después como un amo.
El precio de la salvación
La baronesa Clarice observó la creciente intimidad con furia cada vez mayor. Su hijo, heredero del apellido Vilela de Alencur, volvía a sonreír, pero solo para una mujer esclavizada. Este vínculo antinatural amenazaba los cimientos mismos de su privilegio aristocrático.
Esa noche, la baronesa mandó llamar a Eulália y le pronunció una sentencia de cinco palabras: «Mañana serás vendida».
La palabra «vendida» era una sentencia de muerte, que significaba una brutal partida a los cañaverales donde imperaba el látigo. Pero su mayor temor era por Aureliano, el hombre ciego que dependía de su voz.
Eulalia lo buscó por última vez. Aureliano, reconociendo sus pasos al instante, percibió el cambio en su voz. Cuando ella confesó su destino —la baronesa había ordenado su venta al coronel Sebastião Teixeira, un vecino brutal tristemente célebre por su crueldad— Aureliano estalló.
«¡No lo permitiré! ¡No saldrás de esta propiedad!», rugió, golpeando la mesa con el puño; su ceguera convertía su impotencia en una brutalidad. —Puede, mi señor, y lo hará —susurró Eulália, guiándolo de vuelta a su silla.
—Eres… lo único real en este mundo de sombras —confesó él, con la voz quebrada por la vulnerabilidad—. La única voz que me hace querer despertar.
El momento se vio interrumpido por la fría entrada de la baronesa y la llegada del coronel Teixeira, cuyos ojos crueles y calculadores escrutaron a Eulália con una gélida mirada de posesión.
—No se la venderán —dijo Aurelia.
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