Hay historias que el polvo colonial intenta enterrar, pero que la sangre no olvida. En los archivos de Oaxaca, entre testamentos manchados y cartas quemadas a medias, existe un expediente que nadie quiso firmar. Habla de una joven de ojos claros que desapareció de la hacienda San Jerónimo una noche de agosto de 1833 y que semanas después fue vista en el mercado de esclavos de Veracruz con grilletes en los tobillos y el apellido borrado de su piel. Dicen que su propio padre firmó los papeles. Dicen que lo hizo por deudas, por orgullo, por venganza. Nadie se atrevió a preguntar.
Porque esta no es una historia de fantasmas, es una historia de hombres. Y los hombres cuando pierden su honor son capaces de vender hasta la sangre de su sangre.
El nombre de la joven era Catalina Eugenia de Solís y Mendoza. Nació en 1815 en la Hacienda San Jerónimo, al sur de Oaxaca, cuando todavía las campanas tocaban por el rey de España y las monjas rezaban por la victoria del orden colonial. Su padre, don Rodrigo de Solís, era un hombre alto de barba negra y manos duras, que había heredado la hacienda de su padre y la había multiplicado con sangre de índigos y sudor de peones. La hacienda producía caña de azúcar, maíz y ganado, pero sobre todo producía miedo.
Don Rodrigo no era un hombre cruel por naturaleza, era cruel por convicción. Creía en el orden divino de las cosas: Dios arriba, el rey en medio, él debajo del rey y todos los demás debajo de él. Creía que la obediencia era una forma de amor y que el castigo era una forma de enseñanza. Creía que los esclavos, los peones y hasta sus propios hijos existían para sostener el nombre de Solís.
Catalina creció entre paredes de adobe y patios silenciosos. Su madre, doña Inés, había muerto al parir a su hermano menor, Tomás, cuando Catalina tenía apenas 7 años. Desde entonces, la niña aprendió a caminar sin hacer ruido, a mirar sin preguntar, a existir sin molestar. Aprendió a leer en latín con el capellán de la hacienda, padre Anselmo, y a bordar con las criadas indígenas, mujeres de manos oscuras y ojos bajos que hablaban en zapoteco cuando don Rodrigo no estaba cerca. Y aprendió, sobre todo, a temer a su padre.
Don Rodrigo no le pegaba, pero su silencio era peor que cualquier golpe. Cuando Catalina cometía un error, él simplemente la miraba, y en esa mirada había algo que helaba la sangre: decepción, desprecio y una promesa muda de que algún día pagaría por no ser el hijo varón que él necesitaba. Tomás, en cambio, lo era todo para don Rodrigo. Creció mimado, adorado. A los 15 años ya sabía usar el látigo con indiferencia. Catalina lo veía desde la ventana y sentía una mezcla de envidia, tristeza y vergüenza, porque ella también era una Solís, pero no valía lo mismo.

En 1831, cuando Catalina tenía 16 años, todo cambió. Don Rodrigo hizo negocios con un comerciante portugués llamado Enrique da Silva, quien llegó con promesas de riqueza y necesidad de tierras para cultivar tabaco. Don Rodrigo invirtió todo lo que tenía y lo que no tenía. Seis meses después, Da Silva desapareció. Los barriles estaban vacíos, las telas eran falsas y el dinero nunca existió.
La Hacienda San Jerónimo quedó en ruinas. Los acreedores comenzaron a llegar como buitres: el obispo, el gobernador, los comerciantes. Don Rodrigo intentó vender todo, pero no era suficiente. Lentamente, comenzó a desmoronarse. Dejó de afeitarse, dejó de ir a misa y pasaba las noches encerrado en su despacho, bebiendo aguardiente barato. Los peones comenzaron a huir. Catalina observaba todo desde su ventana y sentía un miedo nuevo: miedo de lo que su padre podría hacer, porque en sus ojos ya no había orgullo, había desesperación. Y la desesperación convierte a los hombres en bestias.
Una noche de julio de 1833, don Rodrigo llamó a Catalina a su despacho. El cuarto olía a humo, sudor y alcohol. “Siéntate”, dijo él. “Te vas a casar.” Catalina parpadeó. “Con don Esteban Ruiz de la Vega. Es viudo. Tiene 52 años y tiene dinero.” Catalina lo conocía. Era un hombre gordo de ojos pequeños y manos húmedas que olía a tabaco y a carne podrida. Había sentido su mirada sobre ella, una mirada que la hacía sentir sucia. “Padre, yo no…” “No me interesa lo que pienses”, interrumpió don Rodrigo. “Don Esteban ha ofrecido saldar nuestras deudas a cambio de tu mano. Es la única oferta.” “Pero yo no lo amo.” Don Rodrigo soltó una risa amarga. “Amor. El amor es un lujo para poetas. Tú eres una Solís y los Solís hacen lo que deben hacer.” Catalina apretó los puños. “No voy a casarme con ese hombre.”
El golpe llegó antes de que pudiera verlo. La mano de don Rodrigo cruzó su cara con tanta fuerza que Catalina cayó de la silla. El sabor de sangre llenó su boca. Cuando abrió los ojos, su padre estaba de pie frente a ella, enorme, terrible. “Te casarás”, dijo él con voz de hielo, “o te arrepentirás.” Catalina se levantó despacio y, por primera vez en su vida, le sostuvo la mirada. “No.” Don Rodrigo la miró como si acabara de escuchar una blasfemia. Luego, muy despacio, una sonrisa cruzó su rostro. “Muy bien”, dijo. “Si no quieres ser mi hija, entonces no lo serás.” Y en ese momento, Catalina supo que había cometido un error que le costaría todo.
A la mañana siguiente, despertó encerrada en su cuarto. La puerta estaba trabada, la ventana clavada. Gritó y golpeó, pero nadie respondió. Pasaron dos días sin comida ni agua. Al tercer día, la puerta se abrió. Entró un hombre que no conocía, alto, de piel oscura y cicatrices, con cadenas en las manos. “Levántate”, dijo él. La tomó del brazo con fuerza brutal y le puso los grilletes. La arrastraron por el pasillo hasta el patio principal. Allí, bajo el sol de agosto, estaba don Rodrigo y junto a él un hombre delgado de sombrero negro: un tratante de esclavos. “Padre, no, por favor, no.” Don Rodrigo la miró sin emoción. “Ya no eres mi hija. Eres una deuda saldada.” El tratante contó monedas y las puso en la mano de don Rodrigo. Luego, indicó a sus hombres que cargaran a Catalina en la carreta. “¡Padre!”, gritó Catalina mientras la arrastraban. “¡Soy tu hija, soy tu sangre!” Don Rodrigo no se movió. Solo la observó con alivio. Para él, ella ya no existía.
La carreta partió. Catalina, encadenada junto a otros tres esclavos, miró hacia atrás por última vez. Vio la hacienda, vio a su hermano Tomás asomado en una ventana con el rostro pálido, vio a las criadas persignarse y vio a su padre, inmóvil, contando las monedas. Entonces, Catalina dejó de llorar. Algo dentro de ella se endureció hasta convertirse en piedra.
El viaje a Veracruz duró diez días de calor infernal y grilletes que cortaban la piel. El tratante, Macario, viajaba adelante. Catalina no hablaba. La mujer encadenada a su lado, Shitle, intentó hablarle. Al cuarto día, un joven negro llamado Ezequiel le ofreció su ración de agua. “Bebe”, insistió él. “Si mueres antes de llegar, nadie te recordará.” Catalina lo miró y vio compasión. “¿Cuánto tiempo llevas esclavo?”, preguntó ella. “Toda mi vida”, respondió Ezequiel. “Nací en una plantación. Nunca intentaste escapar.” Ezequiel sonrió sin felicidad. “Escapar a dónde. El mundo entero es una plantación para hombres como yo.” Catalina entendió que el muro que siempre la había protegido se había derrumbado.
Al séptimo día llegaron a Veracruz. El puerto era un hervidero de ruido y calor. El aire olía a sal, sudor y al olor dulzón del mercado de esclavos. Macario los llevó a una bodega podrida donde había más hombres, mujeres y niños encadenados. Un hombre gordo revisó a los recién llegados. Cuando llegó a Catalina, se detuvo. “Esta es diferente”, dijo mirando a Macario. “Es blanca y joven.” “Negocios familiares. Su padre la vendió. Deudas.” El hombre gordo silbó. “Debe haber sido una deuda muy grande.” Tocó el rostro de Catalina. “Esta vale oro. Los ricos pagan fortunas por muchachas así. Limpias, educadas, vírgenes.” Miró a Macario. “¿Es virgen?” “Según su padre, sí.” “Bien. La venderé en subasta privada. Mañana.” Y así Catalina dejó de ser hija y se convirtió en mercancía.
La subasta se llevó a cabo al día siguiente en un salón privado. Los compradores eran seis: tres hacendados, un comerciante, un militar y un hombre mayor de sotana negra. El subastador comenzó: “Catalina Eugenia de Solís, 18 años, alfabetizada, sabe latín, bordado y cocina, virgen certificada…” Las ofertas comenzaron: 50 pesos, 100, 150. Catalina permaneció inmóvil, con la mirada fija en el suelo. La puja llegó a 200 pesos. Luego el sacerdote levantó la mano. “Trescientos”, dijo con voz calmada. El salón quedó en silencio. Era una fortuna. “Vendida al padre Ignacio de la cruz.” Catalina levantó la mirada. El sacerdote la observaba con ojos oscuros, impenetrables.
Dos horas después, Catalina fue llevada a un convento en las afueras de Veracruz, un edificio enorme rodeado por un muro alto. “Aquí no serás una esclava”, le dijo el padre Ignacio. “Serás una penitente. Tu trabajo será servir a Dios y expiar tus pecados. Si obedeces, vivirás con dignidad. Si no… Dios es misericordioso, pero yo no.” Catalina comprendió que había pasado de las manos de un hombre que la odiaba a las manos de un hombre que creía amarla, y que el amor de los hombres de Dios puede ser más cruel.
Los primeros meses, Catalina trabajó desde el amanecer hasta la medianoche. Lavaba pisos, cocinaba, cosía hábitos. El trabajo era duro, pero no brutal. Las monjas la trataban con indiferencia. Pero el padre Ignacio era diferente. La visitaba todas las noches en su celda, un cuarto pequeño sin ventanas. Le hablaba de santos, de mártires, de redención. “¿Entiendes por qué te compré, Catalina?”, preguntaba siempre. Una noche, ella finalmente preguntó: “¿Por qué?” “Porque vi en ti un alma en peligro”, sonrió él. “Un alma que tu padre vendió, pero que Dios aún puede salvar. Te compré para liberarte. La esclavitud del cuerpo es temporal, pero la esclavitud del alma es eterna.” Pero en su mirada no había salvación, había obsesión.
Catalina entendió que el padre Ignacio no la había comprado para salvarla, sino para poseerla, para moldearla. Le enseñó a rezar, a leer los evangelios, a confesar pecados que no tenía. Y cada noche, se acercaba un poco más, tocaba su mano, miraba sus labios. Hasta que una noche, cruzó la línea.
Catalina estaba arrodillada rezando cuando sintió la mano del padre Ignacio en su hombro. Una caricia suave. Ella se congeló. “No temas”, murmuró él. “Esto también es parte de tu redención.” Catalina se levantó de golpe. “No me toque.” El padre Ignacio frunció el ceño. “¿Me rechazas? ¿Después de todo lo que he hecho por ti?” “Usted me compró”, dijo Catalina con voz temblorosa. “Eso no es amor, es posesión.” El rostro del sacerdote cambió. “Insolente. Te di refugio, te di propósito, ¿y así me pagas?” “Yo nunca pedí nada de esto.” “¡No importa lo que pidieras! ¡Importa lo que Dios quiere! Y Dios me entregó tu alma.” Catalina retrocedió. “Si Dios es como usted, prefiero arder en el infierno.” El golpe llegó rápido. El padre Ignacio la abofeteó con tanta fuerza que Catalina cayó al suelo. El sabor de sangre llenó su boca, igual que aquella noche con su padre. Comprendió que había escapado de un monstruo solo para caer en manos de otro. El padre Ignacio se arrodilló junto a ella, tocó su rostro con dedos temblorosos. “Perdóname”, susurró, “pero tienes que entender. Yo te amo. Y el amor duele.” Catalina cerró los ojos. En la oscuridad de su celda, tomó una decisión: iba a salvarse ella misma o moriría intentándolo.
La oportunidad llegó tres meses después. Una noche de noviembre, el convento recibió la visita de un obispo. Había celebraciones, banquetes. Todas las monjas estaban ocupadas. El padre Ignacio estaba distraído. Catalina estaba en la cocina cuando vio la puerta del jardín trasero abierta. No había guardias. Era ahora o nunca. Dejó el cuchillo y caminó despacio. Sus manos temblaban. Y entonces corrió. Corrió por el jardín, corrió hacia el muro alto y blanco. Escaló usando una enredadera, las manos sangrando. Cuando llegó arriba, miró hacia atrás el convento brillante y saltó al otro lado. Cayó mal. Su tobillo crujió. El dolor fue cegador, pero no gritó. Se levantó cojeando y corrió hacia el bosque. Corrió hasta que sus pulmones ardieron. Cuando finalmente se detuvo, se dejó caer contra un árbol y lloró. Lloró por su padre, por su madre, por la niña que ya no existía. Pero también sintió algo nuevo: libertad. Estaba sola, pero estaba viva.
Pasó días escondida en el bosque, comiendo frutas silvestres. Su tobillo sanaba lentamente, pero el hambre la debilitaba. Sabía que no podía seguir así. Era menos que una esclava, era un fantasma. Al quinto día vio humo. Encontró un campamento de arrieros. Se acercó al anochecer, cojeando y sucia. “¿Quién eres, niña?”, preguntó un hombre mayor. “Necesito ayuda. Fui vendida como esclava, pero escapé.” Los hombres murmuraron. Otro más joven, de ojos azules, se acercó. “¿De dónde escapaste?” “Del convento de San Francisco.” El hombre silbó. “Eso es grave. Si te encuentran, te matarán.” El hombre mayor suspiró. “No podemos meternos en problemas con la iglesia, pero tampoco podemos dejar que te mueras aquí. Te llevaremos hasta Puebla. De allí te las arreglas sola.”
Viajó con ellos una semana. Eran hombres rudos, pero no crueles. El joven de ojos azules, Miguel, le habló una noche. “¿Qué harás en Puebla?” “No lo sé.” “Podrías trabajar. Pero cambia tu nombre. Cambia tu historia. Conviértete en otra persona.” “¿Es tan fácil?” “No”, admitió Miguel. “Pero es la única forma de sobrevivir.” En Puebla, Miguel le dio un pequeño saco con monedas. “Ten cuidado.”
Catalina se quedó sola. Cambió su nombre a Inés. Consiguió trabajo en una posada, limpiando cuartos. Vivía en un cuarto pequeño, ganando apenas lo suficiente. Pero era libre. Durante meses, Inés vivió así, hasta que un día vio a alguien que la hizo recordar: su hermano Tomás. Estaba en la plaza, montado en su caballo negro. Ya era un hombre. Catalina quiso correr hacia él, pero se contuvo. No sabía si la buscaba para salvarla o para devolverla. Tomás miró algo clavado en la puerta de la iglesia. Una proclama. Cuando él se fue, Catalina se acercó y leyó: “Se busca a Catalina Eugenia de Solís y Mendoza. Fugitiva del convento de San Francisco. Recompensa de 200 pesos.” Debajo había un dibujo de su rostro. Catalina arrancó el papel y lo quemó, pero sabía que había más. Y entonces tomó una decisión. Si iba a morir, no moriría escondiéndose. Moriría enfrentando a quien la había condenado: su padre.
Dos semanas después, regresó a Oaxaca. Viajó a pie, de noche. La rabia la mantenía viva. Llegó a la hacienda San Jerónimo al amanecer. El lugar era un esqueleto. Entró por la puerta trasera. No había nadie. Subió al despacho de su padre. Don Rodrigo estaba sentado en su escritorio con una botella en la mano. Había envejecido veinte años. Su barba era blanca, sus ojos rojos. Cuando vio a Catalina, se congeló. “Eres tú”, susurró. “Sí, soy yo.” “Pensé… pensé que estabas muerta.” “Ojalá lo estuviera.” Don Rodrigo dio un paso hacia ella. “Catalina, yo no…” “No digas mi nombre”, interrumpió ella. “No tienes derecho.” Él miró el suelo. “Lo siento… Yo no tuve opción.” “Mentira”, dijo Catalina con voz de hielo. “Siempre hay una opción. Elegiste tu orgullo por encima de mí.” “Estaba desesperado.” “Y yo era tu hija.” Don Rodrigo alzó la mirada. Había lágrimas en sus ojos. “Lo sé. Y cada noche, desde entonces, me he arrepentido.” Catalina lo miró y vio a un hombre roto que había perdido todo. Y sintió nada. Ni odio, ni lástima. Solo vacío. “¿Dónde está Tomás?” “Se fue hace dos meses. No soportó vivir aquí después de lo que hice.” Catalina asintió. Luego sacó un cuchillo pequeño que había robado de la posada. Lo puso sobre el escritorio. “Hay dos formas en que esto puede terminar”, dijo. “O me matas tú o me mato yo. Pero no me iré de aquí viva, porque si vivo, pasaré el resto de mi existencia huyendo. Y estoy cansada de huir.” Don Rodrigo miró el cuchillo. “No voy a matarte.” “Entonces lo haré yo.” Catalina tomó el cuchillo y lo sostuvo contra su muñeca. Don Rodrigo gritó, corrió hacia ella y la abrazó. “¡No, por favor, no lo hagas!” Catalina dejó caer el cuchillo y, por primera vez en meses, lloró en los brazos del hombre que la había vendido. Lloró por todo lo que había perdido. Y don Rodrigo lloró con ella, porque finalmente entendió el peso de su pecado y supo que nunca podría redimirse.
Dos días después, encontraron el cuerpo de don Rodrigo colgando de una viga en su despacho. Dejó una carta. En ella confesaba todo: la venta de su hija, las deudas, la desesperación. Pedía perdón, aunque sabía que no lo merecía.
Catalina no asistió al funeral. Para entonces, ya se había ido. Nadie supo a dónde. Algunos dicen que regresó a Puebla, otros que se fue al norte, otros que se convirtió en monja.
Pero hay una historia que se repite en los archivos de Veracruz, entre los comerciantes del puerto. Hablan de una mujer de ojos claros que aparecía en las subastas de esclavos, comprando niños y mujeres con dinero que nadie sabía de dónde venía. Los liberaba, les daba nuevos nombres, los ayudaba a escapar. Y cuando le preguntaban su nombre, ella simplemente respondía: “No tengo nombre, solo propósito.”
Porque Catalina Eugenia de Solís y Mendoza había muerto aquella noche de agosto de 1833. Pero en su lugar había nacido algo más fuerte, más terrible, más humano. Había nacido la memoria de un pecado que ningún oro podía lavar. Y esa memoria, esa voz silenciosa de una hija vendida por su propio padre, sigue resonando.
Porque hay historias que el polvo colonial intenta enterrar, pero que la sangre nunca olvida.
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