Cada inicio de ciclo, su madre lo extendía sobre la mesa como si fuera un tesoro que había que revivir. Sacaba su caja de hilos, la cinta métrica y la lámpara vieja de mesa que apenas iluminaba. Daniel, con apenas doce años, fingía dormir en el cuarto, pero escuchaba los golpecitos metálicos de la aguja, los suspiros cansados de ella y, de vez en cuando, un “¡ay!” cuando se pinchaba el dedo.

—Mañana va a quedar como nuevo —decía ella en voz baja, como si el uniforme pudiera escucharla.

Daniel no respondía. Se tapaba hasta la cabeza con la cobija, pero por dentro sentía algo parecido a la vergüenza y al orgullo mezclados: vergüenza porque sabía que sus compañeros estrenaban ropa, orgullo porque su madre siempre encontraba la forma de que él no quedara atrás.


Capítulo 2: El anuncio

Una mañana, la preceptora del colegio anunció que habría una “Foto Oficial” de la secundaria. Todos los alumnos debían ir presentables. “Es un recuerdo que quedará para siempre”, dijo ella, mientras algunos chicos se emocionaban pensando en el corte de cabello que se harían, en los zapatos nuevos que pedirían a sus padres o en los accesorios que intentarían colar a escondidas.

Daniel, en cambio, sintió un golpe en el estómago. Su saco ya no cerraba bien, el pantalón le quedaba a media pierna y los zapatos estaban tan gastados que la punta parecía sonreír. Esa noche, mientras cenaban frijoles con tortilla dura, se armó de valor para decirlo:

—Mamá, ese día… yo no voy a ir.

Ella lo miró fijo, sin levantar la voz.
—No vas a faltar. Deja eso conmigo.

La seguridad con la que lo dijo lo desarmó. Daniel no insistió, pero se fue a dormir con un nudo en la garganta.


Capítulo 3: La transformación del uniforme

Esa misma noche, su madre volvió a la mesa. Extendió el saco y el pantalón como si fueran piezas de un rompecabezas. Daniel la espiaba desde la puerta. Vio cómo medía el dobladillo, cómo abría costuras y cómo sacaba de una bolsa una tela idéntica a la del pantalón.

—¿De dónde sacaste eso? —preguntó curioso.

Ella sonrió apenas.
—Los milagros no se preguntan.

Daniel supo la verdad después: era un pedazo del vestido favorito de su madre, uno que guardaba para “ocasiones especiales”. Había decidido cortarlo para alargarle el pantalón.

El trabajo duró hasta la madrugada. Ella se pinchó dos veces, y una gotita de sangre quedó marcada en el borde interno. La limpió con saliva y siguió cosiendo. Cuando terminó, dejó el uniforme en la silla y le dijo:
—Mañana caminas con la frente en alto.


Capítulo 4: La foto

El día de la foto, Daniel entró al patio con miedo. Sentía que todos iban a notar el remiendo, que alguien descubriría el secreto del pantalón. Un compañero, burlón, le soltó:

—¿Ese saco no es de tu hermano?

Daniel sintió las orejas arder. Pero antes de responder, la preceptora levantó la voz:
—¡Qué ordenado viniste hoy, Daniel! Muy bien presentado.

Un silencio incómodo se extendió, y la burla quedó flotando en el aire, muerta. Daniel respiró hondo, se formó y sonrió en la foto.

Ese día, por primera vez, no se sintió menos.


Capítulo 5: El precio del amor

Al regresar a casa, encontró a su madre descalza, con los pies marcados por las sandalias rotas. Sobre la mesa estaba su vestido favorito, cortado sin remedio.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Daniel, con un nudo en la garganta.

Ella se encogió de hombros, como si fuera lo más lógico del mundo.
—Ese vestido ya no salía de casa, en cambio tú sí.

Daniel no supo qué decir. Solo la abrazó fuerte. Ella se rió y le despeinó el cabello.

En ese momento, él entendió que la ropa se gasta, los objetos se pierden, pero el amor de una madre siempre sabe transformarse en alas.