La noche antes de nuestra boda, me desperté con el sonido de alguien gimiendo.
Al principio pensé que estaba soñando. Pero cuando extendí la mano hacia mi lado, mi prometida no estaba en la cama.
El sonido era tenue, provenía del baño.
Confundido e inquieto, me levanté y caminé hacia la puerta. Estaba entreabierta. Y a través del hueco, vi algo que me congeló.
Ella estaba sentada en el inodoro, con las piernas ligeramente separadas, la cabeza echada hacia atrás… gimiendo suavemente. Lentamente. Repetidamente.
Pero no había nadie más allí. Ni teléfono. Ni juguete a la vista. Nada. Solo ella.
Al acercarme, me notó.
En un instante, su postura cambió. Se recompuso rápidamente, como si nada hubiera pasado. Sin decir palabra. Sin explicación. Simplemente tiró de la cadena y pasó junto a mí, directo a la cama.
Me quedé allí, atónito.
Esa era la mujer que había insistido en que nos mantuviéramos en celibato hasta el matrimonio.
Lo habíamos cumplido. Incluso cuando nos bañábamos juntos. Dormíamos uno al lado del otro. Siempre se había mostrado distante, emocionalmente cerrada — como si la intimidad fuera un tema demasiado frágil para tocar.
Y ahora, la noche antes de convertirnos en marido y mujer… había visto algo que no podía explicar.
La mañana de la boda
Temprano a la mañana siguiente —el día de nuestra boda— ella entró a nuestra habitación compartida y dijo algo extraño.
—“Me gustaría tener mi propio cuarto privado después de la boda,” dijo sin emoción.
Parpadeé. —“Nos vamos a casar hoy. ¿Por qué querríamos estar en cuartos separados?”
Su rostro se tensó. Su tono se volvió oscuro.
—“Si no puedes respetar eso, quizá este matrimonio no deba suceder.”
Sentí como si el hielo me atravesara las venas. Pero no quise arruinar nuestro día. Supliqué, pedí calma. Finalmente, aceptó —o fingió hacerlo.
Celebramos la ceremonia.
Sonreímos. Bailamos. Dijimos “Sí, acepto.”
Pero yo ya tenía miedo.
La noche de bodas
Esa noche, me acerqué a su puerta —emocionado pero nervioso.
Era nuestra noche de bodas. Un momento que habíamos esperado tanto.
Toqué suavemente.
Nada.
Otra vez. Silencio.
Me quedé allí por minutos. En silencio. Confundido. Sin saber si estaba dormida… o simplemente ignorándome.
Finalmente, regresé a mi habitación. Me dije que estaba cansada.
A la mañana siguiente
Salió de su cuarto a la mañana siguiente —y me paralicé.
Tenía moretones en la cara. En los brazos.
—“Amor… ¿qué pasó?” pregunté, con voz apenas audible.
Ella sonrió, tranquila. —“Ah, me caí anoche mientras intentaba quitarme los zapatos.”
Algo dentro de mí no le creyó. No insistí —aún no.
Pero más tarde esa mañana, cuando se agachó para buscar algo en su bolso, su blusa se levantó. Y lo vi.
Una larga marca roja en la espalda. Como si la hubieran golpeado con un látigo.
—“¿Estás segura de que solo fue una caída?” volví a preguntar, ahora con miedo en la voz.
Ella me miró y rió. —“Sí. Te preocupas demasiado.”
Esa tarde
La invité a mi habitación. Quería intentarlo de nuevo.
Ya estábamos casados. Quería compartir algo real.
Pero en cuanto me acerqué para besarla, se apartó.
Al principio de forma sutil —luego, evidente. Evitó mis labios. Esquivó mi toque.
—“Sabes que ya estamos casados, ¿cierto?” pregunté.
Suspiró, con la mirada vacía. —“No estoy de humor. ¿Podemos hacerlo en otro momento?”
Luego se dio la vuelta y salió del cuarto. Sin decir más.
Me quedé en silencio. Casado… pero solo.
Con más preguntas de las que jamás podré hacer.
Y con más miedo del que estoy dispuesto a admitir.
Pasaron tres semanas.
Dormíamos bajo el mismo techo, pero vivíamos como extraños.
Ella mantenía la puerta de su habitación cerrada con llave cada noche.
Decía que necesitaba su “espacio”, que estaba “procesando la transición”, que el matrimonio era un cambio muy brusco para ella.
Yo intentaba entender.
Intentaba amar con paciencia.
Pero la duda era como una espina clavada en el alma: persistente, punzante, imposible de ignorar.
Y entonces…
Una madrugada, volvió a ocurrir.
Me desperté con los mismos gemidos.
Suaves. Rítmicos.
Pero esta vez no venían del baño.
Venían desde el otro lado de la pared.
Desde su habitación.
Me acerqué sigilosamente.
Pegué la oreja a la madera.
Gemidos.
Respiraciones agitadas.
Ruidos extraños, como el golpeteo de piel contra piel…
Pero… una sola voz.
No escuché a nadie más.
Mi corazón latía como un tambor.
Mi mente giraba con posibilidades, todas aterradoras.
Me armé de valor.
—“Amor… ¿estás bien?” pregunté desde afuera.
Silencio.
Luego pasos.
La puerta no se abrió.
Su voz sonó forzada al otro lado:
—“Sí. Solo… tuve una pesadilla.”
—“¿Puedo entrar?”
—“No.”
Frío. Cortante. Final.
Al día siguiente, no aguanté más.
Esperé a que saliera de casa para “ir al mercado”.
Usé una copia antigua de la llave de su habitación.
Entré.
El cuarto estaba oscuro. Las cortinas cerradas.
Pero lo que vi hizo que el alma se me encogiera:
Velas negras, ya derretidas, en un círculo en el suelo.
Símbolos dibujados con lo que parecía ser sangre seca.
Una figura de madera, humanoide, con agujas clavadas.
Y en la mesa de noche… una foto nuestra de la boda, doblada por la mitad.
En la otra mitad, estaba solo yo.
Y entonces lo comprendí.
O, al menos, lo intuí.
Esto no era solo frialdad.
Ni traición.
Ni siquiera enfermedad mental.
Era un pacto.
Una práctica.
Algo mucho más antiguo y oscuro de lo que jamás podría haber imaginado.
Esa noche, cuando regresó, fingí no saber nada.
La observé en silencio.
Esperando un gesto.
Una mirada.
Una señal de la mujer que pensé que había amado.
Pero todo en ella era niebla. Vacío.
Al acostarme, sentí un peso en el pecho.
Literal.
Como si algo invisible me estuviera presionando contra la cama.
No podía moverme.
No podía gritar.
Y allí, en el umbral de la puerta, la vi de pie.
Con los ojos abiertos.
Demasiado abiertos.
Fijos. Negros.
Sus labios se movieron sin sonido.
Y luego…
Todo se volvió oscuro.
Desperté al día siguiente solo.
Ella ya no estaba.
Nadie supo a dónde fue.
Su teléfono, desconectado.
Sus cosas, intactas.
Ni una carta.
Ni una pista.
Solo silencio.
Pero cada noche desde entonces…
Sigo escuchando los gemidos.
No desde el baño.
Ni desde la pared.
Desde adentro de mí.
FIN.
News
La esclava huyó con dos bebés en brazos… pero lo que escribió en la pared de los barracones de los esclavos permaneció para siempre.
En el corazón sofocante del verano bahiano, entre los vastos cañaverales del ingenio Santa Clara, la madrugada despertó con el…
El explorador la violó, creyendo que era una esclava común y corriente, pero lo que sucedió después…
La mano del capitán Tavares agarró el brazo de Ana Benedita con una fuerza brutal. Sintió el dolor subir por…
La ama arrancó el pelo a una esclava de 73 años por derramar leche y fue linchada por 12 esclavos.
El dulce olor de la leche tibia ascendía por la cocina de adobe de la hacienda São Bento do Descanso,…
Castigada hasta la muerte, le cortó la garganta a su ama con un cuchillo.
15 de agosto de 1876, Botafogo, Río de Janeiro. El cuchillo de cocina resbaló de entre los dedos ensangrentados de…
Sabina: Esclava de 19 años torturada por médicos hasta…
Entre los interminables campos de algodón de Carolina del Sur, bajo el peso cruel de la esclavitud, vivía una joven…
La esclava que utilizaba rituales africanos para volver loca a su ama.
Era el año 1856. En la hacienda Olho d’Água, la señora Emília se creía dueña de todo: de la tierra,…
End of content
No more pages to load






