El Escándalo de Rosewood: Amor, Desafío y Sangre en 1842
Georgia, 1842. En el bochorno pegajoso y enfermizo de agosto, la plantación Rosewood yacía bañada en luz solar y pecado, un lugar donde los modales enmascaraban la crueldad, y los susurros portaban más verdad que los sermones. La casa de columnas blancas se alzaba orgullosa en una colina que dominaba los campos de algodón, su belleza tan engañosa como el perfume de una flor cadavérica.
Dentro de esa casa vivía Elener Witford, la viuda matriarca de Rosewood, elegante, dominante y temida por todos los que se cruzaban en su camino. Alguna vez celebrada por su encanto e inteligencia, Elener se había convertido en una mujer de contradicciones, parte acero, parte dolor. Mantenía su riqueza, su orgullo y sus secretos tan vigilados como la porcelana fina.
Su hija, Clara, tenía diecisiete años, era curiosa, de lengua afilada y demasiado parecida a su madre para su comodidad. Había heredado el cabello oscuro y el temperamento de Elener, pero no su cautela. Donde Elener calculaba, Clara soñaba. Donde su madre gobernaba por el silencio, Clara exigía la verdad. Y entre ellas se encontraba Samuel, el hombre esclavizado cuya presencia las desharía a ambas.
Era conocido entre los esclavos como “el tallador” por su habilidad con la madera, por la forma en que sus manos podían convertir la madera rota en arte. Para los Witford, era simplemente “el chico del taller”. Pero para las mujeres de Rosewood, Samuel era algo más, una figura tranquila y constante cuyos ojos portaban un peso que atraía la atención y el miedo en igual medida. Lo que comenzó como miradas se convirtió en palabras. Lo que comenzó como simpatía se transformó en algo profano. Para cuando llegó la primera helada ese año, Samuel se había enredado en las vidas de madre e hija, y para la primavera, una de ellas desaparecería. El escándalo de Rosewood se susurraría durante generaciones, pero la verdad era más oscura de lo que el chisme se atrevía a imaginar. Porque el amor, cuando nace en la esclavitud, nunca es solo amor. Es desafío. Es peligro. Y a veces es muerte.

Las rosas de Elener Witford florecían más brillantes en el calor. A menudo decía que prosperaban con el dolor, de la misma manera que las raíces se agarraban mejor a la tierra dura. Cada mañana, antes del desayuno, recorría los senderos del jardín con sus tijeras de plata, podando los capullos ella misma mientras el resto de la casa aún dormía. Desde su porche, podía ver los campos más allá de los árboles, el algodón blanco como fantasmas que se levantaban de la tierra. La vista solía consolarla, un recordatorio del imperio de su difunto esposo. Pero ahora, a sus cuarenta y un años, solo la llenaba de hastío. La plantación era su jaula tanto como la de cualquier otro.
La primera vez que se fijó en Samuel, él estaba arreglando una puerta cerca de los establos. Su espalda estaba desnuda, brillante de sudor, su cuerpo marcado por la fuerza. Él no se dio cuenta de que lo observaba, o tal vez fingió no hacerlo. Algo en su quietud la inquietó. Esa noche, soñó con su esposo, frío, cruel y silencioso como lo había sido en vida. Se despertó sudando, sintiendo un dolor que no se había permitido en años. Cuando miró por la ventana, vio a Samuel caminando de regreso hacia los barracones bajo la luz de la luna. Se dijo a sí misma que era solo curiosidad, pero la curiosidad pronto se convirtió en una excusa.
Durante las siguientes semanas, encontró razones para llamarlo: para arreglar una escalera rota, para reparar las persianas de la sala, para asegurar el pestillo de la puerta de su jardín. Cada vez, se demoraba más de lo necesario, haciéndole preguntas que no tenía derecho a hacer. “¿Dónde aprendiste a tallar?” “Mi padre, señora. Mi padre era artesano.” “Sí, señora. Antes de…” Él no terminó la frase. No tenía que hacerlo. Elener no era una mujer acostumbrada al silencio, pero alrededor de Samuel, se encontraba perdida en él. Hablaba poco, pero todo lo que decía parecía flotar en el aire. Una tarde, captó su reflejo en el espejo mientras él trabajaba: el leve rubor en sus mejillas, la rapidez de su respiración, y se odió por ello. Pero no se detuvo.
Luego vino Clara. Su hija había regresado temprano de la escuela de señoritas en Savannah, trayendo consigo risas, travesuras y una curiosidad que le recordaba demasiado a su yo más joven a Elener. La casa volvió a la vida con su presencia. Sin embargo, con su regreso llegó el peligro. El trabajo de Samuel lo llevaba a menudo cerca de la galería donde a Clara le gustaba sentarse y leer. Ella fue la primera en saludarlo, la primera en preguntar su nombre, la primera en sonreír de una manera que hizo que la sangre de Elener se helara.
Esa noche, Elener la advirtió bruscamente: “No le hablarás al personal como si fueran tus iguales.” Clara levantó una ceja. “Él no es ‘el personal’, madre. Es un hombre.” La mano de Elener había temblado al dejar su copa de vino. “Es un esclavo, Clara. Nunca lo olvides.” Pero mientras lo decía, su garganta ardía porque ella era la que ya lo había olvidado.
La casa pronto se cargó de cosas no dichas. En la cena, Elener sorprendía a Clara mirando hacia la ventana del taller donde la linterna de Samuel brillaba débilmente. Por la mañana, encontraba excusas para enviarlo a otro lugar, luego sentía el pecho apretado cuando no lo veía. Los celos y la culpa se retorcían dentro de ella como serpientes gemelas.
Una noche, cuando una tormenta azotaba la plantación, Elener se encontró en el jardín, empapada y temblando. No recordaba haber caminado hasta allí, solo que la puerta estaba abierta y Samuel estaba de pie junto al viejo roble, mirando fijamente la lluvia. Él levantó la vista cuando ella pronunció su nombre, su voz apenas un susurro. “No debería estar aquí.” “Tampoco usted, señora,” dijo él en voz baja. Algo se rompió dentro de ella, todas las reglas, todo el miedo. Ella lo alcanzó. Lo que pasó entre ellos bajo ese árbol nunca se diría en voz alta. Pero a la mañana siguiente, las rosas de Elener florecieron de un rojo sangre, más ricas que nunca. A partir de ese día, ella llevó un secreto. Pero los secretos en Rosewood tenían una forma de encontrar la luz, y su hija, la curiosa e inquieta Clara, ya había comenzado a sospechar que los paseos nocturnos de su madre no eran tan inocentes como parecían.
Para cuando llegó de nuevo el otoño, el jardín sería testigo de otro encuentro, no entre madre y amante, sino entre hija y tentación. Y a partir de ese encuentro, la tragedia comenzaría a echar raíces.
El aire ese verano colgaba espeso y dorado, pesado con el aroma de la magnolia. Cada día se sentía suspendido, como si el mundo mismo contuviera el aliento alrededor de Rosewood. Clara Witford, con apenas diecisiete años, se encontraba inquieta en esa quietud. La plantación era hermosa, pero su belleza era sofocante, pura luz solar y silencio. Sin un lugar donde esconderse de sus propios pensamientos, se dedicó a vagar por la finca con su cuaderno de bocetos, fingiendo dibujar flores o árboles. Pero su verdadero tema era algo, o alguien, más: Samuel.
Ella lo había notado por primera vez desde la ventana de su dormitorio, martillando una viga cerca de la galería oeste. Trabajaba con la concentración tranquila de alguien que sabía que siempre estaba siendo observado. Sus movimientos eran medidos, su cabeza ligeramente inclinada, pero había una gracia en la forma en que se movían sus manos. No sumisión, sino control. Se encontró esperando esos momentos, sincronizando sus tardes con su trabajo.
Cuando finalmente volvió a hablarle, fue bajo la sombra de los sauces junto al arroyo. “Eres Samuel, ¿verdad?” dijo ella, con voz ligera, tratando de sonar mayor de lo que se sentía. Él dudó antes de responder, secándose el sudor de la frente. “Sí, señorita Clara.” Ella sonrió. “No tienes que llamarme ‘señorita’ cada vez que hables. No soy mi madre.” Él no le devolvió la sonrisa. “No, señora, pero usted es su hija.” Había algo en la forma en que lo dijo, respetuoso pero bordeado de advertencia. Clara ladeó la cabeza. “¿La temes tanto?” Él miró hacia los campos. “Ella no es una mujer con la que cruzar caminos.”
Su curiosidad se encendió. “Y sin embargo, creo que confía en ti. Últimamente te ha llamado para todo. El salón, el jardín, incluso su propia habitación.” Por un momento, sus manos se congelaron. Luego dijo en voz baja: “Hago lo que me dicen.” Clara fingió no notar el parpadeo en sus ojos, esa sombra de dolor o culpa o ambos. Pero por dentro, su corazón se aceleró. Algo en su silencio la atrajo más que cualquier confesión.
Esa noche, Clara no pudo dormir. Pensó en las advertencias de su madre, en la voz de Samuel bajo la lluvia, en la extraña tensión que se había instalado en la casa desde su regreso. Era como si cuerdas invisibles los unieran a los tres, tensándose con cada día que pasaba. A la mañana siguiente, bajó al taller con el pretexto de necesitar que le repararan un marco de fotos. El aroma a cedro llenaba el aire. Samuel estaba allí, con la camisa suelta, las mangas remangadas, sus manos trazando una figura a medio tallar: un pájaro en vuelo.
“¿Tallaste eso?” preguntó ella. Él asintió. “Lo empecé hace meses. Nunca lo terminé.” “Es hermoso,” murmuró ella, deslizando sus dedos por el ala. Él se giró bruscamente. “No lo hagas, te vas a astillar.” Clara sonrió. “¿Te importa?” Él la miró a los ojos por primera vez, realmente la miró, y por un instante, la distancia entre ellos se desvaneció. Pero luego él retrocedió, el hechizo roto. “Debería irse, señorita Clara. Su madre…” “Mi madre está descansando,” interrumpió ella. “Y puedes decir su nombre si quieres. Lo conoces bastante bien.” La mandíbula de Samuel se apretó. “Usted no sabe lo que está diciendo.” “¿Ah, no?” Las palabras flotaron entre ellos, peligrosas y vivas. Luego Clara rio, suave y sin aliento, y salió del taller antes de que él pudiera responder.
Esa noche en la cena, Elener notó el color en las mejillas de su hija. “Has salido de nuevo,” dijo. “¿Dónde, esta vez? ¿El taller?” Clara respondió simplemente. La mano de Elener se detuvo a mitad de movimiento. “¿Por qué razón?” “Quería ver sus tallas.” El tenedor de su madre golpeó el plato con un sonido metálico. “No pasarás tiempo a solas con él. ¿Entiendes?” Clara apretó la mandíbula. “¿Por qué no?” “Porque es impropio,” dijo Elener bruscamente. “Porque es un esclavo.” “Pero usted lo trata de manera diferente,” dijo Clara en voz baja. “Confía en él, madre. Más que en el capataz.” Los ojos de Elener se oscurecieron. “Basta, Clara.” La muchacha se levantó de su silla, el fuego brillando en sus ojos. “Puedes mentirte a ti misma, pero no me mientas a mí.” La mano de Elener tembló, pero no dijo nada. La habitación se sintió de repente demasiado pequeña, el aire demasiado denso. Cuando Clara abandonó la mesa, la viuda se llevó las manos a la cara, luchando contra las lágrimas que se negaba a derramar.
Clara no se mantuvo alejada. Cuanto más se lo prohibía su madre, más decidida se volvía. Buscaba a Samuel en momentos ocultos, al amanecer cuando iba a buscar agua del pozo, o al anochecer cuando las sombras se alargaban. Le hacía preguntas que nadie más se atrevía. “¿Qué harías si fueras libre?” Él levantó la vista del balde, la pregunta pillándolo desprevenido. “No pienso en eso.” “Debes hacerlo,” Él sacudió la cabeza. “La libertad es solo una palabra cuando no tienes adónde ir.” Ella frunció el ceño. “¿Entonces te quedarías aquí para siempre?” Los ojos de Samuel se detuvieron en su rostro, en la curva pálida de su cuello, el desafío en su mirada. “Para siempre es mucho tiempo, señorita Clara.”
Las semanas pasaron así. Intercambios tranquilos, miradas robadas. La ama de llaves comenzó a susurrar. Los sirvientes intercambiaban miradas cómplices. El temperamento de Elener se volvió quebradizo. Despidió a trabajadores por los errores más pequeños. Una tarde, cuando Clara encontró el coraje de visitar el taller de nuevo, Samuel no estaba allí. En cambio, encontró algo tallado en el borde de su banco de trabajo. Un pequeño relicario de madera sin terminar con una rosa grabada en un lado: la flor favorita de su madre. La visión la golpeó como un mazazo. Sostuvo la talla en su palma, el corazón latiéndole con fuerza. La verdad que había sospechado y temido tomó forma ante sus ojos.
Esa noche, confrontó a su madre. Elener estaba junto al espejo, cepillándose el cabello. Cuando Clara entró, se encontró con su reflejo en lugar de sus ojos. “¿Por qué no me lo dijiste?” La voz de Clara temblaba. “¿Sobre él?” Elener se congeló. “¿De qué estás hablando, Samuel?” El cepillo cayó de su mano. “No pronunciarás ese nombre.” Clara dio un paso adelante. “Lo amabas.” Elener se giró entonces, su rostro pálido como el mármol. “Lo que haya pasado entre nosotros terminó. No significa nada.” La voz de Clara se quebró. “Dices eso, pero no es verdad. Lo veo cada vez que lo miras.” “¡Basta!” gritó Elener, el sonido áspero, pero Clara solo susurró: “Lo tuviste tú primero.”
El silencio que siguió fue insoportable. Elener se hundió en una silla, temblando. “No entiendes el peligro, Clara. Esa clase de amor destruye todo lo que toca.” Los ojos de Clara brillaron. “Tal vez ya lo ha hecho.” Y con eso, huyó hacia la oscuridad, hacia el borde de los campos donde la linterna de Samuel aún ardía. La madre miró por la ventana, el corazón latiéndole con pavor. Quería gritar para detenerla, pero su voz le falló. Por segunda vez en su vida, Elener Witford se quedó quieta y dejó que la noche reclamara lo que amaba. Y esta vez, el pantano más allá de Rosewood no lo devolvería.
El aire nocturno se cernía pesado sobre Rosewood, denso con el olor a tierra húmeda y el aroma a juncos de río. Clara se movía en silencio a través de las largas sombras de la arboleda de magnolias, sus faldas rozando la hierba empapada de rocío. La luna colgaba baja, pálida y vigilante, proyectando un brillo plateado sobre el paisaje. Ella sostenía el pequeño relicario de madera en su palma, la rosa tallada tibia contra su piel. Era la obra de Samuel, dejada para ella como una señal, una muestra de algo que ni su madre ni el mundo podían entender.
Su corazón latía con fuerza mientras se acercaba al claro donde habían acordado encontrarse, un lugar lejos de los ojos indiscretos de sirvientes, capataces y, lo más importante, su madre. Samuel ya estaba allí, agachado junto al arroyo poco profundo, sus manos apoyadas en la tierra como si la estuviera esperando a ella, a este momento. La linterna que llevaba emitía una suave luz dorada que parpadeaba sobre su rostro, revelando las líneas endurecidas de una vida pasada en el trabajo, pero también un destello de algo más suave. Esperanza, tal vez, o anhelo.
“Clara,” susurró él mientras ella se acercaba, su voz apenas más que el susurro de las hojas. Ella se arrodilló a su lado, con cuidado de no perturbar la frágil quietud. “Viniste,” dijo ella sin aliento. “Te dije que lo haría,” respondió él, sus ojos oscuros buscando los de ella. “Pero esto es peligroso.” “No me importa,” dijo ella con firmeza. “No puedo mantenerme alejada.” Él sacudió la cabeza, la linterna balanceándose. “No entiendes los riesgos. Tu madre…” “Sí, lo entiendo,” interrumpió Clara, las palabras afiladas como una cuchilla, “y no me importa. Aceptaré lo que venga.”
La mirada de Samuel se posó en el relicario en su mano. “Lo tienes.” Ella lo sostuvo. “Tú hiciste esto.” Él asintió lentamente. “Lo empecé para ella, para tu madre, pero me pareció correcto dártelo a ti en su lugar.” Los dedos de Clara trazaron la rosa tallada. “Es hermoso. Te preocupas por las dos, ¿verdad?” Él miró hacia otro lado, en conflicto. “Es complicado. Tu madre es mi ama, pero tú, tú eres diferente.” Ella se inclinó más cerca, sintiendo el calor de él a pesar de la noche fresca. “Entonces dime qué hacer. Dime cómo estar contigo sin que ella lo sepa.” Las manos de Samuel temblaron ligeramente mientras él tomaba las de ella. “No hay forma sin peligro. Ninguna. Pero podemos intentarlo. Debemos intentarlo.”
Durante un largo momento, simplemente se tomaron de las manos, silenciosos a la luz de la luna, los corazones latiendo al unísono. El mundo fuera de la arboleda, los campos, la mansión, los ojos afilados del ama de llaves, pareció desvanecerse, dejando solo a ellos, unidos por el deseo, el miedo y el peso tácito de los secretos.
Pero los secretos tienen una forma de desmoronarse. Desde el borde del claro, un crujido los hizo congelarse a ambos. El aliento de Clara se detuvo en su garganta. Samuel se puso rígido, su cuerpo tenso. Otro paso, deliberado y pesado, y el tenue resplandor de una linterna atravesó las sombras.
“Clara.” La voz de su madre temblaba con una mezcla de furia y algo más oscuro: posesividad. La figura de Elener emergió, la luz de la luna capturando sus rasgos pálidos y afilados. “Clara Witford,” dijo, su tono bajo, peligroso. “¿Qué crees que estás haciendo?”
La mano de Clara se apretó alrededor de la de Samuel. “Madre.” Samuel se levantó, dando un paso ligeramente delante de Clara, aunque la postura era vacilante, protectora. “Señora, yo…” La voz de Elener fue glacial. “No me hables.” Ella dirigió su mirada a su hija, afilada e implacable. “Me has desobedecido. Has desafiado todas las reglas, todas las expectativas que he puesto para ti. ¿Y para qué? ¿Una baratija? ¿Una reunión secreta en la oscuridad?”
Clara se encontró con la mirada de su madre sin inmutarse. “Por él,” dijo simplemente, con voz firme. “Por Samuel.” Los ojos de Elener se entrecerraron y su mano apretó la linterna tan fuerte que la luz vaciló. “Lo dejarás. Dejarás esta tontería atrás.” “¿O qué?” desafió Clara. “¿Lo venderás de nuevo? ¿Lo amenazarás? No eres dueña de mi corazón, madre.”
Un tenso silencio se cernió entre ellas, la noche presionando como una cosa viva. La mano de Samuel tembló mientras buscaba el relicario, pero la mirada de Elener se posó en él de inmediato. El reconocimiento brilló en sus ojos, y el color se escurrió de su rostro. “Tú,” susurró ella, con voz tensa. “Se lo diste a ella.”
Después de todo. Samuel retrocedió, inseguro. Pero Clara sostuvo el relicario. “Él me dio esto,” dijo, su tono desafiante. “No para ti, madre. Para mí.” La furia en los ojos de Elener se encendió como un incendio forestal. “¡Chica insolente! ¿Te atreves a desafiarme en mi propia casa?” El pecho de Clara subía y bajaba rápidamente. “Me atrevo porque no tendré miedo al amor. Nunca más. Ni a él ni a ti.”
Los labios de Elener se curvaron en una sonrisa peligrosa y afilada. “Que así sea,” dijo en voz baja, casi para sí misma. “Si tiene que ser, entonces la plantación conocerá las consecuencias de la desobediencia.” Se dio la vuelta y salió del claro, su linterna bamboleándose contra la oscuridad, dejando a Clara y Samuel temblando a la luz de la luna. Vieron su retirada, entendiendo sin palabras que la noche lo había cambiado todo. El riesgo había crecido inconmensurablemente, y la línea entre el amor y el peligro se había desdibujado.
Clara se apretó el relicario contra el pecho. “¿Y ahora qué?” preguntó. Samuel respiró hondo, sus hombros pesados por el peso de las opciones imposibles. “Ahora sobreviviremos juntos.” De alguna manera. El pantano más allá de la plantación susurraba en el viento, un recordatorio de que todo secreto tiene un precio y todo amor conlleva su propio peligro. Y muy lejos, en los oscuros pasillos de Rosewood, Elener Witford comenzaba a trazar un plan para reclamar lo que creía que era suyo, por cualquier medio necesario.
Fin
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