¿Alguna vez te has preguntado qué secretos escuchan los confesionarios? Inmóviles testigos de siglos de pecados susurrados. En Oaxaca, 1932, el joven padre Miguel Álvarez descubre algo perturbador en su nueva parroquia. Mujeres jóvenes se suicidan tras confesarse y todas dejan notas de amor prohibido hacia sacerdotes. Mientras investiga estos casos, comienza a experimentar fenómenos inexplicables dentro del antiguo confesionario tallado, voces que lo llaman, visiones que lo tientan y una presencia femenina que parece conocer sus pensamientos más íntimos.
El sol se ponía sobre los tejados de terracota de Oaxaca cuando el padre Miguel Álvarez cerró el pesado libro de oraciones y observó el interior vacío de la Iglesia de Santo Domingo. Corría el año 1932 y aunque la persecución religiosa de la guerra cristera había disminuido, las tensiones entre la Iglesia y el gobierno revolucionario persistían en cada rincón de México. Miguel había llegado a esta parroquia hacía apenas 3 meses, transferido desde Ciudad de México tras la muerte repentina del anciano padre Sebastián, quien había servido a la comunidad por más de cuatro décadas.
La luz ambarina se filtraba por los vitrales polvorientos, dibujando patrones enigmáticos sobre el suelo de piedra desgastada. El silencio era casi absoluto, interrumpido solo por el ocasional gorjeo de palomas en el campanario y el tic tac constante del antiguo reloj parroquial. Miguel se dirigió hacia el confesionario de madera oscura, una pieza ornamentada tallada a mano que, según le habían dicho, databa de la época colonial.
“Padre, ¿puedo hablar con usted un momento?”
La voz femenina sobresaltó a Miguel. No había escuchado entrar a nadie. De las sombras emergió una joven mujer de unos 20 años con un rebozo negro cubriendo parcialmente su rostro. Sus ojos, lo único claramente visible, mostraban una mezcla de determinación y miedo.
“Por supuesto, hija, ¿deseas confesarte?”
“No, exactamente, padre. Es sobre el confesionario.”
Miguel miró instintivamente hacia el mueble de madera oscura. “¿Qué sucede con él?”
“La gente habla, padre. Dicen cosas sobre el padre Sebastián y ese confesionario.”
El interés de Miguel se despertó inmediatamente. Durante sus primeras semanas en Oaxaca había notado cierta reticencia entre los feligreses para usar precisamente ese confesionario, prefiriendo esperar largas horas para usar el otro, más pequeño y menos cómodo.
“¿Qué tipo de cosas, hija?”
La mujer miró nerviosamente hacia la puerta principal como temiendo ser descubierta. “Mujeres, padre, mujeres que entraron allí y después cambiaron. Algunas desaparecieron, otras…” bajó la voz hasta convertirla en un susurro. “Dicen que se quitaron la vida.”
Miguel frunció el ceño. Como sacerdote experimentado, estaba acostumbrado a los rumores y supersticiones que frecuentemente rodeaban a iglesias antiguas, especialmente en pueblos con profundas raíces indígenas como Oaxaca. “Esas son acusaciones muy serias. ¿Tienes alguna prueba?”
“Mi hermana Carmen fue una de ellas.” La voz de la joven se quebró ligeramente y Miguel pudo distinguir ahora el dolor genuino en sus ojos. “Comenzó a confesarse con el padre Sebastián cada semana, siempre en ese confesionario. Decía que él tenía una forma especial de hablar, que la hacía sentir comprendida. Después de dos meses cambió. se volvió distante, pensativa. A veces la encontraba llorando sin razón aparente. Una mañana simplemente no despertó. Dejó una nota diciendo que no podía vivir con su pecado.”
Miguel sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. “¿Cuándo sucedió esto?”
“Hace 7 meses. Poco después, el padre Sebastián enfermó repentinamente. Algunos dicen que fue envenenado por un familiar de alguna de las mujeres. Otros dicen que fue el confesionario mismo.”
“¿El confesionario?” Miguel no pudo evitar una pequeña sonrisa incrédula.

La mujer no sonrió. “Hay quien dice que está maldito, padre, que tiene el poder de hacer que las personas revelen no solo sus pecados, sino sus más profundos deseos… y que el padre Sebastián usaba eso para… para manipular a ciertas mujeres.”
Miguel respiró profundamente. Como hombre educado y racional, no creía en maldiciones ni en objetos poseídos. Sin embargo, las acusaciones contra su predecesor eran demasiado graves para ignorarlas. “¿Cómo te llamas, hija?”
“Lucía Méndez, padre.”
“Lucía, te prometo que investigaré esto seriamente. Si el padre Sebastián cometió alguna indiscreción o abuso de confianza, la Iglesia debe saberlo.”
Lucía asintió, pero su expresión sugería que no esperaba mucho de esta promesa. “Tenga cuidado, padre. Algo no está bien con ese confesionario. Muchos en el pueblo se niegan a acercarse a él, aunque no lo admitan públicamente.”
Después de que Lucía se marchó, Miguel permaneció solo en la iglesia, cada vez más oscura, observando el confesionario con renovado interés. Se acercó lentamente y pasó una mano por la madera labrada. Estaba fría al tacto, más fría de lo que cabría esperar en una tarde cálida de mayo en Oaxaca. Notó intrincados tallados, ángeles y demonios entrelazados en una batalla eterna y figuras que parecían susurrar secretos al oído de otras. Era una pieza extraordinaria de artesanía, pero también inquietantemente macabra para un objeto destinado a la absolución divina.
Decidido a no dejarse influenciar por supersticiones, Miguel abrió la puerta del compartimento del sacerdote y se sentó en el pequeño banco. El espacio era estrecho, pero no incómodo. Una pequeña ventanilla con rejilla separaba al sacerdote del penitente, proporcionando el anonimato necesario para la confesión. Miguel cerró los ojos intentando imaginar cómo sería pasar horas allí, escuchando los pecados y secretos más íntimos de los feligreses.
Mientras meditaba, un súbito mareo lo invadió. Las paredes del confesionario parecieron estrecharse a su alrededor y por un instante creyó escuchar susurros, como voces lejanas hablando todas a la vez. Parpadeó varias veces tratando de aclarar su visión. atribuyó la sensación al cansancio y al hambre, pues apenas había comido durante el día.
Salió del confesionario y respiró profundamente. El aire de la iglesia, aunque viciado, le pareció repentinamente fresco en comparación con el interior del confesionario. Decidió que había tenido suficiente por un día y se dirigió hacia la pequeña casa parroquial adyacente a la iglesia.
Esa noche, mientras cenaba una sencilla sopa de frijoles preparada por doña Consuelo, la anciana ama de llaves de la parroquia, Miguel no pudo evitar preguntar, “Doña Consuelo, ¿qué sabe usted sobre el confesionario grande de la iglesia?”
La mujer, que estaba de espaldas lavando algunos platos, se quedó inmóvil. Cuando finalmente se volvió, su rostro arrugado mostraba una expresión de cautela. “Es muy antiguo, padre. Lo trajeron de España en el siglo XVII.”
“¿Y qué hay de las historias que lo rodean? Algo sobre mujeres que cambiaron después de confesarse allí.”
Doña Consuelo se santiguó rápidamente. Un gesto que no pasó desapercibido para Miguel. “Son habladurías, padre. No debería prestar atención a los chismes del pueblo.”
“Pero usted ha vivido aquí toda su vida, ha servido en esta parroquia por décadas, seguramente ha visto u oído algo.”
La anciana secó sus manos en el delantal y se sentó pesadamente frente a Miguel. “El confesionario estaba aquí mucho antes que yo y estará aquí mucho después. Dicen que fue tallado por un fraile dominico que enloqueció después de completarlo. Otros dicen que la madera proviene de un árbol bajo el cual se cometieron terribles sacrificios antes de la llegada de los españoles.” Miguel asintió animándola a continuar. “Durante los años que he estado aquí ha habido incidentes. Mujeres que después de confesarse regularmente con ciertos sacerdotes se volvieron melancólicas, obsesivas. Algunas dejaron a sus esposos, otras partieron del pueblo sin decir palabra… y sí, algunas se quitaron la vida.”
“¿Y cree usted que el confesionario tuvo algo que ver?”
Doña Consuelo negó con la cabeza. “No es el confesionario, padre, son los hombres que se sientan en él. El poder que sienten al escuchar los secretos más oscuros, las tentaciones más profundas. Algunos no pueden resistirlo.”
“¿Está sugiriendo que el padre Sebastián…?”
“No estoy sugiriendo nada, padre, solo digo que tenga cuidado. Ese confesionario ha visto más pecados de los que podemos imaginar, tanto de este lado de la rejilla como del otro.”
Esa noche Miguel no pudo conciliar el sueño. Su mente repasaba una y otra vez las palabras de Lucía y doña Consuelo tratando de separar la verdad de la superstición. ¿Habría abusado realmente el padre Sebastián de su posición para manipular a mujeres vulnerables? ¿O era todo producto de la imaginación popular, siempre ávida de escándalos y misterios? decidió que necesitaba investigar más a fondo. Al día siguiente visitaría el archivo parroquial que contenía registros de la iglesia que se remontaban a siglos atrás. Tal vez allí encontraría alguna pista sobre la historia del confesionario y los sacerdotes que lo habían utilizado.
Mientras la noche avanzaba, un fuerte aguacero comenzó a caer sobre Oaxaca. Los truenos retumbaban contra las antiguas paredes de piedra y los relámpagos iluminaban ocasionalmente la pequeña habitación de Miguel. En uno de esos destellos creyó ver una figura femenina de pie junto a su cama. se incorporó sobresaltado, pero el siguiente relámpago reveló que solo era su sotana colgada de un perchero creando una silueta engañosa.
Con el corazón aún acelerado, Miguel se levantó y caminó hasta la ventana. La lluvia golpeaba furiosamente contra el cristal, creando patrones caóticos que parecían cobrar vida propia. Mientras observaba la plaza desierta frente a la iglesia, un movimiento captó su atención. Una figura encapuchada cruzaba apresuradamente bajo la lluvia, dirigiéndose hacia la entrada lateral de la iglesia. Miguel entrecerró los ojos tratando de distinguir mejor en la oscuridad. La figura se detuvo brevemente frente a la puerta. Miró a ambos lados como asegurándose de no ser vista y luego desapareció en el interior.
Sin pensarlo dos veces, Miguel se vistió rápidamente y tomó un farol. A pesar de la lluvia y la hora tardía, debía investigar. Nadie debería estar en la iglesia a esa hora y menos aún entrando furtivamente. Cruzó el pequeño patio que separaba la casa parroquial de la iglesia cubriéndose como podía de la lluvia. Al llegar a la puerta lateral notó que efectivamente estaba entreabierta. la empujó suavemente tratando de no hacer ruido. El interior de la iglesia estaba sumido en la oscuridad, apenas interrumpida por las velas votivas que ardían perpetuamente frente a algunas imágenes y la débil luz de su farol.
“¿Hay alguien aquí?”, llamó, su voz resonando en la nave vacía.
No hubo respuesta, pero Miguel creyó escuchar un movimiento proveniente del área de los confesionarios. levantó el farol y avanzó cautelosamente por la nave central. Al acercarse, distinguió una silueta sentada dentro del confesionario antiguo del lado reservado para los penitentes. “La iglesia está cerrada a esta hora”, dijo con firmeza, aunque su corazón latía aceleradamente. “Por favor, regrese mañana durante el horario de confesiones.”
La figura no respondió ni se movió. Miguel se acercó más, iluminando directamente el confesionario con su farol. La cortina estaba corrida, pero pudo distinguir a través de ella el contorno de una persona. “¿Me escucha? Debe irse ahora.”
Lentamente, una mano pálida apartó la cortina. Miguel contuvo el aliento. Sentada allí estaba una mujer joven, quizás de unos 25 años, con el cabello negro empapado por la lluvia y un rostro de belleza inquietante. Sus ojos, de un color ámbar inusual, reflejaban la luz del farol con un brillo casi sobrenatural.
“He venido a confesarme, padre”, dijo con una voz melodiosa que contrastaba con la tormenta que rugía fuera.
“Las confesiones son durante el día, señorita. Además, no puede entrar así en la iglesia.”
La mujer sonrió levemente. “Pero usted está aquí, padre, y yo necesito desesperadamente la absolución.”
Había algo en su tono, en su mirada, que perturbó profundamente a Miguel. No era solo su presencia inexplicable en medio de la noche, sino una sensación inexplicable de familiaridad, como si ya la hubiera visto antes. “¿Nos conocemos?”, preguntó intentando mantener la calma.
“Usted no me conoce a mí, pero yo lo conozco a usted, padre Miguel, y conozco sus pensamientos, sus dudas, sus deseos.”
Miguel dio involuntariamente un paso atrás. “¿Quién es usted?”
La mujer se levantó del confesionario y avanzó hacia él. La luz del farol reveló que vestía un sencillo vestido blanco, ahora casi transparente por la lluvia, que delineaba su figura de forma perturbadoramente sugerente. “Mi nombre no importa. Lo que importa es que estoy aquí para advertirle.”
“¿Advertirme sobre qué?”
“Sobre el confesionario, sobre el poder que tiene, sobre lo que le hizo al padre Sebastián y a los otros antes que él.”
Un trueno particularmente fuerte sacudió la iglesia y por un instante la luz del relámpago a través de los vitrales iluminó completamente el rostro de la mujer. Miguel ahogó un grito. Por un segundo, el bello rostro se había transformado en algo cadavérico, con los ojos hundidos en órbitas oscuras y la piel pegada a los huesos. Cuando la luz volvió a la normalidad, la mujer aparecía nuevamente hermosa, aunque ahora sonreía de una manera que heló la sangre de Miguel.
“No crea que está loco, padre. Lo que acaba de ver es real. Tan real como yo. Tan real como el confesionario. Tan real como los pecados que ha escuchado y los que aún escuchará.”
“¿Qué quiere de mí?” Miguel intentó que su voz sonara firme, pero el temblor en sus palabras lo traicionó.
“No quiero nada de usted, padre Miguel. Es el confesionario el que quiere algo y siempre lo consigue.”
Un relámpago iluminó nuevamente la iglesia y cuando la oscuridad volvió a caer, la mujer había desaparecido. Miguel giró sobre sí mismo, levantando el farol para iluminar la nave. No había señales de ella como si se hubiera desvanecido en el aire. Con el pulso acelerado, Miguel corrió hacia la puerta lateral por donde había entrado. Estaba cerrada, aunque él estaba seguro de haberla dejado abierta. Tiró de ella con fuerza, pero no cedió. Probó con la puerta principal, obteniendo el mismo resultado. Estaba encerrado.
Regresó al confesionario, atraído por una fuerza que no podía explicar. Al iluminarlo con el farol, notó algo que no había visto antes, una pequeña mancha oscura en el asiento donde había estado la misteriosa mujer. Se inclinó para examinarla mejor y descubrió con horror que era sangre aún húmeda.
El farol se apagó súbitamente, dejándolo en la completa oscuridad. Miguel contuvo la respiración escuchando. Por encima del ruido de la tormenta creyó distinguir un susurro. “Escucha… escucha los pecados.”
La mañana siguiente, doña Consuelo encontró a Miguel dormido en un banco de la iglesia, aún con la ropa de la noche anterior. Lo despertó suavemente, preocupada. “Padre, ¿qué hace aquí? ¿Se encuentra bien?”
Miguel se incorporó confundido con los recuerdos de la noche anterior, mezclándose caóticamente en su mente. ¿Había sido real el encuentro con la misteriosa mujer o simplemente un sueño producto del cansancio y las historias que había escuchado? “Creí, creí ver a alguien entrar en la iglesia anoche. Vine a investigar y debí quedarme dormido.”
Doña Consuelo lo miró con preocupación. “Las puertas estaban cerradas como siempre cuando llegué. Padre, ¿está seguro de lo que vio?”
Miguel se dirigió hacia el confesionario. A la luz del día, parecía simplemente un mueble antiguo, sin nada amenazador o sobrenatural en él. Examinó el asiento donde creyó ver la mancha de sangre. No había nada allí. “Debió ser un sueño”, murmuró, más para convencerse a sí mismo que a doña Consuelo.
Después de cambiarse y desayunar, Miguel se dirigió al archivo parroquial, determinado a encontrar respuestas racionales a los inquietantes eventos. El archivo se encontraba en una habitación pequeña y húmeda en la parte trasera de la sacristía, llena de estanterías con libros y documentos antiguos. El polvo se levantaba en pequeñas nubes mientras Miguel revisaba registros amarillentos y frágiles. Se concentró primero en los documentos relacionados con la adquisición y restauración de mobiliario de la iglesia.
Después de varias horas encontró una referencia al confesionario en un registro fechado en 1674. “Se ha instalado el nuevo confesionario tallado por Fray Domingo de Guzmán, quien dedicó 3 años a su creación antes de perder la razón. La obra es de extraordinaria belleza y detalle, aunque algunos consideran inapropiadas ciertas figuras representadas en la talla. El obispo ha ordenado su uso a pesar de las reservas.”
Miguel continuó buscando y encontró otra entrada, esta de 1712. “El padre Alonso Pérez ha sido relevado de sus funciones tras acusaciones de comportamiento impropio durante confesiones. Se le envía al monasterio de San Jerónimo para reflexión y penitencia. Tres mujeres de la parroquia se han quitado la vida en el último mes, todas devotas penitentes del padre Alonso. Se ordena oración especial por sus almas.”
A medida que avanzaba por los registros a lo largo de los siglos, Miguel descubrió un patrón inquietante. Cada pocas décadas aparecían referencias a sacerdotes removidos de la parroquia por comportamientos impropios, seguidos de menciones a muertes o desapariciones de mujeres. Las entradas eran discretas, evitando detalles explícitos, pero la conexión resultaba innegable para quien supiera leer entre líneas.
Finalmente llegó a los registros más recientes. El padre Sebastián había servido en la parroquia por 43 años, un periodo inusualmente largo. No había menciones de comportamientos irregulares hasta los últimos meses. “El padre Sebastián muestra signos de fatiga y posible confusión mental. ha solicitado aumentar sus horas de confesión, especialmente para mujeres jóvenes, alegando que necesitan mayor guía espiritual.” Y la última entrada escrita por el obispo mismo tras la muerte del padre Sebastián. “El fallecimiento repentino del padre Sebastián ha dejado un vacío en la comunidad. Aunque algunos rumores desagradables han comenzado a circular, se ha decidido no investigar para evitar escándalos. El nuevo párroco, padre Miguel Álvarez, deberá enfocarse en restaurar la confianza de los feligreses.”
Miguel cerró el libro sintiendo un nudo en el estómago. ¿Sabía el obispo lo que realmente estaba sucediendo y había elegido encubrirlo? ¿O simplemente estaba protegiendo la reputación de la Iglesia sin comprender la verdadera naturaleza del problema? decidió que necesitaba hablar con alguien que pudiera darle más información sobre las mujeres afectadas. Recordó que Lucía había mencionado a su hermana Carmen como una de las víctimas. Quizás ella podría proporcionarle detalles que los registros oficiales omitían.
Esa tarde, después de oficiar la misa vespertina, Miguel preguntó discretamente a algunos feligreses por la dirección de la familia Méndez. Una anciana le indicó una pequeña casa en las afueras del pueblo, añadiendo en voz baja, “Tenga cuidado con esa familia, padre. Desde que la pobre Carmen murió no han sido los mismos, especialmente Lucía. Algunos dicen que ha perdido un poco la razón.”
La casa de los Méndez era una construcción sencilla de adobe con un pequeño huerto trasero. Miguel llamó a la puerta que fue abierta por una mujer mayor con expresión cansada. “Señora Méndez, soy el padre Miguel Álvarez de Santo Domingo. Quisiera hablar con su hija Lucía, si es posible.”
La mujer lo miró con desconfianza. “¿Para qué quiere ver a mi hija?”
“Ella vino a hablarme ayer sobre… sobre su hermana Carmen y algunas preocupaciones relacionadas con la iglesia.”
La expresión de la mujer se endureció. “Padre, con todo respeto, ya tuvimos suficiente con los sacerdotes de Santo Domingo. Mi hija Carmen está muerta por confiar demasiado en uno de ustedes.”
“Precisamente por eso estoy aquí, señora. Estoy investigando lo que pasó. Si hubo alguna irregularidad, necesito saberlo para que no vuelva a ocurrir.”
Después de dudar unos momentos, la mujer se hizo a un lado para dejarlo pasar. “Lucía está en el patio trasero, pero le advierto, padre, no está del todo bien desde que perdimos a Carmen.”
Miguel atravesó la modesta sala y salió al patio, donde encontró a Lucía sentada bajo un pequeño árbol bordando. Al verlo, no pareció sorprendida. “Sabía que vendría padre. ¿Encontró lo que buscaba en los archivos?”
Miguel se sorprendió por la pregunta. No había mencionado su intención de revisar los archivos. “¿Cómo supo…?”
“Las cosas se saben en un pueblo pequeño, padre, especialmente cuando un sacerdote nuevo empieza a hacer preguntas incómodas.”
Miguel se sentó frente a ella. “Lucía, necesito que me cuentes exactamente qué pasó con tu hermana Carmen, todo lo que recuerdes sobre su relación con el padre Sebastián.”
Lucía dejó su bordado y lo miró directamente. “Carmen era muy devota, siempre lo fue desde niña. Cuando cumplió 20 años, comenzó a confesarse semanalmente con el padre Sebastián. Al principio parecía normal, incluso positivo. Estaba más tranquila, más centrada. Y luego… luego empezó a cambiar. se volvió obsesiva con la pureza, con el pecado. Hablaba constantemente del padre Sebastián, de cómo él entendía su alma como nadie más. Comenzó a ir a confesarse dos, tres veces por semana. A veces regresaba con los ojos enrojecidos como si hubiera estado llorando.”
“¿Le preguntaste qué pasaba?”
“Por supuesto, pero decía que era el secreto de confesión, que no podía hablar de ello. Una noche, unas semanas antes de… antes de que se quitara la vida, la escuché hablando en sueños. Decía cosas como, ‘No puedo resistirlo… y es un pecado mortal.’”
Miguel sintió un escalofrío. “¿Notaste algo más? ¿Alguna interacción entre ella y el padre Sebastián fuera de la iglesia?”
“No directamente, pero recibía pequeños regalos, un rosario de plata, un libro de oraciones, un medallón. Decía que eran bendiciones especiales por su devoción. Y el día que… la noche anterior había ido a confesarse. Volvió muy tarde. Parecía agitada, pero también decidida, como si hubiera tomado una decisión importante. A la mañana siguiente, mi madre la encontró en su cama. Había bebido un frasco entero de láudano.”
Lucía sacó de su bolsillo un papel doblado y se lo entregó a Miguel. “Esta es la nota que dejó. Mi madre no quería que nadie la viera, pero yo creo que usted debe leerla.”
Miguel desdobló el papel con manos temblorosas. La letra era pulcra pero apresurada.
“No puedo vivir con este amor prohibido. Él dice que nuestras almas están destinadas a unirse, pero no en esta vida impura. Me reuniré con él en la eternidad, donde no hay pecado ni vergüenza. Que Dios me perdone.”
“¿Crees que se refería al padre Sebastián?”, preguntó Miguel sintiendo náuseas.
“¿A quién más? Carmen apenas salía de casa, excepto para ir a la iglesia. No conocía a ningún otro hombre.”
“¿Y no le contaron esto al obispo cuando vino después de la muerte del padre Sebastián?”
“Mi madre lo intentó. Él la escuchó cortésmente y luego dijo que no debíamos manchar la memoria de un santo hombre con acusaciones que no podían probarse, que Carmen había estado mentalmente inestable y que debíamos orar por su alma en lugar de buscar culpables.”
Miguel guardó silencio procesando la información. Todo parecía apuntar a que el padre Sebastián había abusado de su posición para manipular emocionalmente a Carmen y posiblemente a otras mujeres. Era un escenario terriblemente familiar en la historia de la Iglesia, una historia de poder, manipulación y encubrimiento.
Pero, ¿qué tenía que ver el confesionario en todo esto? ¿Era simplemente el lugar donde había ocurrido el abuso o había algo más, algo relacionado con las extrañas sensaciones que él mismo había experimentado?
“Lucía, ¿tú crees realmente que el confesionario está maldito?”
La joven recogió su bordado y lo miró fijamente. “Lo que creo, padre, es que ciertos lugares absorben el mal que ocurre en ellos como una esponja. Y después de siglos absorbiendo pecados, confesiones de los peores actos humanos y las manipulaciones de hombres que abusaron de su poder sagrado… ¿Quién sabe lo que puede hacer ese lugar a un alma vulnerable?”
Mientras regresaba a la iglesia, las palabras de Lucía resonaban en la mente de Miguel. La explicación más racional era que el padre Sebastián, como otros antes que él, había abusado de su posición de confianza. El confesionario era simplemente el escenario de estos abusos, no una entidad malévola con poderes sobrenaturales. Y sin embargo, no podía olvidar la extraña experiencia de la noche anterior. La mujer misteriosa, su desaparición inexplicable, la sangre que luego no estaba allí. ¿Había sido todo producto de su imaginación o había algo más? ¿Algo que no podía explicarse con lógica y razón?
Al llegar a la iglesia, Miguel se dirigió directamente al confesionario. A la luz del atardecer que se filtraba por los vitrales, observó detalladamente las tallas en la madera oscura. Los rostros de los ángeles y demonios parecían casi vivos, con expresiones que variaban según el ángulo de la luz. Súplica, tentación, dolor, éxtasis.
Sin pensarlo demasiado, Miguel abrió la puerta del compartimento del sacerdote y se sentó. Al cerrar la puerta, la oscuridad casi total lo envolvió con apenas un hilo de luz entrando por la rejilla. El silencio era absoluto. Cerró los ojos intentando imaginar cómo sería escuchar confesión tras confesión en ese espacio claustrofóbico, las voces susurrando pecados, temores, deseos prohibidos. La intimidad creada por la oscuridad por el conocimiento de los secretos más profundos de otra alma.
De pronto, un sonido le hizo abrir los ojos. El crujido de alguien sentándose al otro lado de la rejilla. A través de ella solo podía distinguir una silueta.
“¿Quién está ahí?”, preguntó con el corazón acelerado.
“Ave María purísima, padre.” Era una voz femenina, joven, pero quebrada por el llanto.
Miguel dudó. No estaba en horario de confesiones y después de lo que había descubierto, no estaba seguro de querer escuchar confesiones en ese particular confesionario, pero su deber sacerdotal prevaleció. “Sin pecado concebida, dime, hija, que te aflige.”
“He pecado, padre. He tenido pensamientos impuros, deseos que no puedo controlar.”
La voz se le hizo extrañamente familiar a Miguel, aunque no lograba identificarla.
“Todos somos tentados, hija. Dios conoce nuestra lucha.”
“Pero estos pensamientos son sobre un sacerdote padre.”
Miguel sintió como si le hubieran arrojado agua helada. “Un sacerdote.”
“Sí, desde que lo vi por primera vez, no puedo dejar de pensar en él, en cómo sería tocar su piel, sentir sus labios sobre los míos.”
“Debes resistir esa tentación,” interrumpió Miguel, sintiendo un inexplicable calor en sus mejillas. “Un sacerdote ha hecho votos sagrados.”
“Lo sé, Padre, pero el corazón no entiende devotos. Solo sabe lo que desea.”
Mientras la mujer hablaba, Miguel comenzó a sentir un extraño mareo. Las paredes del confesionario parecían palpitar como si respiraran. Y los susurros, los susurros habían vuelto numerosas voces hablando simultáneamente en el fondo de su mente.
“Padre, ¿me está escuchando?”
Miguel sacudió la cabeza intentando aclarar sus pensamientos. “Sí, hija. Debes orar por fortaleza y buscar distracciones saludables para tu mente.”
“He intentado todo eso, Padre, pero cada vez que cierro los ojos, lo veo a él. Cada vez que vengo a la iglesia, mi corazón late más fuerte anticipando su presencia.”
“¿De quién? ¿De quién estamos hablando exactamente?” La pregunta escapó de los labios de Miguel antes de que pudiera contenerla, rompiendo el protocolo de la confesión.
La mujer guardó silencio un momento y luego respondió en un susurro, “De usted, padre Miguel. Desde que llegó a Oaxaca no he podido pensar en otra cosa.”
Miguel se quedó sin aliento. Una parte de él quería huir, abrir la puerta del confesionario y correr, pero otra parte, una que no reconocía como propia, se sentía intrigada, atraída.
“Eso es inapropiado,” logró decir su voz apenas audible.
“Lo sé. Y sin embargo, ¿no siente usted también algo, padre? ¿No ha habido momentos en que se ha preguntado cómo sería una vida diferente, una vida donde pudiera amar libremente?”
Los susurros en la mente de Miguel se intensificaron, convirtiéndose casi en gritos. Entre ellos, creyó distinguir fragmentos de confesiones, décadas o siglos de voces femeninas, revelando sus deseos más íntimos.
“Necesito, necesito que te vayas ahora”, dijo luchando por mantener la claridad mental. “Esto no es una verdadera confesión.”
“Es la confesión más sincera que he hecho jamás, padre”, respondió la voz, ahora con un tono diferente, más profundo, casi hipnótico. “Y usted la escuchará completa como todos los que se han sentado en ese lugar antes que usted.”
La cabeza de Miguel daba vueltas. Sentía como si estuviera cayendo en un pozo sin fondo. Las tallas de madera del confesionario parecían moverse en la oscuridad. Los ángeles y demonios danzando una macabra coreografía.
“¿Quién eres?”, logró preguntar.
“Soy todas ellas, padre, todas las que vinieron a confesar sus pecados y encontraron algo mucho peor que la condenación. Soy todas las que amaron y fueron traicionadas. Las que creyeron y fueron manipuladas, las que confiaron y fueron destruidas.”
La voz ya no parecía provenir solo del otro lado de la rejilla, sino de todas partes, de las paredes mismas del confesionario, del aire que respiraba.
“El padre Sebastián…”, comenzó Miguel.
“Él fue solo el último de una larga lista. Este confesionario ha visto a muchos como él, hombres que comenzaron con buenas intenciones, pero que poco a poco fueron corrompidos por el poder que sentían al escuchar los secretos más oscuros, al saber que tenían la llave de la salvación o la condenación eterna.”
“No, no todos somos así”, protestó débilmente Miguel.
“¿No? ¿Acaso no ha sentido ya el poder, Padre Miguel, la tentación de usar lo que sabe para influir, para manipular, para satisfacer deseos que ni siquiera se atreve a admitir ante sí mismo?”
Miguel intentó levantarse, pero su cuerpo no respondía. Era como si una fuerza invisible lo mantuviera clavado al asiento.
“¿Qué me estás haciendo?”
“No soy yo, Padre. es el confesionario. Ha absorbido siglos de pecado, de culpa, de deseo, y ahora lo está absorbiendo a usted.”
Un golpe en la puerta del confesionario sobresaltó a Miguel. La voz de doña Consuelo llegó amortiguada desde fuera. “Padre Miguel, ¿está ahí? La cena está servida.”
La presión invisible que lo mantenía inmóvil desapareció repentinamente. Miguel abrió la puerta de un empujón, casi cayendo al suelo en su prisa por salir. Su frente estaba empapada en sudor frío y su respiración era agitada como si hubiera corrido kilómetros.
Doña Consuelo lo miró alarmada. “Virgen santísima, ¿qué le ha pasado?”
Miguel miró rápidamente hacia el otro lado del confesionario. Estaba vacío. No había señales de que alguien hubiera estado allí. “¿Vio a alguien salir de aquí, una mujer joven?”
La anciana negó con la cabeza. “No he visto a nadie, padre. Vine directamente de la cocina a buscarlo.”
Miguel se pasó una mano temblorosa por el rostro. “Necesito, necesito descansar.”
Durante la cena apenas probó bocado. Su mente repasaba obsesivamente lo sucedido en el confesionario. ¿Había sido real o una alucinación? ¿Estaba perdiendo la razón o había algo genuinamente sobrenatural en ese antiguo mueble de madera?
“Padre, debería comer algo”, insistió doña Consuelo. “No tiene buen aspecto.”
“Doña Consuelo,” dijo Miguel después de un largo silencio. “¿Cree usted que los objetos pueden absorber las experiencias que presencian?”
La anciana lo miró con curiosidad. “Mi abuela solía decir que todo en este mundo tiene memoria. Las piedras, los árboles, incluso el aire que respiramos. ¿Por qué lo pregunta?”
Miguel dudó considerando cuánto revelar. “Es sobre el confesionario. He estado experimentando… cosas. Cosas que no puedo explicar.”
Doña Consuelo asintió lentamente, su expresión grave. “El mal tiene muchas formas, padre. Y a veces anida en los lugares más santos, alimentándose de los secretos que guardan.”
Esa noche, Miguel no durmió. Sabía que la entidad del confesionario —la legión de almas atrapadas y los deseos corruptos que lo habitaban— no lo dejaría ir. Lo había probado, había sentido su tentación. Comprendió que el confesionario no solo estaba maldito, sino que era un depredador que se alimentaba de la vulnerabilidad de los penitentes y de la soberbia de los confesores.
Decidido, se levantó en la oscuridad previa al amanecer. Ya no era una cuestión de investigación; era una de exorcismo.
Tomó el hacha de leña de la cocina y una lata de petróleo para las lámparas. Entró en la iglesia silenciosa. La luz de la luna bañaba el confesionario, haciendo que las tallas de ángeles y demonios parecieran retorcerse en una danza silenciosa.
Cuando se acercó, los susurros comenzaron de nuevo, esta vez no solo en su mente, sino en el aire a su alrededor. Vio el rostro de la mujer de la tormenta, suplicándole, tentándolo. Escuchó la voz de Carmen y las otras, llorando por un amor prohibido.
“No más”, murmuró Miguel, levantando el hacha.
Golpeó la madera tallada. Un sonido antinatural, un chillido agudo que no era madera rompiéndose, llenó la iglesia. Siguió golpeando, rompiendo la rejilla, destrozando los rostros de madera que parecían burlarse de él. La presencia luchó; un viento helado recorrió la nave, apagando las velas votivas, y las puertas de la iglesia se cerraron de golpe.
Pero Miguel no se detuvo. Poseído por una furia santa, redujo el mueble a astillas irreconocibles.
Roció el petróleo sobre los restos. “En el nombre de Dios”, dijo, con la respiración entrecortada, “descansen en paz”.
Arrojó una cerilla encendida.
Las llamas se elevaron instantáneamente, más altas y brillantes de lo que el petróleo podría justificar, iluminando los vitrales con una luz infernal. En el rugido del fuego, Miguel escuchó un último grito colectivo, un millar de voces liberadas en un instante de agonía y, quizás, de alivio.
Cuando Doña Consuelo y los primeros feligreses llegaron para la misa del alba, encontraron al Padre Miguel sentado en el primer banco, cubierto de hollín, rezando frente a los restos humeantes de lo que había sido el confesionario colonial.
Nunca explicó lo que realmente sucedió. A las autoridades y al obispo les dijo que fue un trágico accidente; una vela votiva caída demasiado cerca de la madera seca y antigua. El obispo, tal vez adivinando más de lo que admitía o simplemente aliviado de que el problema se hubiera resuelto sin escándalo, aceptó su informe sin hacer preguntas.
La ola de melancolía y muertes inexplicables en Oaxaca cesó. El confesionario maldito se había ido.
El Padre Miguel Álvarez solicitó un traslado poco después. Pasó el resto de su vida en una parroquia tranquila y moderna en el norte del país, una que no tenía confesionarios de madera antigua. Pero hasta el día de su muerte, atormentado por el recuerdo de las voces, nunca más volvió a sentarse en la oscuridad para escuchar los pecados de otros, aterrado por el poder oscuro que, por un breve y aterrador momento, casi lo había reclamado como propio.
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La esclava embarazada fue arrastrada por el capataz… ¡pero lo que sucedió después fue algo que nadie esperaba!
El sol aún no había nacido cuando los gritos de dolor resonaron por la senzala de la hacienda Santa Clara,…
La esclava estaba limpiando el cuerpo del coronel enfermo… ¡pero lo que él le pidió fue algo que nadie esperaba!
En el aire viciado de 1854, en lo profundo de Río de Janeiro, el olor a alcanfor y sudor rancio…
La esclava embarazada estaba atada al árbol de la plantación… ¡pero lo que dijo entre dolores fue algo que nadie esperaba!
La fina lluvia caía sobre el cañaveral del ingenio Boa Fortuna en una mañana gris de 1858. El olor a…
El coronel ordenó al esclavo que se casara con sus hijas enanas; el esclavo heredó toda la granja…
En el año de 1547, cuando el sol comenzaba a esconderse tras los cañaverales que se extendían hasta donde alcanzaba…
Cuando la esclava dejó embarazada a la marquesa y a sus hijas: El escándalo de 1803
En el corazón de Salvador, el 14 de agosto de 1803, los cimientos de la sociedad colonial brasileña se estremecieron….
Las herederas usaban a los esclavos para su diversión, hasta que el coronel descubrió la verdad e hizo algo impactante.
En el vasto interior del Brasil del siglo XIX, la Hacienda Santa Clara era gobernada por el Coronel Augusto Silva,…
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