El Plan Silencioso de Mamá
Doña Rosa Méndez, a sus 79 años, era de esas mujeres que conservan la calma incluso cuando la vida las empuja. Vivía sola desde que su esposo había fallecido, en la casa que juntos construyeron con esfuerzo y paciencia. Hacía tiempo que pensaba venderla para mudarse cerca de sus hermanas en el sur. Con el dinero, planeaba comprarse un pequeño departamento y entregar el resto a su hijo Andrés y a su esposa Valeria, como una muestra de cariño.
Pero todo cambió cuando Andrés perdió su empleo. “Mamá, no quiero pedirte esto, pero no podemos pagar el alquiler”, le dijo una tarde, avergonzado. Rosa lo miró con ternura y respondió sin dudar: “Hijo, esta casa siempre será tuya también. Quédense aquí el tiempo que necesiten”. Y así, Rosa postergó la venta, sin saber que con esa decisión también estaba abriendo la puerta al dolor.
Valeria llegó sonriente, con palabras dulces y abrazos fingidos. “¡Suegrita, qué alegría poder compartir este tiempo con usted!”, exclamó. Durante los primeros días, todo pareció armonioso, pero pronto la fachada comenzó a desmoronarse. Empezaron los pequeños comentarios, las miradas de desdén y los silencios incómodos.
Una mañana, mientras Rosa servía el desayuno, Valeria dijo con desprecio mal disimulado: “Ay, suegra, todavía usa ese mantel viejo. Está todo manchado. Podríamos comprar uno más moderno, ¿no?”. “Este lo bordé cuando nació Andrés”, respondió Rosa con una sonrisa suave. “Claro, claro, pero ya pasó mucho tiempo de eso”, replicó Valeria, y sin pedir permiso, lo cambió por uno nuevo.
Con el paso de las semanas, Valeria empezó a mover muebles, sacar cuadros y guardar adornos. “Es que quiero que la casa se vea más actual”, decía con voz melosa, pero Rosa sabía lo que realmente estaba pasando. Un día, al ver que su antiguo reloj de pared, el último recuerdo de su esposo, había desaparecido, preguntó: “¿Dónde está el reloj, hija?”. “Lo guardé, suegra. Ya no combina con el estilo. Además, el tic-tac me da dolor de cabeza”, fue la respuesta cortante. Rosa bajó la mirada, no dijo nada, pero su corazón se apretó.
Cuando Andrés no estaba, el desprecio de Valeria se volvía directo. “Suegra, ¿podría no dejar sus cosas por la mesa? Esta ya no es solo su casa”. O: “Por favor, no cocine cuando yo estoy. El olor a guiso se pega en toda la casa”. Rosa aguantaba en silencio, esperando que todo mejorara, pero cada día era peor. Una tarde, mientras barría el patio, Valeria tropezó con el balde de agua. “¡Mire lo que hizo!”, gritó. “¡Ni siquiera puede limpiar bien!”. “Fue un accidente, hija”. “No me diga hija. No lo soy”, espetó Valeria. Rosa se agachó a limpiar el suelo mientras su nuera la miraba desde arriba con fastidio. Esa escena la vio el vecino del frente, quien más tarde se la contaría a Andrés.
Una tarde, Andrés volvió antes del trabajo. Al entrar, escuchó voces desde la cocina. Era Valeria, hablándole a su madre. “¿Sabe, suegra? Creo que ya no necesita esta casa tan grande. Andrés y yo podríamos encargarnos de ella. Usted podría quedarse en una residencia”. “¿Una residencia?”, preguntó Rosa con la voz quebrada. “Claro, así no se preocupa por nada. Además… no se engañe, esta casa no será suya por mucho tiempo”.
En ese momento, Andrés apareció en la puerta. “¿Qué dijiste, Valeria?”, preguntó con el rostro serio. Ella se sobresaltó. “Amor, era solo una charla. Estoy preocupada por tu madre, nada más”. “¿Preocupada o impaciente?”, replicó él. Miró a su madre y en su rostro vio una tristeza contenida que no había visto en años.
Esa noche, Rosa le contó toda la verdad. Le habló de cómo Valeria la había tratado y de cómo había ido borrando sus recuerdos de la casa. Andrés escuchaba en silencio, con los puños cerrados. “Mamá, ¿por qué no me dijiste nada?”. “Porque no quería verte sufrir, hijo”, respondió ella con calma. “Y porque ya tenía un plan”. “¿Un plan?”. “Sí”, dijo ella, sonriendo por primera vez. “Ya tengo comprador para la casa. Voy a mudarme cerca de mis hermanas. Y Valeria no lo sabe, como tampoco sabrá que pensaba darte parte del dinero”.
Días después, Rosa firmó los papeles de la venta en la notaría, acompañada por Andrés. Cuando Valeria lo supo, enloqueció. “Andrés, ¿qué hiciste? ¡Esa casa era nuestra oportunidad!”. “No, Valeria”, dijo él con una firmeza que ella nunca le había escuchado. “Esa casa era de mi madre, y tú solo demostraste que no la merecías. No puedo seguir con alguien que humilla a quien me dio la vida”. Tomó su abrigo y se fue. No hubo gritos, solo el silencio de la derrota de Valeria.
Semanas más tarde, Rosa se instaló en su nuevo y luminoso departamento. Andrés la visitaba cada fin de semana, con el mismo gesto tierno de cuando era niño. Una tarde, encontró una carta sobre la mesa. Decía:
Hijo, la casa ya no existe, pero el hogar sigue donde haya amor. No lamentes lo perdido. Agradece lo que descubriste. Tu madre, Rosa.
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