El Santuario de Porcelana

 

El aullido del viento entre las calles estrechas de Asunción era el único sonido que acompañaba a doña Feliciana aquella tarde lluviosa de otoño. Las gotas de agua golpeaban con insistencia rítmica contra el tejado de su pequeña casa en el barrio San Roque, una vivienda antigua con paredes de adobe que había pertenecido a su familia por generaciones y que ahora parecía respirar con una vida propia y decadente.

El paso del tiempo se evidenciaba en las grietas que decoraban las paredes como venas varicosas y en el crujido constante de la madera del piso, pero para Feliciana esos sonidos eran la sinfonía de su hogar, el refugio que compartía con sus preciadas muñecas. A sus 70 años, doña Feliciana vivía sola ante los ojos del mundo. Su cabello plateado, siempre recogido en un moño perfecto y severo, enmarcaba un rostro donde las arrugas contaban historias de dolor geológico, capas y capas de sufrimiento sedimentado. Vestía invariablemente de negro, como si el luto fuera una segunda piel que había decidido no abandonar jamás.

Los vecinos la veían apenas cuando salía a comprar víveres o a la misa dominical, caminando erguida y con la mirada fija en algún punto del horizonte que solo ella podía ver. Lo que nadie sabía era que doña Feliciana no estaba realmente sola. En el interior de su casa, específicamente en una habitación al final del pasillo donde la luz del sol rara vez se atrevía a entrar, vivían sus hijas.

Docenas de muñecas de porcelana, de trapo y de plástico estaban cuidadosamente dispuestas en estantes, sillas diminutas y una cama infantil. Todas vestidas con retazos del mismo velo blanco amarillento, todas con nombres bordados en sus vestidos con hilo rojo, todas mirando hacia la puerta con ojos de vidrio inexpresivos, como esperando a alguien.

—Elena volverá —murmuraba Feliciana mientras cepillaba el cabello sintético de una de las muñecas más grandes con movimientos mecánicos—. Mi niña regresará y encontrará a sus hermanas esperándola. Tengo que mantenerlas hermosas para cuando ella vuelva.

La historia de doña Feliciana era conocida a medias en el barrio, una leyenda urbana susurrada entre los niños. Quince años atrás, su única hija, Elena, había desaparecido sin dejar rastro. Se dijo que había huido con un novio, que había emigrado al extranjero buscando un futuro mejor o simplemente que se había marchado para escapar de la asfixiante sobreprotección de su madre. Las autoridades investigaron durante un tiempo, pero sin pruebas concretas ni cuerpos, el caso fue archivado, convirtiéndose en uno más de los tantos expedientes de personas desaparecidas en Paraguay que acumulan polvo en los sótanos de la burocracia.

Pero Feliciana nunca dejó de esperar, y mientras esperaba, comenzó a coleccionar muñecas. Todo empezó con una pequeña figura de porcelana que encontró abandonada en la plaza. La recogió como quien recoge a un bebé huérfano, la limpió con una ternura inquietante y le puso el nombre de Elena. Luego vinieron más: regalos de vecinos compasivos, hallazgos en tiendas de segunda mano, donaciones de familias que no sabían qué hacer con los juguetes viejos de sus hijas. Pronto la colección creció tanto que Feliciana decidió dedicarle la habitación que había sido de Elena. La estancia permanecía exactamente igual a como la había dejado su hija el día que desapareció, con la única diferencia de que ahora estaba poblada por una legión de ojos vidriosos y sonrisas pintadas.

Aquella tarde lluviosa, Feliciana se encontraba realizando su ritual diario. Entraba a la habitación con una bandeja de té y galletitas rancias. Servía en tacitas diminutas para sus hijas y les hablaba como si pudieran escucharla.

—Hoy hace frío, mis niñas. El invierno se acerca y debemos estar preparadas. ¿Les gustaría que les tejiera nuevos abrigos? Elena siempre prefería el color azul, así que haremos uno azul para ella.

Mientras hablaba, sus dedos artríticos ajustaban el velo blanco que cubría el cabello de cada muñeca. Ese velo, el mismo que había adornado su propia cabeza el día de su boda y el mismo que Elena debería haber usado en la suya, era una reliquia sagrada. Feliciana lo había cortado en pequeños trozos para que alcanzara para todas sus hijas, uniéndolas en un matrimonio eterno con la casa. A veces, en la quietud de la noche, cuando el silencio se volvía demasiado pesado, Feliciana juraba que podía escucharlas susurrar entre ellas. Pequeñas voces infantiles que cantaban o contaban secretos prohibidos. En esos momentos sonreía y se sentía menos sola.

El sonido del timbre la sacó de su ensimismamiento. Rara vez recibía visitas. Con desgano, dejó la muñeca que sostenía cuidadosamente sobre la cama y se dirigió a la puerta. Al abrirla se encontró con una mujer joven, de unos treinta años, cabello castaño recogido en una coleta práctica y ojos grandes e inquisitivos.

—Buenas tardes. ¿Es usted Feliciana Rojas? —preguntó la desconocida con una sonrisa profesional. —Sí, soy yo —respondió Feliciana con cautela, bloqueando parcialmente la entrada con su cuerpo—. ¿En qué puedo ayudarla? —Mi nombre es Carmen Villalobos. Soy periodista de investigación. Estoy realizando un reportaje sobre personas desaparecidas en Paraguay y me gustaría hablar con usted sobre el caso de su hija Elena.

Feliciana sintió que el mundo se detenía por un instante. El corazón le latió con fuerza, un tamborileo doloroso en su pecho, mientras evaluaba a la mujer frente a ella. —¿Ha encontrado algo? —preguntó finalmente, su voz apenas un susurro quebrado. —No exactamente —respondió Carmen—, pero estoy revisando casos antiguos, buscando patrones, conexiones. Me gustaría hacerle algunas preguntas si no le importa.

Después de un momento de duda, Feliciana se apartó para dejarla entrar. La periodista pasó al pequeño salón, notando de inmediato las fotografías de Elena que decoraban las paredes como altares. Imágenes congeladas en el tiempo de una adolescente sonriente con toda la vida por delante. —Hermosa chica —comentó Carmen. —Era mi todo —respondió Feliciana con sencillez—. Mi única hija, mi razón para vivir.

La entrevista transcurrió con una tensión palpable. Carmen preguntó por el día de la desaparición. Feliciana relató la discusión trivial sobre un vestido, la salida de Elena hacia la casa de una amiga y el silencio posterior. Negó la teoría de la fuga, afirmó la inocencia de su hija y mencionó de pasada a Raúl Mendoza, el vecino que la miraba demasiado.

Fue entonces cuando ocurrió el primer incidente. Un ruido sordo proveniente del pasillo interrumpió la conversación. —¿Hay alguien más en la casa? —preguntó Carmen, alarmada. —Solo mis niñas —respondió Feliciana con una sonrisa que heló la sangre de la periodista—. Mis muñecas. A veces se caen de sus estantes. La casa es vieja.

Carmen pidió usar el baño, necesitando un respiro. Al salir, la curiosidad periodística venció a la prudencia y abrió la puerta de la habitación prohibida. Lo que vio la dejó sin aliento: la multitud de muñecas, la atmósfera opresiva y la foto de Elena rodeada de esos juguetes, como si estuviera atrapada en un ejército de plástico. Feliciana la descubrió allí y, lejos de enfadarse, comenzó a presentarle a las muñecas, culminando con la “Gran Elena”, una muñeca de porcelana fina que ocupaba la cama principal.

Carmen salió de la casa esa tarde con una sensación de inquietud pegada a la piel. Al revisar la grabación de la entrevista en su apartamento, descubrió los susurros. En los silencios de la cinta, voces bajas e ininteligibles parecían debatir debajo del ruido estático. No era el viento; sonaba humano, demasiado humano.

Impulsada por el hallazgo, Carmen profundizó en la investigación. Localizó a Mariana Jiménez, la mejor amiga de Elena. Mariana reveló que Elena tenía pesadillas donde las muñecas le hablaban y que había descubierto “papeles” en el ático que sugerían que su madre no era quien decía ser. Luego, Carmen encontró a Raúl Mendoza. El antiguo vecino, ahora un hombre temeroso, confesó haber visto a Elena subir a un taxi con una maleta el día de su desaparición.

—Ella quería huir —dijo Raúl—. La vi irse. No dije nada para proteger su escape.

Armada con estas contradicciones, Carmen decidió volver a la casa de San Roque. La lluvia había regresado con fuerza torrencial. Encontró la puerta entreabierta y entró, guiada por una intuición funesta. Al llegar a la habitación de las muñecas, encontró a Feliciana meciendo a la gran muñeca de porcelana, tarareando una canción de cuna desafinada.

—Has vuelto —dijo Feliciana, sus ojos brillando con locura—. Ellas dijeron que volverías.

Carmen, tragando el miedo, confrontó a la anciana con la verdad de Raúl. —Hablé con Raúl Mendoza. Él vio a Elena subir a un taxi. Ella intentó irse, Feliciana. Ella quería escapar.

Feliciana se detuvo. La habitación quedó en un silencio sepulcral, solo roto por el repiqueteo de la lluvia. Lentamente, la anciana se levantó, dejando a la muñeca “Elena” en la silla.

—Raúl es un tonto —dijo Feliciana con una voz que ya no sonaba a anciana, sino a algo duro y metálico—. Él vio lo que yo quería que viera. —¿A qué se refiere? —Carmen retrocedió un paso hacia la puerta, pero esta se cerró de golpe, empujada por una corriente de aire… o por algo más.

Feliciana avanzó hacia ella. —Elena nunca se subió a ese taxi, Carmen. El taxi vino, sí. Pero mi niña estaba dormida. Muy profundamente dormida. Tuve que protegerla. Ella había encontrado los papeles de adopción. Iba a dejarme. Iba a buscar a una familia que no la merecía. Yo la salvé.

Carmen sintió un vórtice de horror en el estómago. —¿Dónde está Elena? —preguntó, aunque una parte de ella ya intuía la terrible respuesta.

Feliciana sonrió, una mueca grotesca que estiró sus arrugas. Señaló el suelo bajo sus pies, donde la madera crujía más fuerte. —Ella nunca se fue. Ella es los cimientos de esta casa. Pero necesitaba compañía. Por eso traje a las otras.

—¿Las otras? —balbuceó Carmen. —Las muñecas son solo recipientes, querida —susurró Feliciana, acercándose con una agilidad sorprendente para su edad. Sacó de entre los pliegues de su vestido negro unas tijeras de costura, largas y oxidadas—. Ellas necesitan ojos nuevos para ver. Elena necesita hermanas que se queden para siempre.

Carmen entendió entonces que los susurros en la grabación no eran fantasmas, sino la acústica de la locura, o tal vez, los ecos de otras “visitas” que nunca salieron. Intentó abrir la puerta, pero el pomo estaba atascado. Feliciana se abalanzó sobre ella.

La lucha fue breve y desesperada. Carmen, más joven y fuerte, logró empujar a la anciana. Feliciana tropezó y cayó contra el estante principal. El impacto hizo que la gran muñeca de porcelana, la “Elena” primordial, cayera al suelo.

El sonido de la porcelana rompiéndose fue ensordecedor, como un disparo. Pero lo que emergió de los fragmentos rotos no fue el vacío de una muñeca. Del interior del torso de porcelana rodó un objeto pequeño y seco, envuelto en plástico y tela vieja: un cuaderno diario y un mechón de cabello humano largo y negro, atado con una cinta azul.

Feliciana soltó un alarido desgarrador, no de dolor físico, sino de una fractura en su alma. Se arrastró hacia los restos de la muñeca, ignorando a Carmen, tratando de juntar los pedazos de porcelana como si estuviera tratando de rearmar a su hija.

—¡No! ¡La has roto! ¡Se va a escapar, se va a escapar! —gritaba Feliciana, golpeando el suelo con los puños ensangrentados por los fragmentos cortantes.

Carmen aprovechó la distracción para forzar la puerta. La madera cedió y ella corrió por el pasillo, sintiendo que las docenas de ojos de las otras muñecas se clavaban en su espalda. Salió a la lluvia, respirando el aire frío, y no se detuvo hasta llegar a su coche, donde marcó el número de la policía con manos temblorosas.

Cuando las autoridades llegaron, la casa estaba en silencio. Encontraron a Feliciana en la habitación de las muñecas, sentada en el suelo, inmóvil, abrazando el diario de Elena contra su pecho. No opuso resistencia. Su mente se había roto completamente; solo repetía una y otra vez: “Hay que coser el velo, hay que coser el velo”.

La investigación forense reveló la verdad completa y atroz. Debajo de las tablas del piso de esa habitación, encontraron los restos óseos de Elena Rojas, enterrados en una caja de madera forrada con satén de novia. El diario hallado dentro de la muñeca confirmaba que Elena había descubierto que había sido robada de un hospital al nacer y que Feliciana, en un acto de posesión absoluta, la había envenenado la noche antes de su huida planeada. Raúl había visto al taxista irse vacío, confundiendo la espera con la partida en la oscuridad de su propia cobardía.

Feliciana fue internada en una institución psiquiátrica de máxima seguridad. Carmen escribió el reportaje, el más importante de su carrera, titulado “La Casa de las Muñecas de San Roque”. Ganó premios y reconocimiento, pero nunca volvió a ser la misma.

A veces, en las noches de tormenta, Carmen se despierta sudando en su apartamento. Jura que todavía puede escuchar los susurros. No provienen de sus recuerdos, sino de la vieja muñeca de porcelana que compró en una tienda de antigüedades años después, en un intento de superar su trauma. La muñeca la mira desde la estantería, y en sus ojos de vidrio, Carmen cree ver un destello de gratitud, o tal vez, una súplica silenciosa para que alguien más venga a jugar.

Porque en el barrio San Roque, la casa fue demolida, pero dicen los vecinos que, entre los escombros, a veces aparecen pequeños trozos de velo blanco, moviéndose con el viento como si buscaran algo a lo que aferrarse para siempre.