“¡Señor, por favor, no beba más de esta agua!”, gritó Eulália, derribando el vaso de las manos temblorosas del duque Breno. “Algo muy malo está sucediendo en este castillo”.

Francia, otoño de 1847. Las hojas doradas danzaban melancólicamente por los jardines del imponente castillo de Monclair, residencia ancestral de la familia Bomon. Pero entre las torres de piedra gris y los vitrales que filtraban la luz otoñal, ecoaban susurros preocupantes.

El señor de la casa, el duque Breno de Bomon, de apenas 32 años, había perdido completamente la razón.

Los criados caminaban por las galerías con pasos cautelosos, evitando la mirada perdida del joven noble que antes comandaba sus tierras con firmeza y justicia. Breno, conocido por su inteligencia aguda y generosidad, ahora vagaba por los pasillos como un alma en pena, hablando solo, tropezando con sus propias sombras y teniendo visiones que hacían temblar a los más valientes.

La transformación había comenzado meses después de su matrimonio con la bella condesa Isadora de Blunchf, una mujer de 28 años, dueña de una belleza fría como el mármol y ambiciones ardientes como brasas. El matrimonio arreglado parecía una unión perfecta; él, un duque joven y honrado; ella, una viuda rica y refinada que salvaría las finanzas de la familia Bomon.

Sin embargo, poco después de las nupcias, Breno comenzó a presentar lapsos de memoria, episodios de confusión mental y delirios que lo hacían gritar en la madrugada. Los médicos no encontraban explicación. Mientras Breno se marchitaba en su propia mente, Isadora asumía gradualmente el control, lamentando con lágrimas falsas el estado de su “querido esposo”.

Pero entre todos los habitantes del castillo, solo una persona observaba la situación con ojos diferentes: Eulália, una esclava de 24 años.

Eulália poseía una inteligencia excepcional, oculta tras su condición social. Había aprendido a leer y escribir en secreto y tenía un conocimiento impresionante sobre hierbas medicinales, gracias a las enseñanzas de su abuela. Trabajaba en la cocina y en los aposentos del duque, siempre discreta. A diferencia de los otros, ella sentía una compasión genuina por Breno, quien siempre había tratado a los esclavos con una humanidad rara.

Eulália comenzó a notar patrones. Las crisis de Breno siempre se intensificaban después de beber el “agua especial” que Isadora insistía en preparar personalmente para él, alegando que eran hierbas calmantes. Pero Eulália conocía las hierbas, y sabía que las plantas calmantes no causaban pupilas dilatadas, temblores y sudoración fría. Esos eran síntomas de veneno.

Una tarde, Eulália logró recoger una pequeña muestra de esa agua, justo antes de ser sorprendida por Benedita, la criada personal de Isadora, una mujer de lealtad ciega. Aunque Eulália logró disimular, la sospecha se instaló.

Esa noche, en su jardín secreto, Eulália vertió unas gotas del líquido en una hoja de siempreviva. En cuestión de minutos, la hoja comenzó a amarillear y marchitarse. Sus peores temores estaban confirmados.

Eulália comenzó un arriesgado plan. Empezó a crear pequeñas distracciones para interceptar el agua envenenada: tropezaba “accidentalmente” derramando el vaso, o alegaba haber visto una mosca en él. Cada sabotaje era un riesgo mortal, pero gradualmente, Breno comenzó a mostrar sutiles signos de mejora.

Un día, en la biblioteca, Breno la detuvo. Su voz era débil, pero clara. “Espere”, dijo. “Usted es Eulália, ¿verdad? Míreme”. Cuando ella levantó los ojos, él continuó: “No sé exactamente qué ha hecho, pero tengo la impresión de que le debo mi creciente cordura a sus cuidados”. En ese momento, Breno reconoció en ella no a una esclava, sino a una mujer de coraje, y ella vio en él a un hombre íntegro luchando por liberarse.

Su conversación fue interrumpida por Isadora. Al ver la claridad en los ojos de Breno, su rostro se endureció. “Eulália”, ordenó con voz cortante. “Prepare inmediatamente el agua especial de mi marido. Claramente necesita una dosis más fuerte hoy”.

En la cocina, Benedita supervisó la preparación, añadiendo una cantidad alarmante del veneno. Eulália llevó el vaso, con el corazón en la garganta. Sabía que esa dosis podría ser permanente.

Cuando Isadora le ordenó a Breno que bebiera, Eulália tomó una decisión. Con un movimiento aparentemente torpe, tropezó, haciendo que el vaso volara de sus manos y se estrellara contra el suelo. “¡Incompetente!”, gritó Isadora, lívida de rabia. Pero Breno se levantó. “No fue culpa de ella, Isadora. El vaso resbaló porque mis manos aún tiemblan”.

La atmósfera en el castillo se volvió sofocante. Isadora, sospechando la alianza, redobló la vigilancia. Entonces, trajo al Dr. Montag, un médico conocido por sus métodos controversos. Eulália escuchó a escondidas cómo Isadora usaba la “mejora” de Breno como pretexto para un tratamiento más drástico. “Recomiendo la internación inmediata en mi clínica privada”, dijo el Dr. Montag.

Días después, en la víspera de la partida de Breno, Eulália escuchó la verdad completa. “Necesito tener certeza de que no volverá”, dijo Isadora al médico. “El procedimiento que tengo en mente”, respondió él, “garantizará que su marido permanezca en estado vegetativo permanente. Oficialmente será una complicación de su disturbio”. Isadora estaba planeando un asesinato disfrazado.

Esa noche, Eulália corrió a los aposentos de Breno. Él estaba de nuevo confundido por las altas dosis. “Beba esto”, le suplicó, dándole un pequeño frasco. “Es un antídoto. Su esposa lo está envenenando. Mañana planea llevarlo a una clínica donde un médico corrupto acabará con su vida”. Breno bebió. En minutos, la niebla se disipó de sus ojos. El horror y la furia lo invadieron. “Entonces”, dijo él, poniéndose en pie, “acabemos con esto”.

En ese momento, la puerta se abrió violentamente. Eran Benedita y dos guardias del Dr. Montag. “La duquesa sospechaba que tramaban algo”, dijo Benedita con una sonrisa cruel. “Legalmente, el señor duque ya no tiene autoridad”. “Aquí estoy, querido”, dijo Isadora, apareciendo en la puerta, vestida de luto anticipado. A su lado estaba el Dr. Montag.

Viendo que su plan estaba descubierto, Isadora abandonó su máscara. “¿Realmente creíste que me casaría contigo por amor? Necesitaba tu título, tus tierras. Tú eras solo un obstáculo”. “Y mi único error”, respondió Breno, “fue subestimar el coraje de alguien que considerabas inferior”. Miró a Eulália. “Esta mujer ha mostrado más honor que todos los nobles que conozco”.

“¡Llévenselos!”, ordenó el Dr. Montag a los guardias. Pero en ese instante, los otros criados del castillo, alertados por los gritos, comenzaron a llenar el pasillo. João, el viejo jardinero, habló primero: “Señor Duque, sabemos que usted siempre fue bueno. Si hay una injusticia, no nos callaremos”.

“¿Creen que un grupo de criados puede oponerse a documentos legales?”, se burló el Dr. Montag. “Tal vez no”, dijo una nueva voz. “Pero yo sí”. En la puerta estaba el magistrado Henri de Buáis, acompañado por dos oficiales. “Recibí un mensaje anónimo muy interesante hoy”, continuó el magistrado, “sobre irregularidades en los documentos de incapacidad del duque. Dr. Montag, está bajo arresto por fraude y conspiración”.

El médico, al ser apresado, traicionó a Isadora inmediatamente. “¡Ella me pagó para falsificar el diagnóstico! ¡Tengo documentos!”

Isadora, viendo su mundo derrumbarse, hizo un último intento desesperado. Sacó una pequeña daga de entre sus ropas y se abalanzó contra Eulália. “¡Si no puedo tener lo que quiero, al menos me vengaré de quien destruyó mis planes!”, gritó.

Pero Breno fue más rápido.

Con la agilidad que el veneno le había robado, se interpuso entre ambas. La hoja de la daga rasgó profundamente su antebrazo, pero él protegió a Eulália, desviando el golpe mortal.

Los oficiales del magistrado reaccionaron al instante, sujetando a Isadora. Ella luchó, gritando maldiciones, su máscara de refinamiento desaparecida para siempre. “Llévensela”, ordenó el magistrado, mientras Breno se apretaba la herida, sus ojos fijos solo en Eulália, asegurándose de que estuviera a salvo.

Isadora de Blunchf fue juzgada por intento de asesinato y envenenamiento. Despojada de su título y fortuna, fue condenada a pasar el resto de sus días en prisión.

En el castillo de Monclair, la vida comenzó a sanar. Lo primero que hizo el duque Breno, una vez recuperado de su brazo y de los últimos vestigios del veneno, fue firmar los papeles de manumisión de Eulália. Ya no era una esclava, sino una mujer libre. Y también era la mujer que había salvado su vida y su alma.

Ignorando por completo las convenciones sociales y los susurros de la alta sociedad, Breno le propuso matrimonio. Vio en ella no solo a su salvadora, sino a la mujer más inteligente, valiente y honorable que jamás había conocido.

Se casaron en la primavera siguiente, en los jardines del castillo. Las hojas doradas del otoño habían dado paso a las flores de una nueva vida. Juntos, el duque Breno y la duquesa Eulália de Bomon gobernaron sus tierras con la justicia y la compasión que ambos compartían, convirtiendo el castillo de Monclair de una prisión de engaños en un verdadero hogar.