Cada domingo por la mañana, en el probador knobero tres de la zapatería “Pisadas Reales”, se sentaba doña Marta, siempre con sus medias de encaje, el moño apretado y un cuaderno gastado entre las manos. Los dependientes solían acercarse a ella con la misma pregunta: si buscaba algo especial. Y ella, con una sonrisa serena, respondía que sí, que buscaba zapatos que no la llevaran muy lejos, pero que le recordaran quién había sido. Jamás compraba nada. Se probaba tacones, sandalias, botines o bailarinas, caminaba tres pasos frente al espejo, se miraba de reojo, anotaba algo en su cuaderno y volvía a sentarse. Cuando alguien, intrigado, le preguntaba si estaba registrando cómo le quedaban los zapatos, ella contestaba que en realidad anotaba a quién le recordaban. Esa costumbre fue creando un misterio en la tienda, hasta el punto de que los empleados empezaron a llamarla, en voz baja, “la señora de los pasos perdidos”.

Un dia, la rutina se rompió. Una empleada nueva, Clara, de veintiocho años, algo impaciente y con los auriculares colgando del cuello, decidió enfrentar su curiosidad. Con franqueza, le dijo a la anciana que quizá ya estaba un poco mayor para jugar a disfrazarse. Marta no se molestó; la miró con ternura y le devolvió la pregunta: “¿Sabes lo que hacía antes de tener esta edad?”. Clara, sorprendida, respondió que no, y entonces Marta reveló que había bailado en teatros de París, Buenos Aires y Madrid. Nunca fue protagonista, siempre en la fila cero, pero con los pies encendidos. Ahora, confesó con un suspiro suave, caminaba despacio para no olvidar lo rapido que había sido. Clara se quedó sin palabra

El domingo siguiente, sin que nadie se lo pidiera, fue Clara quien se acercon un par de zapatos de punta redonda, como los de ballet. Marta los tomó y los declaró perfectos, como si los hubiera estado esperando toda la vida. A partir de entonces, las dos comenzaron a compartir aquel ritual dominical. Entre risas, confesiones pequeñas y silencios prolongados, se fue tejiendo una complicidad

Hasta que un domingo Marta no apareció. Tampoco al siguiente. Clara preguntó a sus compañeros, buscó en internet, intentó averiguar algo con el único dato que tenía: su nombre. Nada. La incertidumbre la inquietaba cada vez mas. Fue en la tercera semana de ausencia cuando llegó un sobre a la zapatería, sin remitente. Dentro había un par de zapatos de cha

“Querida Clara:
Gracia
Ahora q
Estos
No los guard
Baila aun
Baila a
Medicine
Diles
Co
M.”

Clara sostuvo aquellos zapatos como si fueran frágiles reliquias, como si en ellos estuviera guardada una memoria entera. Esa misma noche, al llegar a casa, se los puso. No eran fáciles de llevar y sus pasos resultaban torpes, pero se descubrió bailando sobre el parqué, sola, sin música, con algo distinto ardiendo en e

Desde aquel día, cada vez que alguien entraba a la zapatería preguntando por calzado especial, Clara respondía con una sonrisa nueva: “¿Lo quiere para caminar… o para recordar quién es?”. Porque había aprendido que algunos zapatos no se desgastan con el tiempo, ya que