Mamá, tengo hambre. La voz de Mateo resonó en el restaurante McDonald’s de

la Rambla de Barcelona y cada cabeza giró hacia aquella mujer demacrada que

apretaba un billete de 20 € arrugado entre sus dedos temblorosos. Era

Nochebuena. Las 21:47 horas y Carmen Rodríguez acababa de contar por séptima

vez ese dinero que representaba todo lo que le quedaba en el mundo. El empleado

del mostrador la miraba con impaciencia. Detrás de ella, una fila de turistas

bufaba molesta por la espera. Sus gemelos de 7 años, Mateo y Lucas,

tiraban de su abrigo raído, mientras el más pequeño empezaba a llorar. No de

berrinche, de ese llanto silencioso y desgarrador que solo produce el hambre

real. Señora, ¿va a pedir o no? La voz

del cajero cortó el aire como un cuchillo. Carmen tragó saliva. Dos menús

infantiles, 18,50timos. Le quedarían exactamente 1,50 para los

próximos 3 días, 3 días hasta que cobrara esos miserables 300 € de la

ayuda social que apenas alcanzaba para el alquiler de aquella habitación infecta en el Rabal. Dos. Dos Happy

Meals, por favor”, susurró sintiendo como las lágrimas amenazaban con

traicionarla frente a toda esa gente que la juzgaba con la mirada. Pero lo que

Carmen no sabía era que en una mesa del rincón, un matrimonio de ancianos había

dejado de comer. Margarita Castel, de 74 años, había apretado la mano de su

esposo Jordi con tanta fuerza que el hombre soltó su hamburguesa.

“¿Has visto eso?”, murmuró ella con los ojos húmedos. Jordi asintió en silencio. 52 años de

matrimonio les habían enseñado a comunicarse sin palabras y ambos

acababan de ver lo mismo, el reflejo fantasmal de su propia historia en

aquella mujer y sus hijos. Carmen recogió la bandeja con manos temblorosas

y buscó la mesa más alejada, la más escondida, como si la vergüenza pudiera

ocultarse entre las sombras. Los niños se abalanzaron sobre las patatas fritas con una desesperación que

partía el alma. Ella no pidió nada para sí, nunca lo hacía. Dividiría las obras

cuando ellos terminaran. Lucas, mastica bien”, susurró

acariciando el cabello despeinado de su hijo. El niño tenía los zapatos rotos,

el mismo par desde hacía 8 meses. Mateo llevaba un suéter, dos tallas más

grande, heredado de algún contenedor de ropa usada de cáritas. Habían pasado 11

meses desde que el padre de los niños las abandonara. 11 meses desde que

Carmen perdiera su trabajo como limpiadora cuando la empresa quebró 11

meses cayendo por un precipicio sin fondo, donde cada día era una batalla

entre comer o pagar el techo que los cubría. “Mamá, ¿tú no comes?”, preguntó

Mateo con esos ojos oscuros demasiado sabios para su edad. “Ya comí antes,

cariño. Esto es vuestro.” La mentira le supo amarga en la lengua.

Fue entonces cuando una sombra se proyectó sobre su mesa. Carmen levantó

la vista y encontró a aquella pareja de ancianos de pie junto a ellos. La mujer

sostenía una bandeja llena de comida. El hombre tenía los ojos enrojecidos.

Disculpe, señora,”, dijo Margarita con voz temblorosa. “Hemos pedido de más y

bueno, odiamos desperdiciar comida. ¿Les importaría?” Carmen se quedó paralizada. El orgullo y

la desesperación libraron una guerra silenciosa en su interior durante 3 segundos eternos. Los niños miraban

aquella bandeja con Big Macs, nuggets y patatas como si fuera un tesoro enviado

del cielo. No puedo aceptar, empezó Carmen, pero su voz se quebró. Por

favor, interrumpió Jordi, y había algo en su tono que no admitía rechazo. Sería

un favor para nosotros, de verdad. Margarita ya había colocado la bandeja

en la mesa y había tomado asiento sin esperar permiso. Su esposo hizo lo

mismo. Carmen parpadeó confundida, incapaz de procesar lo que estaba

sucediendo. Me llamo Margarita y este es mi marido, Jordi. Y vosotros, pequeños, ¿cómo os

llamáis? Los niños miraron a su madre buscando permiso. Carmen asintió

débilmente. Todavía en shock. Mateo, dijo uno. Lucas, agregó el otro con la

boca llena de patatas. Hermosos nombres, sonró Margarita. Luego

miró directamente a Carmen. ¿Y usted Carmen? Apenas un susurro. Margarita

extendió su mano sobre la mesa, no para estrecharla, sino para tomarla con ambas

manos en un gesto de calidez maternal que destruyó todas las defensas de

Carmen. Carmen querida, ¿hace cuánto que no comes algo caliente? Y ahí, en ese

McDonald’s de la Rambla de Barcelona, en plena Nochebuena, mientras villancicos

sonaban de fondo y familias felices celebraban alrededor, Carmen Rodríguez

se derrumbó. Las lágrimas que había contenido durante 11 meses de infierno

brotaron sin control. Dos días, confesó entre sollozos, los niños, ellos son lo

primero siempre. Jordi tuvo que apartar la mirada. Las propias lágrimas del anciano

comenzaban a caer. “Come, por favor”, rogó Margarita, empujando suavemente la

hamburguesa hacia Carmen. “Y luego, cuando termines, vas a contarnos tu

historia toda, porque esta noche, querida mía, no estás sola.” Carmen

mordió aquella hamburguesa y el sabor le pareció lo más delicioso que había probado en su vida.

No por la comida en sí, sino porque por primera vez en casi un año, alguien la

miraba como un ser humano, no como un estorbo, no como una estadística, como