Capítulo I: El último adiós en Escobedo

 

La historia comenzó a tejerse en el bullicioso Soriana, sucursal Escobedo, en 1995. Mi madre, Elena, trabajaba allí como administrativa y estaba a días de comenzar su licencia por maternidad. Su vientre abultado era un motivo de alegría y la promesa de una nueva vida.

Entre sus compañeros, destacaba Carlos, un joven de apenas 18 años, lleno de ambición y energía. Carlos había empezado en el departamento de limpieza, pero su dedicación y esfuerzo lo habían llevado pronto al equipo de Mantenimiento. Doblaba turnos y cubría ambos roles porque tenía un gran motor: pensaba casarse y su novia esperaba un bebé. Su vida era una carrera contra el tiempo y el sacrificio para construir un futuro digno.

El último día de trabajo de mi madre antes de su incapacidad fue particularmente emotivo. Mientras bajaba las escaleras rumbo a casa, se encontró con Carlos. Él, con su uniforme impecable y una sonrisa genuina, se despidió efusivamente. Tocó la panza de mi madre con respeto y le deseó lo mejor: “Todo saldrá bien con la nena. Yo también voy a ser papá”, le contó con orgullo, invitándola a su próxima boda. Se desearon suerte, sellando su amistad con el optimismo de dos personas a punto de abrazar la paternidad.

Ya en casa, disfrutando del merecido descanso, mi madre encendió el televisor. Las noticias locales cubrían un suceso trágico: un incendio en la panadería de Soriana Escobedo, provocado por una fuga de gas. El reporte mencionaba un fallecido. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

Asustada, llamó de inmediato a sus antiguos compañeros. Tras varios intentos, logró confirmar el peor de sus temores: Carlitos, el chico de Mantenimiento, había perdido la vida.

Capítulo II: Una orden fatal

 

Los compañeros contaron a mi madre los detalles, voz en cuello, sobrecogidos por la tragedia. Al declararse el incendio en la panadería, la radio solicitó al personal de Mantenimiento. El jefe de área, en medio del pánico, ordenó a Carlos que revisara la zona.

Carlos respondió por radio, su voz sonando tensa: la flama estaba alta y era extremadamente peligroso entrar. A pesar de su advertencia, recibió la instrucción imperativa de hacerlo. Al cruzar el umbral, un tanque de gas explotó. La fuerza de la deflagración fue tal que murió calcinado al instante.

Se rumoreaba que la radio, la herramienta que debía mantener la seguridad, pudo haber influido en su destino, obligándolo a obedecer. Otros lo dudaban, pero todos coincidían en que era un muchacho trabajador, lleno de vida, con una boda inminente y un hijo por nacer. Mi madre, con el vientre temblando, solo atinó a pensar: “Dios lo tenga en su gloria. No pudo descansar ni un día.”

El entierro fue breve y triste. La novia de Carlos, deshecha, no entendía por qué la vida le había arrebatado a su prometido de forma tan cruel. El ambiente en Soriana, que antes era de actividad constante, se volvió pesado y silencioso.

 

Capítulo III: El primer adiós

 

Las apariciones comenzaron a manifestarse poco después, llenando los pasillos y bodegas con un terror sutil y persistente. El espíritu de Carlos, decían, no descansaba. La primera víctima del pánico fue precisamente el exjefe de Limpieza, que había sido su primer supervisor.

Una noche, mientras revisaba el inventario en la bodega de químicos, su radio portátil emitió un susurro claro: “Señor, aquí estoy.” El jefe, aterrado, creyó que era una broma de mal gusto, pero luego una figura con el uniforme de Mantenimiento se le apareció brevemente entre las estanterías, solo para desvanecerse. A la mañana siguiente, el jefe presentó su renuncia, sin dar mayores explicaciones, aunque sus ojos decían más que mil palabras.

La leyenda creció. Varios empleados que cenaban juntos durante el turno de noche en la cafetería, contaron la historia más escalofriante. Mientras comían, un joven de Mantenimiento, amable y con el uniforme un poco sucio, se acercó a pedir un taco. Les advirtió sobre ciertos riesgos en la bodega, específicamente unas cajas mal apiladas.

Al describirlo después, los compañeros de la mesa se quedaron helados. “Ese que dices es Carlitos. El único de Mantenimiento en turno es un señor mayor que está en la sección de cajas.” El joven que les había hablado no existía, al menos, no en este plano.

En el área de Salchichonería, una señora reportó una fuga de agua cerca del mostrador y juró que “el joven de Mantenimiento” ya la había advertido: “Está peligrosa, no te vayas a caer, déjame reportarla.” Mi madre, que había vuelto a la tienda con su bebé ya nacido para visitar a sus amigos, llamó al técnico de Mantenimiento en turno. Cuando llegó el técnico, la señora dijo: “No, no era él, era un muchacho,” y lo describió exactamente como a Carlos. Su descripción era inequívoca: el mismo joven, la misma sonrisa, la misma preocupación por la seguridad.

El personal, profundamente religioso, comenzó a organizar misas. Llevaron a un sacerdote a bendecir el área del accidente y subieron a rezar al sitio exacto donde murió, con la esperanza de que su alma encontrara paz.

 

Capítulo IV: El vigilante incansable

 

A pesar de las misas y las oraciones, las apariciones de Carlos continuaron. Su espíritu no buscaba asustar, sino prevenir peligros. Se convirtió en el vigilante eterno de Soriana Escobedo.

Mi madre nunca lo vio de frente, pero cada vez que entraba a la bodega, sentía una presencia inconfundible, una respiración muy cerca, y los escalofríos le recorrían el cuerpo. Sabía que él estaba ahí, cumpliendo su deber, el mismo que lo había llevado a la muerte.

La última historia que circuló, y la más aterradora, fue la de una demostradora de productos que salió corriendo de la bodega, sin aliento y llorando, hasta desmayarse en el pasillo central. Al volver en sí, solo pudo relatar una imagen espantosa: había visto a un joven con uniforme de Mantenimiento, en llamas, levitando (sin que se le vieran los pies) y pidiéndole auxilio.

Para la demostradora, fue demasiado. Fue su último día de trabajo, y nunca más volvió. Mi madre, al poco tiempo, acabó dejando la empresa. El ambiente se había vuelto insostenible, marcado por la tristeza y el miedo.

Mi madre siempre creyó que el espíritu de Carlos nunca pudo descansar del todo. Una muerte tan rápida y trágica no le dio tiempo de comprender que ya no pertenecía a este mundo. Su mente se quedó atascada en la última orden, en la última tarea. El amor por su futura familia y su sentido del deber lo mantienen atado a esos pasillos y bodegas.

Epílogo: La oración silenciosa

Tal vez, incluso ahora, siga rondando pasillos y bodegas, trabajando a su manera y advirtiendo a otros para que no les ocurra lo que a él.

En Soriana Escobedo, la historia de Carlos se convirtió en parte del folclore laboral. Cuando alguien cuenta que una voz anónima por el radio previene un riesgo de incendio, una fuga de gas o una caja mal apilada, más de uno baja la mirada y hace una oración en silencio. Es un tributo al joven que murió por un sentido del deber, y que sigue trabajando a pesar de todo, demostrando que algunas promesas, y algunas tragedias, son más fuertes que la muerte.