Las Aguas del Guadalquivir
Parte I: La Última Noche
La luz de neón roja del club Amanecer parpadeaba con una cadencia hipnótica e irritante sobre el asfalto mojado de la calle Velázquez, en el corazón de una Sevilla que dormía bajo la lluvia. Era el 3 de marzo de 1995, una noche de viernes donde la humedad calaba hasta los huesos. Dentro del local, el mundo era distinto: la música electrónica golpeaba las paredes acolchadas y el humo de los cigarrillos creaba una neblina artificial, densa y cargada de secretos.
Marina Soler, una mujer de veintiocho años cuya belleza escondía una fatiga crónica, se ajustó la correa del bolso sobre el hombro. Se miró una última vez en el espejo detrás de la barra: cabello negro cayendo como una cascada oscura, ojos expresivos delineados con precisión y una sonrisa ensayada que usaba como armadura.
—Ya me voy, cariño —dijo, dirigiéndose a Carla, la bartender. Carla, que secaba un vaso con un trapo grisáceo, frunció el ceño, preocupada. —Marina, son casi las tres de la mañana. ¿Estás segura de que es seguro? —preguntó, bajando la voz—. Ese tipo con el que vas a encontrarte… ¿realmente lo conoces? —Es un cliente habitual, Carla. Paga bien y nunca me ha dado problemas. Es educado, tranquilo —respondió Marina, tratando de convencerse más a sí misma que a su amiga. —Solo ten cuidado, ¿sí? Y llámame cuando llegues a casa. Tengo un mal presentimiento hoy. Marina soltó una risa ligera, restándole importancia. —Te preocupas demasiado. Estaré bien.
Salió por la puerta lateral, dejando atrás el calor viciado del club. El aire frío de la noche la golpeó en la cara. Sus tacones repiqueteaban sobre la acera mojada, un sonido solitario en una calle casi desierta, salvo por un par de borrachos y un taxi lejano. Caminó dos cuadras hasta la calle San Fernando. Allí, bajo la tenue luz de una farola, esperaba un Mercedes negro, impecable, brillando como una bestia al acecho.
Marina golpeó suavemente la ventanilla. El cristal descendió con un zumbido eléctrico, revelando a Javier. Era un hombre de mediana edad, con gafas de montura fina y cabello grisáceo, emanando esa aura de respetabilidad burguesa que tanto engañaba. —Buenas noches, Javier —dijo ella, abriendo la puerta. —Marina, puntual como siempre. Javier sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos. Había una tensión en su mandíbula, una rigidez en sus hombros que Marina, experta en leer el lenguaje corporal de los hombres, no detectó de inmediato debido al frío.
—¿A dónde vamos hoy? —preguntó ella, acomodando su bolso entre los pies—. ¿Tu apartamento o el hotel de siempre? —Pensé en algo diferente esta noche.

Javier arrancó el coche. El motor ronroneó suavemente. Marina observó cómo las calles familiares del centro quedaban atrás. Sin embargo, Javier no giró hacia la zona hotelera. En su lugar, tomó la avenida que conducía hacia las afueras, hacia la oscuridad de la periferia. —Javier, ¿a dónde vamos? —preguntó, sintiendo el primer pinchazo de alarma en el estómago. —Es una sorpresa. Confía en mí.
Pero la confianza se desmoronaba con cada kilómetro. Ocho años trabajando en la noche habían dotado a Marina de instintos de supervivencia afilados, y ahora esos instintos gritaban en su cabeza. El coche salió de Sevilla, tomando la carretera antigua hacia el río Guadalquivir. Discretamente, Marina metió la mano en su bolso, buscando su teléfono móvil, un Nokia pesado que llevaba para emergencias. Miró la pequeña pantalla verde: “Sin señal”. —Javier, paremos. Ya hemos ido muy lejos. La actitud del hombre cambió instantáneamente. La fachada de caballero se disolvió. —Tarde, Marina.
Ella intentó abrir la puerta. Trancada. El pánico le subió por la garganta como bilis. —¡Abre la puerta ahora! Javier aceleró, su voz ahora fría y cortante: —No deberías haber visto lo que viste la semana pasada, Marina. Te avisé. Te dije que no curiosearas mis papeles cuando fui al baño. Eran confidenciales.
La memoria golpeó a Marina. La semana anterior, en el apartamento de Javier, había visto por accidente unos documentos sobre el escritorio: listas de nombres, fotos de mujeres —algunas conocidas del ambiente nocturno— y cifras astronómicas. —¡No vi nada! ¡Ni siquiera presté atención! —gritó ella. —Mentirosa.
Javier giró bruscamente hacia un camino de tierra. Las ruedas del Mercedes crujieron sobre la grava hasta detenerse en un claro aislado, a orillas del río. La luna llena se reflejaba en el agua negra del Guadalquivir, creando un espejo siniestro. Marina intentó gritar, pero Javier fue más rápido. Se abalanzó sobre ella con una agilidad sorprendente, presionando un paño húmedo contra su rostro. El olor dulzón y químico del cloroformo inundó sus sentidos. Luchó, arañó el cuero de los asientos, pataleó, pero sus fuerzas se desvanecieron en segundos. —Pasará rápido —fue lo último que oyó antes de caer en el abismo.
Cuando despertó, el frío era insoportable. Estaba empapada, atada de pies y manos, tumbada en el fondo de una barca pequeña que se mecía suavemente. —Ah, has despertado. Bien. La voz de Javier venía desde la proa. Estaba fumando, la brasa del cigarrillo era el único punto rojo en la oscuridad. —Quería que estuvieras consciente para esto. —Por favor… —suplicó Marina, con la voz rota—. Tengo una hija. Tiene cinco años. No diré nada, te lo juro. —Demasiado tarde para promesas. Viste mi operación. Tráfico de mujeres, millones de euros. Eres un cabo suelto.
Javier se acercó. En sus manos no había piedad, solo un bloque de hormigón atado a una cuerda gruesa. —La vida es injusta, Marina. Adiós. Ató el extremo libre de la cuerda a los tobillos de ella. Marina gritó, un sonido desgarrador que se perdió en la inmensidad de la noche. Javier levantó el bloque y lo lanzó al agua. El tirón fue violento. Marina fue arrastrada fuera de la barca, rompiendo la superficie helada del río. El peso la hundió implacablemente hacia el fondo limoso. La negrura se cerró sobre su cabeza. Sus pulmones ardieron, y su último pensamiento fue para su pequeña Sofía, antes de que el río reclamara su vida y guardara silencio.
Parte II: El Hallazgo
Pasaron ocho años. El tiempo cicatrizó heridas en la superficie, pero el río guardaba su secreto.
Era el año 2003. Antonio Ruiz, un pescador de 54 años de Coria del Río, despertó antes del amanecer. Como hacía desde hacía tres décadas, besó a su esposa Rosa en la frente y salió hacia el Guadalquivir. —Hoy será un buen día —murmuró para sí mismo mientras lanzaba el sedal. Media hora después, sintió un tirón. Pesado, inerte. No era la lucha vibrante de un pez. Al tirar con esfuerzo, lo que emergió del agua cubierta de lodo no fue una captura trofeo, sino una bolsa de cuero negro, podrida por los años, pero intacta.
Dentro de la bolsa, protegida milagrosamente por un compartimento de plástico, Antonio encontró una tarjeta de identidad. Limpió el fango con el pulgar y leyó: Marina Soler Rodríguez. Antonio sintió un escalofrío. Miró al agua oscura y supo, con la certeza de quien conoce el río, que donde había una bolsa, solía haber algo más.
Horas más tarde, la Guardia Civil acordonaba la orilla. Los buzos de la unidad subacuática se sumergieron en las aguas turbias. El sargento Miguel Herrera esperaba en la orilla junto a la inspectora Carmen Vega, de la Brigada de Homicidios de Sevilla. Carmen, una mujer de carácter férreo y mirada analítica, observaba el agua con impaciencia. —Sargento —dijo el radio—. Tenemos restos humanos. Están anclados al fondo con hormigón. Carmen cerró los ojos brevemente. —Asesinato —sentenció.
Lo que sacaron del agua hizo retroceder a los presentes. Un esqueleto, aún vestido con los jirones de un vestido rojo y zapatos de tacón, atado a un bloque de construcción. Un collar de plata con un corazón brillaba débilmente entre los huesos. —Es ella —dijo Carmen—. Marina Soler. Desaparecida en el 95.
Parte III: La Cacería
La autopsia confirmó la identidad y reveló la brutalidad de la muerte: fractura craneal ante mortem y signos de ahogamiento. Marina había sido golpeada y lanzada viva al río.
Carmen Vega se tomó el caso como algo personal. Visitó a la madre de Marina, Isabel, y a su hija Sofía, ahora una adolescente de trece años con la mirada triste. —Lo único que quiero es justicia —lloró Isabel en su pequeña casa de Triana—. Mi nieta ha crecido sin madre por culpa de un monstruo.
Carmen prometió no descansar. Reabrió los archivos de 1995 y encontró el testimonio de Carla, la antigua compañera de Marina. —Ella hablaba de un cliente, Javier —confesó Carla, ahora envejecida y cansada—. Y me dijo algo antes de desaparecer… Vio papeles. Tráfico de mujeres. Y luego… un hombre vino a amenazarme. Un tipo alto, con cicatriz y acento eslavo. Me dijo que olvidara todo si quería vivir.
La investigación llevó a Carmen hasta una empresa fantasma: JavierMar Trading S.L., propiedad de Javier Moreno Castillo. Pero el destino les jugó una mala pasada: Javier Moreno había huido a Argentina en 1995 y muerto en un accidente de tráfico en 1998. —Está muerto —dijo el detective Luis Ortega, golpeando la mesa con frustración—. El asesino escapó de la justicia divina. —No —corrigió Carmen, revisando los informes de la Interpol—. Javier era el testaferro. Pero el hombre que amenazó a Carla, el “ruso”, podría seguir vivo. Mira esto.
Los informes argentinos mencionaban a un socio: Viktor Koslov, alias “El Ruso”. Un criminal buscado por extorsión y tráfico humano. La última pista lo situaba en España. Carmen movilizó a sus informantes en el bajo mundo sevillano. Una limpiadora del antiguo club le dio la ubicación: Koslov frecuentaba la discoteca La Luna Negra.
La vigilancia duró semanas, pero finalmente lo localizaron. Viktor Koslov vivía en un apartamento de lujo en Nervión, protegido por una fachada de legalidad y abogados caros. Carmen consiguió una orden de registro basándose en la conexión con el caso de Marina. Irrumpieron en el amanecer de un martes. Koslov, un hombre imponente con una cicatriz cruzando su mejilla izquierda, no opuso resistencia. Sonreía con arrogancia. —No tienen nada contra mí, inspectora.
Tenía razón, en parte. En el apartamento encontraron dinero y pasaportes falsos, pero nada que lo ligara directamente al asesinato de 1995. Su abogado logró la libertad bajo fianza en menos de 24 horas. —Se nos escapa —dijo Luis, viendo cómo Koslov salía de la comisaría, ajustándose la corbata. —No si yo puedo evitarlo —gruñó Carmen.
La clave estaba en la chica que acompañaba a Koslov cuando lo arrestaron: Valentina Petrov, una joven rusa de mirada aterrorizada. Carmen la abordó antes de que los abogados de Koslov pudieran aislarla. —Valentina, él te está usando. Te trajo aquí con mentiras, ¿verdad? La chica rompió a llorar. —Él guarda cosas… Trofeos. —¿Qué tipo de trofeos? —Fotos. Le gusta recordar a las que… a las que eliminaron. Las guarda en un lugar secreto, bajo el suelo del armario.
Con esa declaración, Carmen consiguió una segunda orden de registro, esta vez a prueba de balas. Volvieron al apartamento, levantaron las tablas del suelo del armario y encontraron una caja fuerte oculta. Al abrirla, el horror se materializó. Docenas de fotografías. Y allí estaba: una foto de Marina Soler, aterrorizada, atada en la barca, minutos antes de morir. Era la prueba definitiva. Koslov no solo era cómplice; era el arquitecto de la red de limpieza.
Parte IV: Justicia Tardía
Cuando la policía fue a arrestar a Koslov por segunda vez, el apartamento estaba vacío. —¡Maldita sea! —gritó Carmen—. ¡Alguien le dio el soplo!
Rastrearon sus movimientos. Aeropuertos, estaciones, carreteras. Finalmente, la Interpol confirmó lo que Carmen temía: un hombre con las características de Koslov había abordado un vuelo privado desde Gibraltar hacia Moscú horas antes. Estaba fuera de su alcance. En Rusia, Koslov tendría protección.
La derrota pesaba en la comisaría, pero Carmen no se dejó vencer. Tenían las pruebas. Emitieron una orden de captura internacional (Notificación Roja) por asesinato y tráfico de personas. Koslov viviría el resto de sus días mirando por encima del hombro, atrapado en su propio país, sin poder pisar Europa ni América.
Días después, bajo un cielo gris que amenazaba lluvia, Carmen asistió al funeral de Marina Soler. El cementerio de San Fernando estaba tranquilo. Isabel y Sofía lloraban abrazadas frente al ataúd que por fin contenía los restos de su ser querido. Ya no era una desaparecida; era una madre, una hija que había vuelto a casa.
Carmen se acercó a ellas cuando la ceremonia terminó. —¿Lo atraparán? —preguntó Sofía, con una madurez impropia de su edad. Carmen tomó las manos de la niña. —Sabemos quién es. Sabemos dónde está. Nunca dejaremos de buscarlo. Su vida ahora es una prisión, Sofía. Pero hoy, lo importante es que tu madre ya no está en la oscuridad del río. Está aquí, con vosotras.
Isabel asintió, agradecida entre lágrimas. —Gracias por traerla de vuelta.
Carmen Vega se alejó caminando por los senderos de cipreses. Mientras salía del cementerio, sacó su teléfono y marcó el número de su contacto en la Interpol. —Soy Vega. Quiero que reactiven la vigilancia sobre las cuentas bancarias de Koslov en Chipre. Si mueve un solo euro, quiero saberlo. Esto no ha terminado.
La lluvia comenzó a caer suavemente sobre Sevilla, pero esta vez, no parecía triste. Parecía una lluvia que limpiaba, que lavaba ocho años de lodo y silencio, dejando paso, finalmente, a la verdad.
News
Una maestra y una directora desaparecen durante un viaje escolar. Cinco años después, la encuentran encadenada.
El Eco Silencioso de Pisgah: Cinco Años en la Oscuridad La mañana del 15 de octubre de 1997 amaneció con…
El médico del pueblo, llamado de urgencia para atender a la esclava Dolores, reveló un escándalo
El Secreto de Los Laureles El peso del aire en la tarde veracruzana de 1764 no era simplemente una condición…
La esclava con cicatrices en el rostro que fue comprada por error y cambió el destino de la gran casa
Las Cicatrices de la Sabiduría: La Leyenda de Mamá Sara El sol de marzo golpeaba implacable sobre el puerto de…
(Sinaloa, 1898) La mujer macabra que tenía r3laci0nes con dos perros
La Bestialidad de los Mezquites: Sombras de la Sierra Madre I. El Bochorno del Olvido En las estribaciones de la…
Las Hermanas del Barranco Sin Dios— Encadenaron a Su Padre Para Ofrecerlo en Ritual de Sangre (1892)
Las Cadenas del Barranco sin Dios En el año 1892, en las afueras de Oaxaca, existía un lugar que los…
LA SEÑORA RAPÓ LA CABEZA DE SU CRIADA POR ENVIDIA — ¡y el arrepentimiento llegó cuando su secreto…
La Marca de la Luna: El Secreto de Las Azucenas La sangre aún no había caído cuando comenzó el grito;…
End of content
No more pages to load






