Corría el año de 1913. En el norte de México, la justicia se medía por el alcance de un rifle. Don Sandro Metrili, latifundista de Hacienda Grande, acababa de demostrar su crueldad. Sus guardias blancos, comandados por el sargento Valdemar, ejecutaron al joven Roberto sin juicio, acusándolo falsamente de ayudar a las tropas de Pancho Villa.

“Así les pasa a los que ayudan a los bandidos villistas”, escupió don Sandro.

El viejo Casimiro, un pastor de cabras, observó horrorizado. Él sabía la verdad: Roberto era solo un trabajador honesto. Pero la verdad poco importaba. Don Sandro necesitaba enviar un mensaje de terror a los campesinos.

A tres kilómetros, Laura, la esposa de Roberto, se acariciaba el vientre abultado, esperando el regreso de su marido. El sol comenzaba a ponerse cuando Casimiro llegó corriendo, con el rostro descompuesto. “¡Laura, niña, ven rápido! ¡Es Roberto!”

Laura sintió que el mundo se tambaleaba. Corrió como pudo, con el vientre pesado, hasta donde Casimiro señalaba. Lo que vio la destrozó. Roberto yacía inmóvil, con los ojos oscuros que tanto amaba mirando fijamente las primeras estrellas. Laura se desplomó, abrazando el cuerpo frío mientras un grito desgarrador salía de su alma.

Casimiro la ayudó a llevar el cuerpo a casa. Cavaron una tumba bajo el álamo que Roberto había plantado cuando se casaron. Laura pasó la noche allí, acariciando la tierra removida. Los días siguientes fueron un borrón de dolor. Apenas comía, y sus lágrimas no tenían fin. Los vecinos comenzaron a llamarla “La Aura del Llanto”.

Pronto, don Patricio, el dueño de la casita, llegó a exigir el alquiler. Laura no tenía ni un centavo. “Lo siento, muchacha, pero tienes hasta el atardecer para alargarte”. Como último gesto de humanidad, la llevó en su carreta hasta las afueras del pueblo.

Laura se quedó sola en la inmensidad del desierto chihuahuense. Comenzó a caminar sin rumbo. Sus pies descalzos se cortaron con las piedras, pero el dolor físico no se comparaba con el vacío en su pecho. A cada paso, el bebé se movía más violentamente. Las contracciones empezaron, como ondas de fuego que le cortaban la respiración.

Se detuvo junto a una roca, jadeando. “¿Qué será de nosotros, hijito?”

Fue entonces cuando escuchó el trotar rítmico de muchos caballos. Una nube de polvo se alzaba en el horizonte. Aterrada, pensó en los guardias blancos de don Sandro. El sonido se acercaba y, con él, una contracción tan fuerte que la hizo gemir. Su bebé había decidido nacer en el lugar más desolado.

Cuando las siluetas aparecieron contra el sol poniente, reconoció los sombreros y las cartucheras cruzadas. No eran guardias blancos. Era la mismísima División del Norte.

“¡Oye, Villa, hay una mujer llorando en el monte!”, gritó Diogo el Huero, el explorador.

Pancho Villa detuvo a su caballo, Siete Leguas. A los 35 años, el Centauro del Norte había visto todo tipo de trampas, pero esos gemidos sonaban genuinos. Espoleó hacia adelante.

Laura, al ver al hombre temido acercarse, sintió un terror helado. Su reputación con las mujeres lo precedía. Aferró la navaja oxidada que Roberto usaba para su trabajo, la única arma que poseía.

“¡No me toque, aléjese de mí!”, gritó la joven entre contracciones, apuntando con la navaja hacia el hombre del sombrero de cuero. “¡Sé quién es usted! ¡Sé lo que les hace a las mujeres!”

Pancho Villa se quedó inmóvil, estudiándola con esos ojos que habían visto demasiada muerte. Lo que hizo a continuación contradecía todo lo que el mundo sabía sobre él.

Su expresión se suavizó. Esta no era una trampa; era una muchacha aterrorizada, con los pies sangrando y a punto de dar a luz. “¿Qué haces aquí, muchachita? Este no es lugar para una mujer en tu estado”.

María Luz, que cabalgaba siempre cerca de Villa, desmontó rápidamente. “Virgilio”, murmuró tras examinarla, “esta muchacha va a parir ahora mismo”.

Un murmullo recorrió a los hombres. El capitán Rodolfo Fierro, el temido “Carnicero”, retrocedió. “Jefe, llevamos tres días sin agua limpia. No tenemos tiempo”, murmuró. Alberto, el veterano, añadió: “General, don Sandro tiene espías. Si nos ven aquí, mandarán aviso”. Dico, el más joven, temía un ataque de los Federales.

Villa los miró con una sonrisa torcida. “¿Desde cuándo los hombres de Villa le tienen miedo a un latifundista cobarde? ¡Esta mujer pare aquí y punto!”

Entre contracciones, Laura logró contar su historia: el amor con Roberto, la crueldad de don Sandro, la ejecución injusta y el abandono. Mientras hablaba, los rostros de los revolucionarios se endurecieron. Fierro apretó la mandíbula.

“¡Ese don Sandro!”, gruñó Villa. “Es el mismo que anda presumiendo que limpió la región de villistas”.

Villa se levantó de un salto. “¡Preparen un jacal para esta mujer! ¡Traigan agua y pinole! Vas a estar bien, muchacha”. Hizo una pausa dramática. “Pero antes, tengo un asunto que arreglar con ese tal don Sandro”.

“¡Virgilio, no te vayas!”, gritó María Luz. “¡Ya no hay tiempo, el niño viene ya!”

Villa dudó. Anastasio, el soldado más viejo, le puso una mano en el hombro. “Mi general, deje que nosotros nos encarguemos de ese trabajo. Usted quédese. Un hombre como usted no se puede perder el nacimiento de una criatura”.

Villa asintió. “Está bien. Pero díganle a ese don Sandro que fue Pancho Villa quien mandó el mensaje. Y que si quiere reclamar, ya sabe dónde encontrarme”.

Mientras la mitad del grupo partía hacia la hacienda, Villa se arrodilló junto a Laura y tomó su mano. “Escúchame, muchacha. Tu hombre fue traicionado, pero tu hijo va a ser protegido por el nombre más respetado del norte. Esta es mi palabra”.

Esa misma noche, en la hacienda, don Sandro y sus guardias blancos celebraban borrachos. “¡Voy a acabar con cada uno de esos bandidos!”, bramaba el latifundista.

De pronto, la puerta se abrió con un estruendo. Anastasio entró, seguido por Fierro y otros revolucionarios. El salón quedó en silencio. “Buenas noches”, saludó Anastasio. “Venimos a traer un recado del general Villa. Se enteró de que usted mató a un trabajador honesto, dejando a una viuda embarazada en la miseria”.

Don Sandro, pálido, intentó tomar su revólver. “¡Díganle a ese bandido que aquí mando yo!”

Antes de que pudiera sacar el arma, Anastasio tenía el rifle apuntado a su pecho. “El general mandó decir que quien mata inocentes en el norte paga con la misma moneda”.

Los villistas desarmaron a los guardias en segundos. Anastasio levantó el rifle. El disparo resonó. No fue un tiro para matar; Villa había pedido una lección. Don Sandro cayó, aullando, con la rodilla destrozada.

“Escuchen bien”, anunció Anastasio. “Cualquier hombre que mate inocentes, responderá ante el general Villa. Y la próxima visita no será tan educada”.

Antes de salir, Tico, el más joven, se giró hacia el latifundista. “Ah, y felicidades por el bebé. El general está ayudando a su viuda a parir en este momento. Dice que va a bautizar al niño con el nombre del padre: Roberto”.

Mientras tanto, bajo el cielo estrellado del desierto, Laura daba a luz a un niño saludable. El primer sonido que escuchó el bebé fue la voz grave de Villa, quien lo tomó en sus brazos curtidos. “Este niño se va a llamar Roberto, como su padre. Y mientras yo, Pancho Villa, esté vivo, ningún latifundista le va a tocar ni un pelo. Palabra de revolucionario”.

Al amanecer, la División se preparó para partir. Villa se arrodilló junto a Laura. “No te puedes quedar aquí. Te vamos a llevar a un lugar seguro en Chihuahua, con una religiosa, madre Amanda”.

Construyeron una camilla improvisada. La jornada fue larga y dura, pero los hombres rudos de Villa trataron a Laura y al bebé con una deferencia inesperada. Uno de ellos, Moisés, talló un caballito de madera para el niño. Por la noche, cuando el frío cortaba, Villa se acercó en silencio y cubrió a madre e hijo con su propio sarape.

Al llegar a las afuerzas de Chihuahua, Villa le dio un vestido sencillo. “Allá no puede saber que viniste con nosotros”. Sacó un pañuelo rojo. “Si alguna vez necesitas algo, manda esto al rancho Tierra Blanca. La noticia llegará hasta mí”.

Madre Amanda, una mujer de ojos sabios, abrió la puerta de su casa. No pareció sorprendida. “Entra, hija. En esta casa, tú y el niño van a tener paz”.

Laura se volteó. Villa y María Luz ya montaban sus caballos, sus siluetas recortadas contra el sol poniente. Villa alzó la mano en un simple gesto de despedida y partió al galope, desapareciendo en el crepúsculo.

Madre Amanda cerró la puerta. “Ven, hija. Mañana platicamos del futuro”.

Los días siguientes trajeron una paz que Laura creía perdida. Madre Amanda le enseñó a usar hierbas medicinales y le consiguió trabajo con doña Carmen, una costurera. Conoció al Padre Hernández en la iglesia, quien le ofreció consuelo.

Poco a poco, se estableció una rutina. Por las mañanas, ayudaba en la casa; luego, con Roberto amarrado a la espalda, hacía entregas. Por las tardes, cosía. Aunque el dolor por la muerte de Roberto nunca desaparecería, Laura había encontrado un nuevo comienzo. Protegida por la promesa del hombre más temido de México, ella y su hijo Roberto comenzaron una nueva vida, forjada en la tragedia, pero salvada por la inesperada justicia de la Revolución.