Durante dos años, se le consideró simplemente desaparecido. Otra historia sobre un hombre que fue engullido por los Apalaches. Pero la verdad resultó ser aún más aterradora. Yacía bajo tierra, aferrado a las raíces de un roble gigante, hasta que un día, una tormenta lo arrancó.
Esta es la historia de cómo un caso rutinario de desaparición se convirtió en una investigación de asesinato con pistas clave donde nadie pensaría buscar durante dos años. 6 de noviembre de 2021. 41 años, casado, dos hijos. Richard Miller no era lo que se llamaría un novato ni un aficionado. Nació y creció en Virginia Occidental, y esos bosques eran su segundo hogar.

Era un cazador de pies a cabeza, no por la emoción, sino por comprender la naturaleza, sus leyes y sus peligros. Cada otoño, se adentraba solo en las montañas durante unos días. Era su momento, su forma de recargar energías, y siempre regresaba. Su esposa, Susan, estaba acostumbrada. Sabía que Richard era un hombre casi pedante con la seguridad.


Antes de cada viaje, extendía un mapa sobre la mesa de la cocina, le mostraba la ruta exacta, marcaba las paradas previstas y le daba una hora aproximada de regreso. Siempre decía: «Si no me he puesto en contacto el lunes por la noche, empieza a llamar el martes por la mañana». Esta vez todo fue como siempre. Le mostró la zona de Spruce Knob Ridge en el mapa, justo en la frontera estatal.

Su destino era una vieja torre de observación abandonada cerca del sendero North Fork Mountain. Era un lugar agreste, pero lo conocía bien. Llevó solo lo imprescindible: una mochila espaciosa con provisiones para tres días, su fiel rifle y un viejo navegador GPS de eficacia comprobada. Besó a su esposa, prometió volver el lunes y se marchó en su camioneta. Nadie lo volvió a ver con vida.

Pasó el lunes. Por la noche, Susan se sintió un poco inquieta, pero lo atribuyó al mal tiempo o al cansancio de su marido. Quizás decidió pasar la noche en su coche al inicio del sendero y regresar por la mañana. Pero cuando llegó el martes y el teléfono de Richard seguía sin cobertura, la invadió el pánico.
Llamó a la oficina del sheriff del condado. La escucharon, le aseguraron que este tipo de incidentes no son raros y le prometieron enviar una patrulla a revisar el aparcamiento al inicio del sendero. Unas horas después, le devolvieron la llamada. La camioneta de Richard estaba allí, perfectamente estacionada al inicio del sendero. Dentro, todo estaba bien.

No había señales de robo ni forcejeo. Eso era bueno y malo a la vez. Bueno porque no parecía un robo. Malo porque significaba que efectivamente se había adentrado en el bosque y no había regresado. Habían pasado cuatro días desde su partida. El quinto día, miércoles, se inició una operación de búsqueda a gran escala. Debieron peinarse decenas de kilómetros cuadrados de bosque salvaje y agreste. Al equipo del sheriff se unieron rescatistas estatales, adiestradores con perros y grupos de voluntarios, en su mayoría cazadores como Richard, personas que conocían estos senderos, barrancos y hondonadas. Los primeros días de búsqueda estuvieron llenos de un optimismo cauteloso. Todos creían en la explicación más sencilla: un accidente.

Quizás se había resbalado en rocas mojadas, caído en un barranco y se había roto una pierna. Estaba vivo, simplemente incapaz de moverse, esperando ayuda. Los rescatistas peinaron metódicamente la zona sector por sector, gritando su nombre. Los perros captaron su olor en la camioneta, pero lo perdieron tras unos doscientos metros en el sendero rocoso. Un helicóptero vigiló la zona desde el aire.

Aun así, era casi imposible ver nada bajo la espesa copa del bosque otoñal. Pasaron los días, pero no hubo resultados. Ni un trozo de tela, ni un rastro, ni un objeto desechado. Nada en absoluto. Los coordinadores de búsqueda repasaron mentalmente su ruta una y otra vez. Debió de haberse dirigido al noreste, hacia la torre. Recorrieron esa ruta docenas de veces.

Revisaron todos los arroyos, todas las grietas, todas las zonas peligrosas. Nada. Con cada día que pasaba, la esperanza se desvanecía y la confusión crecía. Un cazador experimentado que conocía el lugar no podía simplemente desvanecerse en el aire. Incluso si algo le hubiera sucedido, debería haber dejado algún rastro.

Su mochila, su rifle, no habría abandonado su equipo. Consideraron la posibilidad de un ataque de oso, pero la descartaron rápidamente. Había osos en la zona, pero los ataques a humanos eran esporádicos. En cualquier caso, un encuentro así habría dejado pistas obvias. Sangre, ropa rasgada, señales de forcejeo. No había nada. Sentía como si Richard Miller se hubiera salido del sendero y se hubiera desvanecido en el aire.

Conversaciones sombrías se extendieron entre los voluntarios. Los ancianos recordaban leyendas sobre estas montañas, sobre personas que se adentraron en el bosque y nunca regresaron. Pero los rescatistas y la policía son personas pragmáticas. Buscaron datos. Y durante casi dos semanas, no los encontraron. Entonces, justo cuando la operación estaba a punto de ser cancelada, uno de los grupos de voluntarios hizo un descubrimiento.
A unos 5 kilómetros de donde Richa…