Cuarenta años en la oscuridad: El horror inimaginable de la finca Canul en Yucatán y los 23 niños nacidos en un infierno privado
El calor sofocante de julio en Yucatán era implacable, pero para la detective Mónica Herrera, el terror helado provenía de una simple pista anónima susurrada. El mensaje se refería a la finca Canul en San Miguel de los Santos, un pequeño pueblo olvidado. La advertencia era escalofriante: “Hay algo que deben ver adentro. Nadie ha entrado ahí en 40 años”.
Lo que Herrera y su compañero, Ramírez, descubrieron en esa propiedad en ruinas conmocionaría a México y al mundo, exponiendo un crimen de crueldad inimaginable sostenido durante cuatro décadas: un caso que trazó paralelismos inmediatos y aterradores con incidentes globales de cautiverio doméstico extremo.
El patriarcado fantasmal: Una familia desaparece
La familia Canul había sido una respetable familia de terratenientes, cultivando henequén en la década de 1960. Pero tras la muerte de sus padres en un accidente en 1985, Esteban Canul quedó a cargo de la propiedad y de su hermana menor, Catalina. Después de eso, simplemente desaparecieron de la vida de la comunidad, convirtiéndose en “fantasmas vivientes” que solo aparecían ocasionalmente para conseguir provisiones básicas.
Cuando el detective Herrera se acercó a la casa de piedra ocre, en ruinas, algunas señales de vida —leña fresca, ropa colgada en un tendedero oxidado— contrastaban con la atmósfera de total decadencia. Sin embargo, la realidad oculta tras la puerta principal era mucho peor de lo que sugería el deterioro.
Adentro, la casa era una cápsula del tiempo de la década de 1970, pero fueron los candados los que llamaron la atención de Herrera: cerraduras en las puertas interiores, candados que aseguraban un pasillo y candados en una trampilla en el piso de la cocina. Esteban Canul, ahora un hombre demacrado y barbudo que aparentaba décadas más de su edad, abrió la puerta con la resignación de quien llevaba cuarenta años esperando esa llamada.

Cuando Herrera le preguntó por su hermana, un gemido bajo, prolongado y claramente inhumano resonó tras el pasadizo cerrado.
El descubrimiento: Un infierno en la tierra
Lo que Herrera y su equipo encontraron en la parte trasera de la casa desafiaba toda comprensión. El pasadizo conducía a una serie de habitaciones estrechas, descritas como cajas chinas del horror, que en realidad eran celdas improvisadas.
En la primera celda yacía Catalina Canul, esquelética, con el cuerpo devastado por cuatro décadas de cautiverio, desnutrición y embarazos constantes y sin control. Estaba sujeta a la pared con cadenas oxidadas, apenas podía alcanzar el inodoro químico. Sus ojos reflejaban un trauma que había trascendido el dolor y se había instalado en un “territorio desconocido de la experiencia humana”. La habían encarcelado simplemente porque Esteban la “amaba” y no soportaba la idea de que se fuera a “tener su propia vida”.
El segundo descubrimiento conmocionó incluso a los oficiales más experimentados. Ramírez salió de las habitaciones más alejadas gritando, paralizado por la visión. En total, Herrera documentó a 23 personas vivas, nacidas y criadas en la más absoluta oscuridad. Eran hijos de Esteban y Catalina, concebidos en cautiverio, viviendo sin educación, luz solar ni contacto alguno con el mundo exterior.
Sus cuerpos eran la viva imagen de la endogamia extrema y la negligencia severa: profundas discapacidades cognitivas, malformaciones faciales y en las extremidades, músculos atrofiados por la falta de espacio. El mayor tenía alrededor de 38 años, el menor quizás tres. Toda una generación había nacido, y algunos habían muerto, sin conocer nada más que esas paredes húmedas y mohosas.
La documentación de la atrocidad
Herrera, esforzándose por mantener la compostura, comenzó a fotografiar la escena mientras su compañero vomitaba cerca. Encontró paredes marcadas con arañazos de uñas: inútiles intentos desesperados por alcanzar la libertad.
La explicación de Esteban fue una escalofriante muestra de autocompasión narcisista: «Solo quería que nunca me dejara… Los alimenté, los cuidé lo mejor que pude. Dios me perdonará porque el amor todo lo justifica».
La llegada de refuerzos transformó la finca en una escena del crimen con máxima seguridad. La evacuación de los 23 niños fue un proceso angustioso. Muchos nunca habían caminado bien y estaban aterrorizados. La luz del sol los cegaba; el aire fresco los desorientaba.
El Dr. Guillermo Paz, médico forense con décadas de experiencia en fosas comunes y torturas del narcotráfico, salió conmocionado. «He documentado masacres», le dijo a Herrera, «pero esto es diferente. Esto es tortura sostenida durante generaciones. Es horror industrializado a escala doméstica».
La evidencia más devastadora se encontró detrás del viejo granero: siete pequeñas cruces de madera cubiertas de musgo que marcaban un cementerio improvisado. Siete bebés, demasiado débiles para sobrevivir en esas condiciones, habían sido enterrados por su padre/abuelo.
El ajuste de cuentas y las cicatrices que perduran
El caso desató una tormenta mediática, inmediatamente apodado el «Monstruo de Yucatán». El público exigió respuestas sobre cómo un crimen de esta magnitud pudo pasar desapercibido durante cuarenta años. Los vecinos admitieron haber notado las extrañas compras al por mayor de Esteban y los ruidos raros, pero lo atribuyeron a la excentricidad de un ermitaño; un triste testimonio de la muerte.
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