Mi hija se convirtió en una cabra después de que le dije que recogiera dinero del suelo
Había ido a recoger a mi hija Ene, de diez años, de la escuela una tarde cálida y soleada. Caminábamos juntas de regreso a casa, conversando animadamente, disfrutando del aire fresco. Ene era mi único tesoro, mi vida entera después de que su padre muriera trágicamente en un accidente dos meses antes de que ella naciera. Desde ese día, he luchado sola para darle todo lo que necesitaba, para hacerla feliz y protegerla de las dificultades que la vida nos ha impuesto.
Ene era una niña especial, criada con valores sólidos. Siempre le enseñé la importancia de la honestidad, la responsabilidad y la bondad. Ella era conocida en nuestro barrio por su sinceridad y su manera amable de tratar a todos, lo que hacía que la gente la quisiera mucho. Su carácter brillante era como un faro en medio de las sombras que nos rodeaban.
Mientras caminábamos, un hombre de mediana edad pasó a nuestro lado con paso apresurado. Parecía distraído y, sin darse cuenta, dejó caer un fajo de billetes del bolsillo de su chaqueta. Ene lo notó inmediatamente y me señaló con sus ojos brillantes.
—Mamá, ¿ves ese dinero en el suelo? —me preguntó.
—Sí, Ene, lo vi —le respondí, confiada—. Ve, recoge ese dinero y corre hacia ese hombre para dárselo. Dile que se le cayó.
Ene sonrió y se apresuró a recoger el dinero. Pero lo que ocurrió a continuación fue inimaginable. Justo cuando sus pequeños dedos tocaron el fajo, un estremecimiento la recorrió. De repente, ante mis ojos aterrorizados, mi hija comenzó a transformarse. Su cuerpo se encogió, se cubrió de pelo y, en un instante, la niña que conocía se convirtió en una cabra blanca, balando desconcertada.
Quedé paralizada, sin saber si estaba soñando o si había perdido la razón. ¿Cómo podía ser posible que mi hija se convirtiera en un animal? Mi corazón se rompió en mil pedazos al ver su confusión y miedo reflejados en esos ojos que todavía conservaban algo de su esencia humana.
La gente que pasaba por la calle se detuvo, sorprendida por la escena: una cabra solitaria y una mujer sollozando en medio del camino. Pero para mí, sólo existía Ene, atrapada en esa forma extraña y sin poder comunicarse.
Llevé a la cabra a casa, esperanzada en que la noche traerá alguna respuesta o que algo la devolvería a su forma original. Le hablé suavemente, tratando de tranquilizarla. Aunque no podía comprenderme completamente, sentía que podía oír mi voz.
Pasaron las horas, y desesperada, busqué ayuda en todas partes: médicos, curanderos tradicionales, ancianos sabios del pueblo. Pero nadie tenía respuesta. La única pista que nos daban era que la transformación había ocurrido justo al tocar el dinero. ¿Sería acaso un dinero maldito?
Recordé entonces las viejas leyendas que contaba mi abuela: historias sobre espíritus vengativos que castigan a quienes se atreven a tocar lo que no es suyo, incluso cuando su intención es honesta. ¿Podría esto ser un castigo?
No podía quedarme de brazos cruzados. Tenía que actuar.
Decidí buscar al hombre que había perdido el dinero, con la esperanza de que pudiera ayudarme a deshacer lo que había ocurrido.
Lo encontré en una taberna oscura y llena de humo, sentado en una esquina con mirada inquietante.
—Señor —le dije con voz firme—. Necesito que me ayude. Mi hija se ha transformado en cabra después de que tocó el dinero que usted perdió.
Él me miró fijamente, con una sonrisa irónica y ojos fríos.
—Ese dinero está maldito —me respondió—. Forma parte de un pacto que hice con fuerzas que no entiendes. Si quieres que la niña vuelva a ser humana, tendrás que pagar un precio.
El miedo se apoderó de mí, pero el amor que sentía por mi hija era más fuerte que cualquier temor.
—Haré lo que sea —le juré.
El hombre me indicó un ritual que debía realizarse en un bosque cercano, al caer la noche. Debía llevar una ofrenda: objetos de gran valor para mí, que simbolizaban mi sacrificio y mi amor.
Regresé a casa y preparé todo lo necesario: una foto de mi esposo, el primer vestido de Ene, una medalla que pertenecía a mi abuela y una vela blanca.
Llegada la noche, caminamos hacia el bosque, acompañadas sólo por el canto de los grillos y la luz de la luna. Allí, siguiendo las instrucciones, coloqué la ofrenda sobre la tierra, formando un círculo sagrado.
Encendí la vela y recé con todo mi corazón:
—Por favor, espíritus buenos, escuchen mi súplica. Devuelvan a mi hija su forma y su vida. Yo ofrezco mi amor y mi sacrificio.
Un viento frío y suave me acarició la piel, y sentí una presencia a mi alrededor. Una voz susurró en el silencio:
—El sacrificio es sincero, el amor es puro. La niña volverá a su forma al amanecer.
No pude dormir esa noche. Me quedé al lado de la cabra, acariciándola y murmurándole palabras de consuelo.
Cuando el sol comenzó a asomarse, sucedió algo milagroso. Frente a mis ojos, Ene comenzó a transformarse nuevamente. Su pelaje desapareció, sus facciones recuperaron la ternura infantil y, finalmente, se arrojó en mis brazos, llorando y riendo al mismo tiempo.
Mis lágrimas caían sobre su cabello mientras la abrazaba con fuerza, agradecida por el milagro.
A partir de ese día, supe que el amor verdadero podía vencer cualquier maldad.
Ene volvió a la escuela, y la gente del pueblo dejó de hablar de la cabra solitaria.
Yo prometí protegerla siempre, y juntas aprendimos a valorar cada instante.
No hubo más dinero maldito ni fuerzas oscuras que pudieran separarnos.
Sólo quedamos nosotras, madre e hija, fuertes y unidas frente al mundo.
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