Mi esposo no tenía estabilidad económica cuando estábamos saliendo, pero mi padre dijo que no me permitiría casarme con Eze.
Como yo era la ADA (la hija mayor), debía casarme con un hombre rico que liberara a la familia de la pobreza. Eso entristeció mucho a Eze, porque yo sabía que no tenía dinero.
Pero el amor que él sentía por mí era muy fuerte. Unos meses después de que mi padre lo rechazara, estábamos en nuestro patio cuando cinco autos lujosos blancos comenzaron a entrar en fila.
Eze bajó del primer auto, y se veía exageradamente rico. Según él, había venido a pagar mi dote. Mi padre lo recibió con los brazos abiertos, mientras mi madre y yo aún teníamos dudas sobre el origen de su riqueza.
Eze demolió nuestra casa en el pueblo y construyó una mucho más grande. Todas esas maravillas hicieron que mis padres dejaran de sospechar o cuestionar su riqueza repentina.
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Eze y yo nos casamos en el pueblo, y justo cuando estábamos por partir hacia su nueva mansión en la ciudad, decidí visitar rápidamente a mi pastor, quien me había dado su número, ya que seguía preguntándome de dónde venía toda esa riqueza de Eze.
Mi pastor comenzó a orar por mí y me dijo que debía ser muy orante y estar vigilante con las actividades de mi esposo, porque no veía un futuro brillante. Luego me dijo que lo llamara inmediatamente al llegar a la casa de Eze.
Cuando llegamos a su mansión en la ciudad, tenía un enorme espejo con un marco rojo. Saqué mi teléfono para guardar el número del pastor, pero Eze me arrebató el teléfono y rompió el papel donde lo había anotado.
Entonces me dio una advertencia severa: no debía llamar a ningún familiar ni salir de su casa. Mientras me hablaba, pude ver fuego en sus ojos. Pensé que las cosas extrañas habían terminado, pero no…
…hasta la medianoche, cuando empecé a escuchar…
EPISODIO 2 — “Los susurros detrás del espejo”
La primera noche en la mansión fue una de las más aterradoras de mi vida.
Los llantos comenzaron exactamente a la medianoche. Eran llantos de bebés. No uno. No dos. Muchos. Como si estuviera en un hospital infantil abandonado.
Pero lo peor no era el sonido. Era el dolor de cabeza punzante que lo acompañaba. Como si algo estuviera desgarrando lentamente mi mente desde adentro.
Me tapé los oídos, me cubrí con la sábana, me arrodillé y oré, tal como el pastor me lo había recomendado. Y los llantos cesaron justo a las 3:00 de la mañana.
A la mañana siguiente, intenté hablar con Eze. Le pregunté directamente si había algo extraño en esa casa, si él también escuchaba los sonidos. Me miró fijamente durante varios segundos y luego soltó una carcajada seca.
—Es tu imaginación. A las mujeres les gusta dramatizar —dijo, dándome un beso en la frente.
Pero esa noche, a medianoche, volvió a pasar. Solo que esta vez… los llantos vinieron acompañados de sombras. Sombras de pequeños cuerpos moviéndose detrás del enorme espejo del marco rojo.
Me acerqué lentamente. El dolor en mi cabeza era tan fuerte que apenas podía mantenerme en pie. Pero lo vi. Una diminuta mano presionó el vidrio del espejo… desde adentro.
Grité. Corrí a buscar a Eze. Él no estaba en la habitación. Fui por toda la casa… vacío. Hasta que lo encontré en el sótano. De rodillas, frente a un altar extraño, rodeado de velas negras y un símbolo tallado en el suelo que nunca había visto.
Y entonces lo escuché susurrar:
—A cambio de riquezas, ofrezco cada medianoche su dolor. Sus lágrimas alimentan mi poder. Que los no nacidos lloren por siempre…
Estaba ofreciendo mi sufrimiento como parte de un ritual.
Me alejé lentamente, conteniendo las lágrimas. No podía hacer ruido. No podía dejar que supiera que lo había descubierto.
La tercera noche, decidí hacer lo impensable.
Esperé a que Eze saliera. Fingí estar dormida. Cuando se encerró en el sótano, fui a la biblioteca secreta que había notado días antes. Encontré un libro cubierto de cuero viejo. “Los Pactos de Medianoche”, decía su portada.
Allí entendí todo.
Eze había hecho un trato con una entidad. A cambio de riquezas inmediatas, debía ofrecer el llanto eterno de inocentes aún no nacidos. Y el dolor de cabeza punzante que yo sentía… era el resultado de haber sido elegida como canal.
Él no solo me amaba. Me necesitaba. Como recipiente.
Ese era el verdadero precio de su riqueza. No había vendido su alma. Había vendido la mía.
EPISODIO 3 — “El Ritual del Séptimo Día”
Descubrí en el libro que el ritual se renovaba cada siete noches. Y en la séptima medianoche… el recipiente sería consumido.
Yo.
Solo quedaban cuatro noches.
Decidí actuar. Tenía que escapar. Pero cada intento era frustrado por Eze. No me dejaba salir. Me había quitado todos los medios de comunicación. Incluso había sellado mágicamente las puertas.
Pero el libro hablaba de una manera de romper el pacto.
Tenía que encontrar la tumba del primer bebé sacrificado. Solo su espíritu tenía el poder de romper el vínculo entre el espejo y la entidad.
Empecé a buscar. Escarbé detrás del jardín, donde la tierra se veía más reciente. A medianoche, con las lágrimas cayendo por mi rostro y el dolor desgarrándome el cráneo, toqué una pequeña caja enterrada bajo tierra. Dentro, había un osito de peluche empapado de sangre seca y una nota:
“Perdóname, no sabía que te llevarían primero.”
Era de Eze.
Había empezado el sacrificio con el hijo que habíamos perdido años atrás. Me dijo que fue un aborto espontáneo… pero no lo fue.
Tomé el osito. Lo presioné contra mi pecho y grité su nombre: “Micah.”
El viento sopló con fuerza. El espejo se quebró.
Las sombras chillaron y una explosión espiritual sacudió la casa. Eze corrió desde el sótano y al verme con el osito, supo que todo había terminado.
—¡No sabes lo que has hecho! —gritó— ¡Toda mi riqueza… todo mi poder!
—Ya no es tuyo —le respondí—. Nunca lo fue.
Micah apareció en el umbral del espejo. Un pequeño niño de ojos tristes. Me sonrió.
—Gracias, mamá —susurró.
Eze cayó al suelo. Y en cuestión de segundos, su piel comenzó a secarse, su cuerpo a envejecer como si el tiempo le cayera encima todo de una vez.
Murió allí mismo. Solo. Pobre. Y olvidado.
EPISODIO FINAL — “El precio de una riqueza maldita”
Después de aquella noche, vendí la mansión y regresé al pueblo. Mis padres lloraron de alivio al verme viva.
La historia se difundió como un rumor: “La hija mayor volvió sin su esposo, pero con algo más valioso: su libertad.”
Cada noche, antes de dormir, dejo una vela encendida frente a un pequeño retrato de Micah. Y ya no escucho llantos. Solo una paz suave como el susurro de un niño agradecido.
Porque la verdadera riqueza nunca está en el oro… sino en el amor que se conserva, y en el dolor que se supera.
FIN.
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