El grito de María atravesó las paredes de mármol de la mansión como un cuchillo.

Suéltelo. Suelte a ese niño ahora mismo. Valentina Solís ni siquiera se inmutó.

Con el bebé colgando boca abajo, desde sus brazos extendidos, sostenido apenas

por un tobillo, giró la cabeza hacia la empleada con una sonrisa helada que

María jamás olvidaría. Perdón, ¿me estás dando órdenes en mi

casa? El pequeño Mateo, de apenas 10 meses, lloraba con una desesperación que

partía el alma. su carita enrojecida, sus manitas extendidas buscando algo,

cualquier cosa a qué aferrarse. Las lágrimas corrían por su frente hacia su

cabello oscuro, mientras su cuerpo se sacudía con cada sollozo.

Señora Valentina, por favor, el niño no puede respirar así. La sangre se le está

yendo a la cabeza. Por favor. María Contreras, 62 años, tres décadas

trabajando para familias adineradas de Barcelona, nunca había sentido tanto miedo, ni siquiera cuando tuvo que huir

de su Guatemala natal con solo 17 años. Pero esto, esto era diferente. Esto era

ver el mal puro en los ojos de una mujer que supuestamente iba a ser madre de ese

niño en menos de dos meses, cuando finalmente se casara con Alejandro

Mendoza. Alejandro, el millonario ciego, que en ese preciso momento estaba en su estudio

del tercer piso, completamente ajeno a la pesadilla que se desarrollaba en la

habitación del bebé. “El mocoso necesita aprender”, dijo Valentina con una calma

aterradora, sacudiendo ligeramente al bebé como quien sostiene una bolsa de

basura. Lleva tres horas llorando, tres malditas. horas. ¿Sabes lo que es tratar

de descansar con este ruido infernal? Señora, tiene 10 meses. Los bebés

lloran. Es lo único que pueden hacer para comunicarse. Por favor, déjeme

revisar si tiene fiebre o si no tiene nada. La voz de Valentina subió 20

decibelios. Es un malcriado manipulador, igual que su madre muerta.

El silencio que siguió fue más aterrador que los gritos. María sintió que el piso

se movía bajo sus pies. Acababa de mencionar a Sofía, la dulce, hermosa y

amable Sofía Mendoza, quien había fallecido hace apenas 7 meses durante

una complicación postparto, la mujer que había sido la verdadera dueña de esta

mansión, la que había tratado a María no como empleada, sino como familia.

Y ahora esta criatura vestida de Chanel y Lubutín, esta cazafortunas que había

aparecido apenas tres meses después del funeral, estaba sosteniendo al hijo de Sofía como si fuera un objeto sin valor.

Valentina, amor, ¿está todo bien? Escuché gritos. La voz de Alejandro

resonó desde el pasillo. Sus pasos, ese caminar característico de quien ha aprendido a moverse sin vista, pero con

absoluta precisión en su propio hogar, se acercaban. El cambio en Valentina fue

instantáneo, como si alguien hubiera presionado un interruptor. En un

movimiento fluido, giró al bebé y lo acunó contra su pecho. Su expresión se

derritió en una máscara de preocupación maternal, perfectamente ensayada.

Oh, cariño. Sí, todo está bien. Es solo que Mateito no deja de llorar y María y

yo estábamos intentando calmarlo, ¿verdad, María? Los ojos de Valentina

encontraron los de María. En ellos había una advertencia clara, una amenaza

silenciosa, pero inconfundible. Alejandro Mendoza entró a la habitación

alto, de 42 años, con el cabello oscuro, apenas salpicado de gris en las cienes.

Sus ojos, de un azul que alguna vez vio el mundo, ahora miraban sin ver detrás

de unas gafas oscuras, elegantes. Perdió la vista a los 30 años en un accidente

automovilístico. el mismo accidente que le quitó a sus padres, pero le dejó una fortuna de 300

millones de euros en propiedades, empresas tecnológicas y inversiones.

“María”, preguntó él girando la cabeza en dirección a donde sabía que

usualmente se encontraba la empleada. María miró al bebé. Mateo había dejado

de llorar, pero sus ojitos hinchados la miraban con una expresión que ningún bebé debería tener. Miedo, terror puro.

Yo, señor Alejandro, Yo, María, estaba a punto de traer el biberón. Interrumpió

Valentina con dulzura. No es así, María. Creo que el pobre tiene hambre. Debe ser

eso. La mirada de Valentina se endureció mientras Alejandro no podía verla.

Su mano libre se movió hacia su bolsillo, donde sacó su teléfono móvil.

Con gestos exagerados para que María pudiera verlo claramente, escribió algo

en la pantalla y se lo mostró. Una palabra y te deporto. Tengo contactos en

inmigración. María sintió que el aire abandonaba sus pulmones, su permiso de residencia.

Llevaba 30 años en España, pero por problemas con la burocracia guatemalteca

nunca había conseguido regularizar completamente su situación. Valentina lo

sabía. Por supuesto que lo sabía. Esta mujer había investigado a cada persona

en esta casa buscando puntos débiles, palancas que poder usar.

Sí, señor Alejandro”, susurró María, sintiendo que traicionaba no solo a

Mateo, sino a la memoria de Sofía. “Voy, voy por el biberón.” “Gracias, María,

“Eres un ángel”, dijo Alejandro con una sonrisa genuina que partió el corazón de

la empleada en dos. Si tan solo pudiera ver, si tan solo supiera qué tipo de

monstruo había dejado entrar a su vida, a su hogar, al mundo de su hijo. María

salió de la habitación con las piernas temblando en el pasillo se apoyó contra

la pared, las lágrimas corriendo por sus mejillas. Podía escuchar la voz de

Valentina, ahora suave y melodiosa, hablándole a Alejandro. Amor, sabes que

adoro a Mateo como si fuera mío, pero creo que María está envejeciendo. A

veces la veo confundida, olvidando cosas. Quizás deberíamos pensar en