Expulsada por su cruel y noble padre por ser demasiado gorda para casarse, Livia es entregada a un esclavo como castigo. Pero lo que pretendía avergonzarla se convierte en la primera vez que es amada de verdad. Livia se estrelló contra el suelo de piedra con fuerza, con los codos en carne viva y las rodillas convulsionadas. Las pesadas puertas de roble se cerraron tras ella con un portazo que resonó como un trueno en su pecho. Se incorporó a duras penas, su largo vestido arrugado y polvoriento, sus rizos temblando pegados a sus mejillas húmedas. Los guardias de afuera no la miraron ni una segunda vez. El castigo había sido cumplido. Su parte había terminado. Dentro del salón, la voz de Lord Cashin aún resonaba en su cabeza. Avergüenzas a esta familia.

Déjalo tenerte. Tal vez unas semanas de humillación te enseñen a comer como una dama y a comportarte como tal. Y eso fue todo. Se acabaron las discusiones. Ninguna lágrima ablandó su corazón. Ninguna súplica. Livia ya no era la noble hija del comerciante más poderoso de Veilmont. Ahora era una propiedad entregada como algo inútil, algo roto. Le dolía la vista al mirar al hombre que tenía frente a ella. Iba descalzo. Tenía las manos sucias, y su camisa, si así podía llamarse, estaba hecha jirones, colgando de sus hombros. Los bajos de sus pantalones estaban deshilachados, y una larga cicatriz le recorría el antebrazo, visible incluso a la tenue luz de las lámparas de las dependencias de servicio. Pero sus ojos no eran crueles. No se burlaban. Estaban atónitos.

La miró como si no supiera si ayudarla o arrodillarse. Su nombre, recordaba vagamente, era Celas, un mozo de cuadra convertido en esclavo, comprado en las montañas después de que una hambruna obligara a los más pobres a intercambiar hijos por pan. Solo lo había visto dos veces antes: una cuando era niña, asomándose desde un carruaje, y otra la semana pasada, cuando su padre le gritó que paleara el estiércol más rápido. «Ahora, de alguna manera, él iba a ser su guardián». —No tienes que arrodillarte —dijo ella, con la voz más temblorosa de lo que le gustaba—. Hicieron que pareciera que ahora soy tuya. Él parpadeó lentamente, como si sus palabras tardaran un momento en asentarse. Entonces, con una leve arruga en el ceño, dio un paso adelante.

No lo suficientemente cerca como para asustarla, pero lo suficientemente cerca como para oler el heno en su piel y la tierra cálida en su aliento. —No quiero un regalo —dijo finalmente, en voz baja e insegura. Yo no pedí esto. Yo tampoco. Se quedaron en silencio, observándose como si esperaran que el suelo se moviera bajo sus pies. Entonces el estómago de Livia rugió con fuerza. Se lo llevó la mano, mortificada, pero Celas solo se giró hacia la pequeña chimenea del rincón. Sin decir palabra, agarró una olla de hojalata y la llenó de agua. —Haré caldo —dijo. Ella lo miró fijamente, confundida. No me vas a hacer daño. Hizo una pausa, y luego La miró por encima del hombro. ¿Crees que soy como tu padre? Eso la silenció. Bajó la mirada. Nadie había hablado jamás de Lord Cash de esa manera. Ni en voz alta. Ni delante de ella. Pero el tranquilo tono del inca no denotaba miedo, solo una especie de sincera tristeza. Como si hubiera visto a demasiados hombres como su padre y hubiera aprendido que los castigos más crueles conllevaban títulos y oro. Cuando el caldo estuvo listo, le entregó la taza caliente y sus manos temblaron al sostenerla. Livia no habló mientras bebía. No estaba segura de poder hacerlo sin llorar, y él no hizo preguntas. Simplemente se sentó a limpiar herramientas a la luz del fuego, tarareando en voz baja una melodía que ella no conocía. Esa noche, le dio el catre y se puso una manta cerca de la chimenea. Fue la primera amabilidad que había conocido en meses. A la mañana siguiente, Livia se despertó con el canto de los pájaros y un calambre en el cuello. Se incorporó demasiado rápido y lo lamentó. Inmediatamente. Le dolía la espalda, tenía los pies hinchados y su vestido aún olía ligeramente a lágrimas. Cela no estaba en la habitación. El pánico se apoderó de ella. ¿Se lo habría contado a alguien? ¿Habría cambiado de opinión? ¿Vendrían los guardias a buscarla de vuelta, a esa fría prisión de mármol que era su hogar? Pero no. La puerta se abrió con un crujido un momento después y Celas entró, con los brazos llenos de leña y el rostro cubierto de sudor matutino. “Estás despierta”, dijo simplemente. Ella asintió, apartándose el pelo de la cara. “No te di las gracias por lo de anoche”. No tienes que hacerlo.” Aun así, algo en su voz, algo tranquilo y casi dolido, la hizo desear poder hacerlo. Él puso pan fresco y unas ciruelas saladas. Entonces, para su sorpresa, se sentó frente a ella como un igual. Livia parpadeó.
No tienes miedo de que te denuncie por sentarte. Él sonrió levemente. Ya no eres noble. Eso debería haber dolido, pero no lo hizo. No cuando lo dijo así. Más tarde,
se ofreció a ayudar a barrer el granero. Él la miró con incredulidad. ¿Tú? Sí, yo, respondió ella, arremangándose. Tengo manos, ¿verdad?
Era torpe, por supuesto. Tropezó con fardos de heno, chilló cuando un ratón pasó corriendo y una vez blandió la escoba con tanta fuerza que golpeó la pared y se rompió. Celas intentó contener la risa, pero fracasó miserablemente, y el sonido, su risa, fue cálido como un trueno filtrado a través de Sol. Esa noche, mientras estaban sentados junto al fuego, Livia volvió a plantear la pregunta que le había estado rondando la cabeza.