“Yo necesito refugio y tú necesitas amor”, le dijo el esclavo a la virgen.

Era una fría noche de junio de 1859 en Brumadinho, Minas Gerais. Aquellas palabras, tan directas y honestas, cortaron el aire en el porche trasero de la hacienda Sabiá, rompiendo todas las convenciones sociales de aquella sociedad.

Matilde tenía 26 años. Sentada sola, mirando las estrellas, había huido momentáneamente de la fiesta de compromiso que se celebraba en el interior. Una fiesta que celebraba una unión que ella no quería, pero que no sabía cómo evitar.

Ulises tenía 31 años y estaba, literalmente, huyendo. Perseguido por cazadores de esclavos tras escapar de una hacienda vecina donde había sufrido años de abuso brutal. Estaba herido y desesperado por un lugar seguro donde esconderse, aunque fuera solo por una noche.

Matilde había nacido en una familia rica pero profundamente infeliz. Su padre, el comendador Germano Silva, era un hombre cruel que la veía solo como una pieza en sus juegos sociales. Su madre había muerto, dejándola en un ambiente lujoso pero emocionalmente helado. Bonita de forma discreta, con profundos ojos verdes que guardaban tristezas, pasaba sus días bordando y leyendo novelas, soñando con vidas diferentes. A los 26 años, su padre finalmente le había concertado un matrimonio con el coronel Augusto Mendes, un viudo de 52 años, frío y calculador, que solo buscaba una esposa joven para administrar su casa.

La fiesta de compromiso era fastuosa. Todos felicitaban a Matilde por “conseguir” marido, mientras su prometido bebía ruidosamente con otros hombres y su padre radiaba por la alianza política. Matilde, sintiendo que moría por dentro, escapó al porche trasero, el único lugar oscuro y frío donde podía estar sola.

Ulises también estaba muriendo, pero de forma más literal. Nacido esclavo en la Fazenda São Miguel, había sobrevivido al brutal trabajo en las minas. Pero un nuevo capataz, Severino, un hombre sádico, se había obsesionado con quebrar el espíritu de Ulises. Tras un castigo de cincuenta latigazos que dejaron su espalda en carne viva, Ulises supo que prefería morir intentando escapar que seguir viviendo en ese infierno.

Huyó. Corrió durante dos días por las montañas, herido y débil, con los perros de los capitães do mato (cazadores de esclavos) pisándole los talones. Vio las luces de la hacienda Sabiá y la fiesta. Desesperado, buscó un escondite. Fue entonces cuando vio la figura solitaria de Matilde en el porche.

Debería haberla evitado, pero algo en la postura de ella, un peso compartido de desesperación, le hizo dudar. Un ladrido cercano lo forzó a actuar. Subió las escaleras y emergió de las sombras frente a ella.

Matilde vio a un hombre negro, con ropas rasgadas y ensangrentadas, pero con una mirada intensa que la hizo congelarse en lugar de gritar. “Por favor”, susurró él. “No grite. No voy a hacerle daño. Los capitães do mato me persiguen. Necesito esconderme”.

Matilde podía oír los ladridos acercándose. Debería haber gritado, haber llamado a su padre. Era lo que se esperaba de ella. Pero algo en su interior, quizás la misma rebelión que la llevó a ese porche, la hizo tomar una decisión que lo cambiaría todo.

“Entre”, dijo rápidamente, señalando un cuarto de servicio. “Escóndase allí y no haga ruido. Intentaré echarlos”.

Momentos después, los cazadores llegaron al jardín. Matilde bajó, fingiendo calma. “¿Puedo ayudarlos, señores?”. Los hombres, rudos e impacientes, explicaron que buscaban a un fugitivo. “Necesitamos registrar la propiedad, señora”.

Matilde levantó la barbilla con una autoridad que sorprendió incluso a sí misma. “Esta es mi fiesta de compromiso. Mi padre es el comendador Germano Silva y mi prometido el coronel Augusto Mendes. ¿Realmente quieren interrumpir esta fiesta con sus perros y acusaciones? No creo que les guste el escándalo”.

La balanza de poder cambió. Los hombres dudaron y, finalmente, se retiraron a regañadientes, prometiendo volver.

Cuando se fueron, Matilde sintió que las piernas le fallaban. Acababa de cometer un crimen. Pero en lugar de volver a la fiesta, fue al cuarto de servicio. Encontró a Ulises colapsado por el dolor de sus heridas.

“Se han ido, por ahora”, dijo. Vio la sangre y supo que necesitaba ayuda. “Está herido. Traeré agua y medicinas”.

Volvió con agua, telas limpias, láudano y comida robada de la fiesta. Mientras le limpiaba la espalda, un mapa de cicatrices antiguas y heridas frescas, sintió náuseas, pero se obligó a continuar. Ulises soportó el dolor en silencio.

“No puede quedarse más que esta noche”, dijo ella, con las manos temblando.

“Gracias”, dijo él. “¿Por qué lo hizo?”

“No lo sé”, admitió Matilde.

Fue entonces cuando Ulises, habiendo escuchado fragmentos de la fiesta, dijo las palabras que resonarían para siempre. “Oí que era su fiesta de compromiso, pero no parecía feliz… Yo necesito refugio y usted necesita amor. Somos dos tipos diferentes de prisioneros, pero prisioneros al fin y al cabo”.

Las palabras la golpearon. Era la verdad. Matilde rompió a llorar, confesando su destino: un matrimonio sin amor con un hombre que no le importaba. “Usted tiene razón, necesito amor, pero no puedo tenerlo”.

“Yo no tengo nada que ofrecer”, dijo Ulises suavemente. “Soy un fugitivo. Pero mientras esté aquí, le ofrezco esto: el reconocimiento de su humanidad. Usted merece ser vista y amada por quién es”.

Durante los siguientes tres días, mientras los cazadores rastreaban otras zonas, Matilde visitó a Ulises. Le llevó comida, cambió sus vendajes y le trajo libros. Hablaron. Él le contó sus sueños de libertad; ella le habló de su soledad. Una conexión imposible creció entre ellos, un reconocimiento genuino de dos almas que se entendían.

La cuarta noche, Ulises, ya más fuerte, anunció que debía irse. “Quedarme más tiempo la pone en demasiado peligro”.

“Lo sé”, susurró Matilde, con pánico en el pecho. “Pero no quiero que te vayas”.

“Matilde”, dijo él, “sabe que no hay futuro para nosotros. Yo soy un esclavo fugitivo. Usted es una dama de alta sociedad”.

“En estos cuatro días”, lo interrumpió ella, “he vivido más que en mis 26 años anteriores. Contigo, soy solo Matilde. Y tú me ves”.

“Yo también te veo”, dijo él, con la voz rota por la emoción. “Y te amo, Matilde. Sé que no tengo derecho, pero te amo”.

“Yo también te amo, Ulises”, respondió ella, tomando sus manos. “Y no me importa si no tenemos futuro. Prefiero este momento de verdad que una vida de mentiras”.

Se besaron, el primer beso de Matilde. Y en ese beso, ella tomó una decisión final. “No te dejaré ir solo mañana. Voy contigo”.

Ulises quedó horrorizado. “No puedes. Perderías todo. Sería peligroso”.

“Mi vida aquí no es vida”, replicó ella con determinación. “Es una prisión. Al menos huyendo contigo, estaré eligiendo. Por primera vez. Y si nos capturan, al menos habré vivido de verdad”.

Esa noche planearon. Matilde robó una suma considerable de dinero y joyas del cofre de su padre. Preparó ropa de viaje. A la noche siguiente, partieron por el mismo porche donde se conocieron. Matilde dejó una carta para su padre, diciendo simplemente que no podía casarse y que no la buscaran.

El descubrimiento de su huida fue explosivo. El comendador Germano estaba furioso y humillado; el coronel Augusto, insultado. Se enviaron hombres a buscarlos, con órdenes de traer a Matilde ilesa y a Ulises de la forma más brutal.

Pero tenían ventaja. Las semanas de viaje fueron brutales. Matilde, que había crecido en el lujo, durmió en el suelo del bosque y caminó hasta que sus pies sangraron. Pero era más libre de lo que jamás se había sentido. Cada día al lado de Ulises era una afirmación de su elección.

Tres semanas después, sintiéndose finalmente a salvo de los perseguidores, acamparon junto a un arroyo. “Ulises”, dijo ella suavemente, “te amo y quiero estar contigo completamente esta noche”.

“Matilde, ¿estás segura?”, preguntó él. “A los ojos de la iglesia, esto es un pecado”.

“La iglesia y la sociedad usaron esas reglas para controlarme”, dijo Matilde. “Yo te elijo a ti, Ulises. Aquí y ahora, te elijo como mi esposo en mi corazón. Viviré auténticamente, en lugar de morir lentamente en una vida que mata el espíritu”.

“Entonces yo también te elijo a ti”, respondió él, “como mi esposa en mi corazón. Y que Dios nos perdone o no, viviré esta vida a tu lado con honor y amor verdadero”.

Cinco semanas después de huir, llegaron al quilombo, una comunidad oculta de esclavos fugitivos. Fueron recibidos con escepticismo por la líder, Dona Benedita. Una mujer blanca era una complicación. Pero al ver el amor entre ellos y escuchar su historia, Benedita cedió. “Pueden quedarse. Pero aquí todos trabajan por igual”.

Matilde y Ulises aceptaron. La dama que nunca había trabajado aprendió a cultivar, cocinar y coser. Sus manos se llenaron de callos y su piel se bronceó; nunca había sido tan feliz. Ulises fue respetado por su conocimiento y valentía.

Seis meses después, se casaron en una ceremonia del quilombo, oficiada por Dona Benedita. No era legal, pero era real. Un año después, Matilde dio a luz a una niña: Esperança (Esperanza). Le siguieron dos hijos más: Liberto (Libre) y Graça (Gracia). Los tres crecieron libres, sin conocer la opresión que sus padres habían sufrido.

Las noticias del mundo exterior llegaban rara vez. El comendador Germano murió cinco años después, amargado. El coronel Augusto se volvió a casar. La historia oficial fue que Matilde había entrado en un convento.

En 1888, casi treinta años después de su huida, se promulgó la Ley Áurea, aboliendo la esclavitud en Brasil. Para el quilombo, fue una validación de la vida que ya habían construido.

Matilde vivió hasta los 68 años, muriendo en 1901. En sus últimos años, reflexionó sobre su vida. No se arrepentía de nada. La vida había sido dura, pero había tenido significado, amor y autenticidad. Había hecho las paces con el “pecado” de haber amado a Ulises. Creía que un Dios misericordioso entendía el contexto, que el amor verdadero que habían construido era más real que cualquier papel.

Ulises le sobrevivió solo seis meses. Su corazón, simplemente, se detuvo una noche mientras dormía. Fue como si, habiendo perdido a su compañera de cuatro décadas, no viera razón para continuar.

Fueron enterrados uno al lado del otro en el cementerio del quilombo, bajo los árboles que habían plantado. Sus hijos, nietos y bisnietos se reunieron para honrarlos y contar la historia de la valiente pareja que desafió todas las reglas sociales por amor, probando que, a veces, un esclavo fugitivo y una dama prisionera solo necesitan lo mismo: uno, un refugio; y la otra, amor.