Episodio 1: El llanto que tardó ocho años

Mary se sentó junto a la ventana, mirando fijamente el polvoriento patio. A lo lejos, los niños reían, persiguiendo cometas hechas de bolsas de nailon rotas. Ese sonido solía hacerla sonreír. Pero hoy… le desgarraba el alma.

Llevaba ocho años casada con Ugo.
Ocho largos años de burlas, lágrimas silenciosas y vacío.

Cada mes, rezaba para que su período no llegara. Y cuando llegaba, se sentaba en el suelo del baño, llorando hasta que la garganta le ardía. Ayunó. Hizo ofrendas en la iglesia. Se tragó cada amarga pócima herbal que las mujeres de su congregación juraban que funcionaba. Nada servía.

Su esposo, que antes era paciente y cariñoso, había cambiado.
Ya no la miraba a los ojos. Llegaba tarde a casa. Evitaba su contacto.

Una noche, Mary lo escuchó hablando por teléfono con su madre:

—Mamá, estoy cansado. Soy un hombre… y no tengo un hijo que me llame papá. ¿Qué clase de matrimonio es este?

Y la voz de Mama Ugo rugió al otro lado:

—¡Échala! Estás perdiendo tu juventud. ¡Ella está maldita! ¡Ha bloqueado tus bendiciones!

Mary había escuchado cada palabra.
Esa noche, llenó una pequeña bolsa y salió descalza a la calle. Pero no se fue.

En lugar de eso, se arrodilló bajo la luz de la luna y gritó, entre lágrimas:

—Si de verdad hay un Dios, si Tú realmente me ves… recuérdame.

Y al igual que en las historias de la Biblia, Dios recordó a Mary.

Dos meses después, tras no tener su período y sufrir mareos, se hizo una prueba… y apareció la segunda línea.

Gritó hasta que sus vecinos se reunieron. Cayó al suelo y rodó en el polvo. Ugo no lo creyó al principio —pero el hospital lo confirmó.

Mary estaba embarazada.

Las lágrimas que brotaron no eran solo de alegría —eran lágrimas de guerra, de una mujer que había enfrentado la vergüenza… y había vencido.

De repente, Ugo volvió a ser dulce. Mama Ugo le mandaba comida. Incluso le compraron nuevas telas y frutas.

Mary comenzó su control prenatal en un hermoso hospital privado recomendado…

Episodio 2: Sombras Disfrazadas

El sol estaba inusualmente caliente ese día, pero la sala de espera del hospital se sentía fría —no por el aire acondicionado, sino por algo más… algo invisible.

Mary llegó temprano al Hospital de Mujeres CityHope, apretando su tarjeta de control prenatal como si su vida dependiera de ello. Otras mujeres embarazadas también estaban sentadas, conversando suavemente y acariciando sus vientres. Pero había un silencio extraño en el aire… como si las paredes estuvieran observando.

Mary miró a su alrededor y notó algo raro.
La mayoría de las enfermeras conocidas no estaban allí.

Habían desaparecido las dos mujeres alegres que siempre hacían bromas y la llamaban “Mami de gemelos”. En su lugar, rostros nuevos vagaban por los pasillos. Hombres con batas blancas que apenas sonreían, mujeres con rostros sin expresión cargando portapapeles.

Se movían como robots.
Y miraban demasiado tiempo a las embarazadas… especialmente a las que venían solas.

Mary se inclinó hacia la mujer sentada a su lado y le susurró:

—¿Dónde está hoy la enfermera Ijeoma?

La mujer se encogió de hombros.

—Dicen que está de permiso. Y la enfermera Tina también… Quizá algo está pasando.

Mary intentó ignorar la inquietud que le subía por la piel. Forzó una sonrisa, acarició su vientre y se dijo a sí misma:

—Solo son hormonas. Solo estoy cansada.

Entonces la puerta se abrió.

Un hombre alto, bien afeitado y extrañamente pálido, entró en la sala de espera. Llevaba una bata de laboratorio sin placa de identificación. Sus ojos recorrieron la sala lentamente, deteniéndose en cada mujer embarazada.

Cuando sus ojos se posaron en Mary, sonrió —una sonrisa seca y torcida.

Habló en voz baja:
—Número 12, pase por favor.

Mary miró su tarjeta. Ella era el número 12.
Pero algo dentro de ella gritaba:

—¡No entres!

Aun así, se levantó, ajustó su bata y lo siguió por el pasillo.

Las bombillas titilaban sobre su cabeza mientras caminaba. Notó que no había otros pacientes en el pasillo. El aire se volvía más pesado con cada paso. Al pasar frente a una sala con la puerta entreabierta, Mary alcanzó a ver algo que hizo que su corazón se detuviera…

Episodio 3: La Desaparición

El dolor en el brazo de Mary no se comparaba con el terror que inundaba su cuerpo.

Intentó gritar, pero su boca no se movía. Sus piernas eran como arena. Sus ojos estaban abiertos, pero todo era borroso —como si estuviera bajo el agua. Vio luces. Vio sombras. Y luego… oscuridad.

Cuando despertó, el olor a antiséptico de hospital había desaparecido. Fue reemplazado por algo más.

Sangre. Sudor. Humo.

Mary intentó mover las manos. Estaban atadas. Sus tobillos también. Su vientre dolía mientras su bebé pateaba con fuerza —sintiendo el miedo. El suelo frío de cemento bajo su espalda le provocaba escalofríos en los huesos. Giró lentamente la cabeza y vio a otras mujeres a su alrededor.

Cuatro de ellas.
Todas embarazadas.
Todas atadas como ella.
Todas sollozando.

Una de las mujeres —una señora mayor con la cara hinchada— susurró:

—Le quitaron el bebé anoche… y la mataron después.

Mary parpadeó, confundida y aterrada.

—¿D-dónde… dónde estamos?

Una chica más joven, a su lado, lloraba en silencio:

—Nos trajeron aquí desde CityHope. Dijeron que somos ofrendas para sus dioses. No les importan nuestros bebés. Quieren la sangre.

El corazón de Mary se rompió en mil pedazos.
¿Su bebé milagroso… el hijo por el que había esperado ocho años… ahora estaba en riesgo de ser ofrecido como sacrificio?

Ella lloró desesperada:

—Jesús… ayúdame. Salva a mi hijo.

Pero no había ningún sacerdote allí.
Solo sombras.

Mientras tanto, la enfermera Chidinma fue llevada a otra sala. Sus manos estaban atadas detrás de la espalda. Su teléfono, destrozado en pedazos. Un hombre corpulento la abofeteó, obligándola a caer al suelo.

El Dr. Okoh entró, luciendo diferente ahora —su estetoscopio había sido reemplazado por cuentas rojas y tiza dibujada en la frente.

—Siempre fuiste la curiosa, Chidinma —dijo con frialdad—.
Pero la curiosidad es lo que hace que la gente termine en tumbas poco profundas.

Chidinma le escupió a los pies.

—Nunca se saldrán con la suya. La gente lo notará. La policía…

Él soltó una carcajada.

—¿La policía? Mi querida… incluso el comisionado local nos envía pacientes.

Chidinma se quedó helada.
El horror era más grande de lo que jamás había imaginado.

El mal era más profundo de lo que ella pensaba.

Él hizo un gesto para que la agarraran.

—Enciérrenla con las demás. Que mire. Morirá con los ojos bien abiertos.

De regreso en la sala de reclusión, la noche cayó rápidamente. Las mujeres se acurrucaron unas junto a otras. Afuera, alguien quemaba incienso. El aire se espesaba. Los cánticos se elevaban como susurros en el viento.

Mary susurró:

—Me llamo Mary. Yo… fui estéril durante ocho años. Este bebé… este bebé es mi única alegría.

Otra mujer dijo:

—Soy Ifunanya. Mi parto era la próxima semana.

Chidinma fue arrojada a la sala momentos después, su rostro hinchado pero su espíritu intacto.

Miró a las mujeres y dijo en voz baja:

—Lo hacen a medianoche. Tenemos hasta entonces.

Mary susurró:

—¿Hacer qué?

Ella respondió:

—Matar. Cortar. Recoger.

Los no nacidos.
La sangre.
Las mujeres.

A medianoche, los cánticos comenzaron.

Y la puerta crujió al abrirse.

Episodio 4: La Primera Ofrenda
(Escrito por © African Tales By Oluchi)

La puerta se abrió lentamente y un viento frío entró en la habitación.
Mary contuvo la respiración. Las mujeres se quedaron congeladas. El suave cántico desde afuera se hacía más fuerte, más rítmico:
“Ndị n’azụ ndụ, anyị wetara onyinye…”
(“Espíritus del más allá, traemos su ofrenda…”)

Entonces él entró.
El mismo hombre alto y pálido del hospital — el que había llamado a Mary “Número 12”.
Solo que ahora iba envuelto en un paño rojo, con una cuerda negra alrededor del cuello y un largo puñal en la mano. Su sonrisa era más amplia que antes… inhumana.

Detrás de él venían otros dos.
Uno llevaba una olla de barro encendida.
El otro sostenía a un recién nacido, que lloraba débilmente.

Las mujeres se ahogaron en un grito de horror.
—Dios mío… ¿es el bebé de Ngozi? —susurró Chidinma.

Lo era.
Ngozi, la mayor entre ellas, había entrado en parto prematuro la noche anterior. Los guardias la habían arrastrado mientras ella gritaba pidiendo ayuda. Nunca volvió.
Ahora… solo traían a su hijo.
Envuelto en hojas de palma. La cabeza pintada con tiza blanca. Llorando en medio de la noche.

Mary gritó desesperada:
—¿Dónde está Ngozi? ¡¿Qué le han hecho?!

El hombre sonrió con malicia:
—Ella se ha convertido en una sola con los dioses. Su cuerpo descansa ahora entre los árboles.

Levantó el puñal y apuntó al resto de ellas.
—Un útero esta noche. Una vida. Una puerta hacia la riqueza.

La voz de Chidinma temblaba:
—Nunca saldrán vivos de este bosque.

Pero ellos solo rieron.
El hombre miró a una joven llamada Ada y les hizo una señal a los guardias. Ella gritó y pataleó, pero la arrastraron fuera.
Sus gritos se desvanecieron en la oscuridad.

Luego vino el silencio.
Un silencio profundo, escalofriante.
Momentos después, los cánticos fuera se elevaron aún más, como si celebraran algo. Se unieron los tambores. El olor a sangre impregnó el aire.

Mary se quebró.
Gritó y tiró con desesperación de sus muñecas atadas contra la pared.
—¡Dios, por favor! ¡Esperé ocho años! ¡Si sigues ahí, no dejes que mi bebé muera así!

Las lágrimas rodaban de sus mejillas a su barbilla y caían sobre su vientre.
Y entonces…
Su bebé pateó.
Fuerte.

Episodio 5: La Última Luz

Mary sintió una fuerza nueva, algo que nunca había sentido antes, mientras su bebé pateaba dentro de ella. No era solo desesperación—era furia. Era una voluntad de vivir.

Chidinma, jadeando en el suelo, miró a Mary y susurró: —Si tienes fuerza… si tienes fe… es ahora o nunca.

Los guardias estaban distraídos. Habían salido para ayudar con el “ritual” de Ada. Los cánticos crecían, los tambores golpeaban sin piedad. Pero dentro de la pequeña habitación, quedaban solo dos hombres… uno de ellos adormecido por el humo de incienso.

Chidinma arrastró su cuerpo hasta donde Mary y las demás estaban atadas. Su rostro sangraba, pero sus ojos ardían con determinación. De su vestido desgarrado, sacó un pequeño pedazo de vidrio—probablemente del teléfono roto.

—Voy a cortar las cuerdas —susurró—. Pero cuando lo haga, corre. Corre sin mirar atrás.

Mary asintió con lágrimas. Las otras mujeres también se llenaron de esperanza y miedo a partes iguales.

Con manos temblorosas, Chidinma cortó una cuerda. Luego otra. El proceso fue lento, pero cada nudo que caía devolvía un poco de humanidad a las mujeres.

Mary fue la tercera en liberarse. Su vientre pesaba, pero su corazón era ligero con una determinación inquebrantable.

De repente, uno de los guardias regresó. Sus ojos se abrieron de par en par al verlas moviéndose.

—¡Alto! —gritó.

Pero Chidinma ya había arrojado el vidrio directamente a sus ojos. El hombre gritó, llevándose las manos a la cara. Las mujeres se lanzaron hacia la puerta, tambaleándose, cayendo, pero nunca deteniéndose.

Mary corrió. Sintió las ramas cortándole la piel, el suelo fangoso bajo sus pies descalzos. Chidinma corría a su lado, sosteniéndola cada vez que tropezaba.

Detrás de ellas, los gritos de los sacerdotes se mezclaban con los tambores. Pero también se escucharon disparos.

La policía.

Las sirenas cortaron la noche como una promesa. Un vecino, inquieto por la ausencia prolongada de Chidinma, había alertado a las autoridades. Tras sobornos y retrasos, un oficial íntegro decidió actuar.

Los ritualistas intentaron luchar. Pero la confusión y la llegada de más policías armados obligaron a los captores a rendirse o huir hacia la espesura del bosque.

Mary cayó de rodillas en medio del sendero cuando un oficial la encontró. Sus labios temblaban, sus lágrimas eran incontrolables. Pero estaba viva. Su bebé también.

—Ayúdame… por favor… —susurró.

Horas después, Mary y las otras sobrevivientes fueron llevadas al hospital. El doctor que la atendió sonrió suavemente: —Su bebé está bien. Usted también. Está a salvo ahora.

Chidinma, con el rostro vendado, sostuvo la mano de Mary. Ninguna de las dos dijo nada durante mucho tiempo. Las palabras no eran suficientes.

Días después, Mary dio a luz a un hermoso niño. Sus primeras lágrimas—un llanto agudo y fuerte—llenaron la sala de partos como un eco de la promesa que había hecho bajo la luna meses atrás.

Llamó a su hijo Chibuike, que significa “Dios es mi fuerza”.

Mary nunca volvió a ver a Ugo ni a su suegra. Eligió una vida nueva. Fundó una pequeña organización para ayudar a mujeres vulnerables, junto a Chidinma, quien se convirtió en su hermana de vida.

El pasado no se borró. Las cicatrices permanecieron. Pero Mary, la mujer que había esperado ocho años para escuchar un llanto, ahora vivía cada día con gratitud.

Y cada vez que su hijo reía, ella sonreía, sabiendo que algunas batallas… se ganan de rodillas, pero se celebran de pie.

FIN.