Una madre se rapa la cabeza para acompañar a su hija en su lucha contra el cáncer
La habitación del hospital estaba tranquila, casi en silencio, salvo por el constante pitido del monitor al lado de la cama de Emma. Con apenas nueve años, la niña permanecía sentada con las piernas cruzadas, su pequeño cuerpo escondido dentro de la bata demasiado grande. La quimioterapia le había arrebatado más que la fuerza: su cabello había desaparecido, dejando su cabeza sensible y desnuda.
Emma evitaba mirarse en los espejos. Se rehusaba a tomarse fotos y odiaba las miradas de los otros niños cuando la llevaban por los pasillos. Su risa, antes contagiosa, se había transformado en silencio y gestos distantes.
Claire, su madre, permanecía cerca, observando cómo los hombros de su hija se encogían hacia adelante, como si quisiera desaparecer del mundo. Su corazón dolía. Había visto a Emma enfrentar náuseas, dolor y miedo, pero la pérdida de su cabello parecía afectarla más que cualquier otra cosa.
Esa mañana, Emma murmuró palabras que hicieron que el corazón de Claire se rompiera:
—Mamá… ya no me reconozco. Me siento fea, rara… como un monstruo.
Claire se inclinó y le acarició suavemente la mejilla.
—No, amor. Sigues siendo tú. La niña más valiente y hermosa que conozco.
Pero pudo ver en los ojos de su hija que no le creía. Entonces comprendió que las palabras ya no eran suficientes. Tenía que mostrarle, no solo decirlo.

Al día siguiente, después de la siesta, Emma se despertó y notó que su madre no estaba en la silla junto a la cama. Confundida, preguntó débilmente:
—¿Mamá?
Unos segundos después, la puerta se abrió y Claire apareció.
Los ojos de Emma se agrandaron al instante. El cabello castaño y abundante de su madre, ese que siempre había admirado como “cabello de princesa”, ya no estaba. La cabeza de Claire estaba completamente rapada, igual que la de Emma. La niña se quedó inmóvil, sin poder creer lo que veía.
—¿Q-qué hiciste? —balbuceó Emma, con la voz temblorosa.
Claire sonrió, suavemente, y se sentó a su lado.
—No quería tener cabello cuando tú no lo tienes. Quise estar a tu lado, igual que tú.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Emma. Levantó la mano y tocó la cabeza lisa de su madre.
—¿De verdad… lo hiciste por mí?
—Sí —susurró Claire—. Si tú tienes que pasar por esto, yo también. No estarás sola nunca en esta batalla.
Emma se abrazó a su madre, llorando con todo el alivio acumulado. Por primera vez en semanas, la habitación del hospital se llenó de un sonido distinto al de las máquinas: se llenó de amor, de ternura, de esperanza compartida entre madre e hija.
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